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Donald cogió sus notas y subió en el ascensor hasta la cafetería. Al llegar se encontró con que era demasiado temprano para desayunar, pero aún quedaba café de la noche pasada en el dispensador. Eligió una taza desportillada del escurreplatos y la llenó. El individuo que se encargaba de atender la fila de los comensales levantó la palanca de un lavaplatos industrial y el cajón de acero inoxidable se abrió y soltó un chorro de vapor. El hombre agitó un trapo para dispersarlo y luego lo utilizó para sacar unas bandejas que pronto contendrían huevos en polvo reconstituidos y rebanadas de pan seco y congelado.

Donald probó el café. Estaba frío y era muy flojo, pero no le importó. Es más, le pareció apropiado. Saludó con la cabeza al hombre que preparaba el desayuno, quien inclinó la suya a modo de respuesta.

Donald se volvió y estudió la imagen de la pantalla de la pared. Allí estaba el verdadero misterio. Los documentos que contenían las carpetas no eran nada comparado con eso. Se acercó a la polvorienta vista, en la que el sol que se alzaba invisible por detrás de las colinas comenzaba a iluminar unas nubes arremolinadas. Se preguntó qué habría allí fuera. La gente moría cuando los enviaban a limpiar. Morían en las colinas cuando abandonaban los silos. Pero él había sobrevivido. Y por lo que sabía, también los hombres que lo habían arrastrado de vuelta.

Se miró la mano a la tenue luz que emitía la pantalla. Tenía la palma un poco rosada, un poco en carne viva. Pero claro, se la había rascado varias docenas de veces durante las últimas noches y lo hacía también todas las mañanas. No podía quitarse de la cabeza la sensación de que se había contaminado. Se sacó el pañuelo del bolsillo y se lo puso sobre la boca para toser.

—Las patatas estarán listas dentro de pocos minutos —dijo el hombre de detrás del mostrador alzando la voz. Otro trabajador con un mono idéntico salió de la parte de atrás, anudándose un delantal alrededor de la cintura. Donald sintió el deseo de saber quiénes eran aquellas personas, cómo eran sus vidas, lo que pensaban. Durante seis meses servían tres comidas al día y luego hibernaban durante décadas. Y después volvían a hacerlo. Debían de creer que aquello tenía algún sentido. ¿O es que no les importaba? ¿Se trataba sólo de transitar por los mismos caminos abiertos ayer? Un paso tras otro, un paso tras otro, una vez tras otra. ¿Se veían como marineros a bordo de una gran arca con un noble propósito? ¿O caminaban en círculos por la sencilla razón de que conocían el camino?

Donald recordaba haberse presentado al Congreso, haber creído que iba a hacer grandes cosas por el futuro de todos. Y entonces se encontró con aquel cargo, rodeado por una mareante tormenta de normas, memorandos y mensajes, y al poco tiempo simplemente rezaba para que llegase el final de la jornada. Pasó de pensar que iba a salvar el mundo a dejar que pasase el tiempo hasta… hasta que el tiempo se terminó.

Se sentó en una de las sillas de plástico descolorido y estudió la carpeta que tenía en la mano. Cinco centímetros de grosor. «Nichols, Juliette», decía la pestaña, seguida por un número de identificación a fines internos. Aún podía oler el tóner de las páginas recién impresas. Parecía un derroche imprimir tantas tonterías. En alguna parte, dentro de un gigantesco almacén, los suministros estaban menguando. Y en algún otro lugar, en el pasillo de su propio despacho, alguien llevaba la cuenta de todo y se aseguraba de que hubiera suficientes patatas, suficiente tóner, suficientes bombillas para llegar hasta el final.

Miró de reojo los informes. Los colocó sobre la mesa vacía y, al hacerlo, se acordó de Anna y de su último turno, de cómo habían sembrado de pistas aquella sala de guerra. Sintió una punzada de pesar y remordimientos al pensar con qué frecuencia entraba Anna en sus pensamientos antes que Helen.

