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Silo 1

Donald esperaba en la sala de comunicaciones a que comenzara su primera reunión con el jefe del Dieciocho. Para matar el tiempo se dedicó a jugar con los interruptores y diales que permitían controlar las cámaras del silo. Desde su asiento podía ver a todos sus habitantes. Si quería, podía incluso cambiar su destino. Habría podido acabar con todos ellos con sólo pulsar un botón. Mientras él prolongaba su existencia a través de una sucesión de congelaciones y descongelaciones, aquellos mortales seguían con sus rutinas, vivían y morían, sin saber siquiera que él podía verlos.

—Es como el más allá —murmuró.

El operador del puesto siguiente se volvió y lo miró en silencio, y Donald se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Miró al individuo, cuyo cabello negro y poblado parecía llevar un siglo sin peinarse.

—Lo que quiero decir es… es que es como una vista desde el cielo —le explicó mientras señalaba el monitor.

—Es una vista de algo, eso desde luego —asintió el operador antes de dar un bocado a su sándwich. En la pantalla, una mujer parecía estar gritándole a otra mientras la apuntaba a la cara con el dedo. Era como una comedia de televisión, sólo que sin las risas enlatadas.

Donald procuró mantener la boca cerrada. Pasó a la imagen de la cafetería del silo Dieciocho y vio cómo se agolpaban sus moradores alrededor de la pantalla de la pared. Era una pequeña multitud. Estaban contemplando fijamente las colinas sin vida, quién sabe si esperando el regreso de la limpiadora desaparecida o soñando en silencio con lo que podía haber más allá de aquellas laderas silenciosas. Donald habría querido decirles que no volvería, que no había nada detrás de la loma, a pesar de que en secreto compartía sus sueños. Había pensado en enviar uno de los drones a investigar, pero Eren le había explicado que no eran exploradores… Eran máquinas de guerra. Su alcance era limitado, le dijo. La atmósfera del exterior los haría trizas. Donald sintió el impulso de mostrarle su mano, moteada y rosa, y decirle que había estado en aquella colina y había vuelto. Quería preguntarle si de verdad era tan peligroso el aire del exterior.

Esperanza. Eso era. Peligrosa esperanza. Al ver a la gente de la cafetería con la mirada clavada en la pantalla de la pared sintió una especie de vínculo con ellos. Así era como se metían en líos los dioses de antaño, así era como se encaprichaban de los mortales y se entrometían en sus asuntos. Rió para sus adentros. Pensó en la limpiadora del grueso dossier y en lo que habría hecho por ella de haber tenido la ocasión. Puede que le hubiera dado el don de la vida de haber podido. Apolo encaprichado de Dafne.

El operador de comunicaciones miró de reojo el monitor de Donald, aquella imagen de la pantalla de la pared, y Donald se sintió espiado. Cambió a otra cámara. Era el pasillo de algo que parecía una escuela. A ambos lados había taquillas. Una niña se puso de puntillas y abrió una de las de arriba, sacó una pequeña mochila, se volvió y le dijo algo a alguien que no se veía en la pantalla. La vida continuaba de manera habitual.

—Vamos a establecer la comunicación —dijo un operador que estaba tras ellos. El hombre del sándwich lo dejó a un lado y se inclinó hacia adelante. Se sacudió las migas del pecho y sustituyó la imagen de las dos mujeres enfrascadas en su discusión por otra de una sala llena de máquinas de color negro parecidas a armarios. Donald cogió unos cascos y las dos carpetas que había sobre su mesa. La de arriba tenía casi cinco centímetros de grosor. Era la de la limpiadora desaparecida. Debajo había una mucho más fina, con el nombre de un aspirante a sombra. Una voz masculina habló por los auriculares:

—¿Hola?

Donald levantó la mirada hacia el monitor. Había una figura detrás de una de las máquinas negras. Era un hombre, rollizo y de baja estatura, a menos que se tratara de una distorsión provocada por las lentes de la cámara.

—Informe… —dijo Donald. Abrió la carpeta correspondiente a Lukas Kyle. Sabía desde el primer turno que el sistema eliminaría la entonación de su voz para que sonase idéntica a cualquiera otra que transmitiese desde allí.

—He escogido sombra conforme a sus instrucciones, señor. Un buen chico. Ha trabajado antes en los servidores, así que su acceso ya está autorizado.

Qué sumiso parecía. Donald supuso que también él actuaría así de saber que su mundo podía ser destruido con sólo pulsar un botón. El miedo ejerce un efecto represor sobre el ego de los hombres.