Los informes le proporcionaron un pasatiempo que agradeció mientras esperaba la salida del sol y la comida. Contaban la historia de una limpiadora que había sido comisaria, aunque no por mucho tiempo. Uno de los primeros informes de la carpeta era del actual jefe del Dieciocho, un memorando sobre la falta de cualificación de aquella limpiadora. Donald leyó una lista de razones por las que no debían darle una posición de poder y le pareció estar leyendo sobre sí mismo. Parecía que la alcaldesa del Dieciocho —una anciana llamada Jahns, política como Turman— había forzado las cosas para colocarla en el puesto; la había reclutado a despecho de todas las objeciones. Ni siquiera estaba muy claro que la tal Nichols, una mecánica de los niveles inferiores, quisiera el puesto. En otro informe del jefe del silo se hablaba de su actitud desafiante, que culminó cuando se negó a limpiar y se alejó hasta perderse de vista. Una vez más, a Donald le resultó demasiado familiar. ¿O acaso estaba buscando él las similitudes? ¿No era eso lo que hacía la gente? ¿Ver en los demás lo que temían o esperaban encontrar en sí mismos?

Las colinas del exterior se iban iluminando paulatinamente. Donald apartó la mirada de los informes y estudió los montículos de tierra. Recordaba las imágenes que le habían mostrado, en las que se veía desaparecer a la limpiadora tras una duna de la misma tonalidad grisácea. Ahora, lo que más temían sus colegas era que entre los habitantes del Dieciocho se propagase una especie de peligrosa esperanza, la clase de esperanza que desemboca en violencia. Pero el mayor peligro era, por supuesto, que la limpiadora hubiera logrado llegar hasta otra instalación y que los habitantes de ésta se hubieran dado cuenta de que no estaban solos.

Donald no lo creía probable. No podía haber durado mucho tiempo, y, además, había poco que descubrir en la dirección por la que se había alejado. Cogió la otra carpeta, la del silo Diecisiete.

Su colapso se había producido sin previo aviso, sin aumento alguno de la violencia. Las gráficas de población parecían normales. Hojeó las páginas de documentos impresos, elaborados por los jefes de los diferentes departamentos de los pisos inferiores. Cada uno de ellos tenía su propia teoría y, cómo no, interpretaba el colapso en función de sus propios conocimientos, o lo atribuía a la incompetencia de otro departamento. Control de población culpaba a la lasitud de Informática. Informática, a un fallo de hardware. Ingeniería a Programación. Y el oficial de comunicaciones que entonces estaba al mando, que se comunicaba con Informática y con los jefes de todos los silos, pensaba que era un sabotaje, un intento de impedir una limpieza.

Donald percibía algo familiar en la destrucción del silo Diecisiete, algo que era incapaz de localizar. Las cámaras se habían apagado, pero no antes de ofrecerles una breve imagen de gente que salía en tropel por la esclusa. Se había producido un éxodo, un pánico, un episodio de histeria masiva. Y luego un apagón. Comunicaciones había llamado varias veces. La primera había respondido la sombra del jefe de Informática, el segundo en el mando del Diecisiete. Hubo una breve conversación con él, un tal Russ, las dos partes intercambiaron preguntas y entonces Russ cortó la conexión.

Sus siguientes llamadas no tuvieron respuesta durante horas. En este lapso, las cámaras y la radio dejaron de transmitir. Y entonces respondió otra persona.

Donald tosió sobre el pañuelo mientras leía la transcripción de aquella extraña conversación. El oficial de guardia aseguraba que el que había respondido parecía muy joven. Era un hombre, no una sombra ni un jefe, y había hecho un montón de preguntas. Una le llamó la atención especialmente. La persona del Diecisiete, a la que apenas le quedaban unos minutos de vida, había preguntado lo que pasaba en el nivel cuarenta.

El cuarenta. Donald no necesitaba un plano del silo para saber lo que había allí. Había diseñado las instalaciones. Se conocía cada plano como la palma de su mano. El piso cuarenta era un nivel de uso mixto, con una mitad dedicada al alojamiento, una cuarta parte a usos agrarios y otra de naturaleza comercial. ¿Qué podía haber pasado allí? ¿Y por qué a aquella persona, que debía de estar al límite de la supervivencia, le importaba?

Volvió a leer la transcripción. Casi sonaba como si el último contacto del joven hubiera sido con el piso cuarenta, como si acabase de hablar con ellos. ¿Vendría de allí abajo? Sólo estaba a seis pisos de distancia. Se imaginó a un muchacho aterrorizado que subía por la escalera con millares de personas más. Rumores sobre una esclusa que se había abierto, muertes procedentes de abajo, gente que escapaba hacia arriba… El joven llegaba al piso cuarenta y cuatro y la presión de la gente se hacía excesiva. Informática ya estaba vacía. Se abría paso hasta la sala de servidores…

No. Negó con la cabeza. No podía ser. No sonaba bien. Había algo que no encajaba.