El operador que se sentaba junto a Donald se inclinó hacia él y sacó la primera página de la carpeta. Clavó el dedo varias veces sobre algo que había unas cuantas hojas más abajo. Donald lo leyó.

—Ya consideró al señor Kyle como posible reemplazo hace un par de años. —Levantó la mirada y vio que el hombre que había detrás del servidor de comunicaciones se secaba la nuca.

—Es cierto —confirmó el jefe del Dieciocho—. Decidimos que no estaba listo.

—Su oficina envió un informe sobre el señor Kyle en el que se lo señalaba como un posible soñador. Aquí dice que se ha pasado varios cientos de horas delante de la pantalla de la cafetería. ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

—Era un informe preliminar, señor. Lo elaboró otro… posible candidato. Con cierto exceso de celo, me temo, un individuo al que consideramos más capacitado para el equipo de seguridad. Le aseguro que el señor Kyle no sueña con el mundo exterior. Sólo sube de noche… —El hombre se aclaró la garganta y vaciló un instante—. A mirar las estrellas, señor.

—Las estrellas.

—Eso es.

Donald miró de reojo al operador que se sentaba a su lado, que se terminó el sándwich y se encogió de hombros. El jefe del silo rompió el silencio:

—Es el hombre más capacitado para el puesto, señor. Conocí a su padre. Un cabrón muy severo. Ya saben lo que dicen sobre los peldaños y las barandillas, señor.

Donald no sabía lo que decían sobre los peldaños y las barandillas. Con aquellos silos todo eran analogías sobre escaleras. Se preguntó lo que diría el tal Bernard si alguna vez llegaba a ver un ascensor. La idea estuvo a punto de provocarle una risilla.

—Su elección de sombra ha sido aprobada —dijo Donald—. Muéstrele el Legado lo antes posible.

—Ya lo está estudiando, señor.

—Bien. Ahora, ¿qué noticias tenemos sobre ese levantamiento? —Donald tenía ganas de que se apresurara, acabar cuanto antes con las tareas rutinarias para seguir investigando los asuntos que más le importaban.

El jefe del silo volvió la cabeza hacia la cámara. Aquel mortal sabía perfectamente dónde estaban escondidos los ojos de los dioses.

—Se han atrincherado en Mecánica. Intentaron ofrecer resistencia en su retirada, pero los dispersamos. Hay… una especie de barricada, pero… la atravesaremos en cualquier momento.

El operador se inclinó hacia adelante y llamó la atención de Donald. Se señaló los ojos con dos dedos y luego indicó una de las pantallas en negro de la fila superior, que correspondía a una de las cámaras que se habían desactivado durante el levantamiento. Donald sabía a qué se refería.

—¿Alguna idea sobre cómo pudieron saber lo de las cámaras? —preguntó—. Sabe que nos hemos quedado ciegos del ciento cuarenta para abajo, ¿verdad?

—Sí, señor. Sólo podemos… sólo puedo suponer que lo sabían hace tiempo. Allí abajo se encargan ellos mismos del cableado. Lo he visto en persona. Es una maraña de tuberías y cables eléctricos. No creemos que les haya informado nadie.

—No lo creen.

—No, señor. Pero estamos trabajando para infiltrar a alguien entre sus filas. Tengo un sacerdote que podemos enviar para bendecir a sus muertos. Un buen hombre. Fue sombra en Seguridad. Le prometo que ya no durarán mucho.

—Bien. Asegúrese de que es así. Nosotros estaremos aquí arreglando los desperfectos que han provocado, así que procure tener su propia casa en orden.

—Sí, señor, así será.

Los tres hombres de la sala de comunicaciones vieron cómo se quitaba los cascos y los devolvía al interior de la máquina. Luego se limpió la frente con un trapo. Mientras los demás estaban distraídos, Donald hizo lo mismo. Se secó la frente con un pañuelo que se había guardado en el bolsillo. Recogió las dos carpetas y estudió al operador situado a su lado, que tenía una nueva hilera de migas sobre el mono.

—Manténgalo vigilado —dijo.

—Desde luego.

Devolvió los cascos al estante y se levantó para marcharse. Al llegar a la puerta se detuvo un momento, volvió la mirada y vio que la pantalla del operador se había dividido en cuatro. Una de las ventanas mostraba una sala entera de torres negras como silenciosos centinelas. En otra discutían dos mujeres.