El apagón. Donald sintió un escalofrío a lo largo de la columna vertebral. El número cuarenta. Era el silo, no el piso. El informe comenzó a temblar en su mano. Estuvo a punto de levantarse de un salto y recorrer de un lado a otro la cafetería, pero lo único que tenía era el germen de una conexión, el atisbo de una explicación. Luchó por conectar los puntos antes de que las ideas se disolviesen en su cabeza, arrastradas por un torrente de adrenalina.

Con quien había hablado era con el silo Cuarenta. El muchacho se había encontrado sin quererlo detrás de la estación de comunicaciones del Diecisiete. No sabía que era otro silo el que llamaba. Por eso había dicho que era un piso y había preguntado lo que estaba sucediendo allí abajo. Aquel apagón, aquella ausencia de contacto, era como lo que había pasado en los silos en los que estuvo trabajando Anna.

Anna…

Se acordó de la nota que había dejado a Turman para pedirle que la despertase. Estaba dormida allí abajo. Anna sabría lo que tenían que hacer. Tendrían que haberla despertado a ella para ponerla al mando, no a él. Recogió los informes y documentos y volvió a meterlos en sus carpetas. Los trabajadores comenzaban a llegar en los ascensores. El olor de los huevos reconstituidos llegaba flotando desde la cocina. Las puertas giratorias de la cocina bombeaban el aroma al compás del tráfico que las atravesaba, pero Donald había perdido el apetito.

Desvió la mirada hacia la pantalla de la pared. ¿Sabría alguien del turno actual lo del silo Cuarenta? Puede que no. No habrían llegado a la misma conclusión que él. Turman y los demás habían mantenido lo sucedido en secreto para no provocar el pánico. Pero ¿y si el silo Cuarenta seguía ahí? ¿Y si se habían puesto en contacto con el Diecisiete? Anna decía que habían conseguido piratear el sistema principal. Habían aislado varias instalaciones con respecto al silo Uno antes de que despertaran a Anna y a Turman para que acabasen con ellas. Pero ¿y si no lo habían hecho? ¿Y si el silo Cuarenta no había sido destruido? ¿Y si el Diecisiete tampoco? ¿Y si seguían allí y la limpiadora, al salir de la cuenca, se había encontrado con que…?

Donald sintió el repentino impulso de ir a comprobarlo por sí mismo, de salir al exterior y correr hasta lo alto de la colina, sin preocuparse por el traje. Se apartó de la pantalla de la pared y se encaminó a la esclusa.

Puede que tuviese que despertar a Anna, igual que había hecho Turman. Podía instalarla en la armería. Ya lo habían hecho en su último turno, sólo que ahora no contaba con nadie de confianza que pudiera ayudarlo. No sabía cómo despertar a la gente. Pero estaba al mando, ¿no? Podía ordenarles que se lo enseñaran.

Salió de la cafetería y se acercó a la esclusa del silo, la gran puerta amarilla al mundo abierto que se extendía al otro lado. El exterior no era tan peligroso como le habían hecho creer. Salvo que él fuese inmune, simplemente. Había máquinas en su organismo que lo mantenían de una pieza cuando lo congelaban. Puede que esas mismas máquinas lo hubieran mantenido vivo allí fuera. Se acercó a la compuerta interior y miró por la pequeña portilla. El recuerdo de cuando estuvo allí dentro lo asaltó con repentina violencia. Se metió las dos carpetas bajo el brazo y se lo frotó en el mismo punto donde, mucho tiempo atrás, le habían clavado la aguja para hacerlo dormir. ¿Qué había allí fuera? La luz que llegaba desde la pantalla parpadeó al pasar una nube de polvo por delante de los sensores, y Donald comprendió lo raro que era que tuviesen una pantalla en el silo Uno. Allí todos sabían lo que le habían hecho al mundo. ¿Qué necesidad tenían de ver la ruina que habían dejado atrás?

Salvo que…

Salvo que tuviese el mismo sentido que en los demás silos. Salvo que estuviera allí para que no quisieran salir, un pavoroso recuerdo de que el planeta no era seguro para ellos. Pero ¿qué sabían realmente del mundo más allá de los silos? ¿Y cómo no iba a tener la gente la esperanza de verlo con sus propios ojos?