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Los días se sucedieron hasta formar una semana, y Jimmy empezó a imaginarse que las semanas acabarían por hacer lo mismo con los meses. Al otro lado de la puerta de acero, en la sala de arriba, los hombres seguían tratando de entrar. Gritaban y discutían por la radio. A veces los escuchaba, pero sólo hablaban de muertes y de cosas agonizantes y prohibidas, como el gran exterior.

En las pantallas se sucedían escenas de quietud y vasta vaciedad. A veces, un estallido de actividad y violencia las interrumpía. Vio a un hombre inmovilizado en el suelo y golpeado por otros. Vio a una mujer que pataleaba mientras la arrastraban por un pasillo. Vio a un hombre que atacaba a un niño por una barra de pan. Tuvo que apagar el monitor. Su corazón se negó a calmarse el resto del día y decidió no volver a mirar las cámaras. Aquella noche, solo en el barracón, apenas pudo dormir. Pero lo poco que durmió lo pasó soñando con su madre.

Así serían todos sus días, pensó a la mañana siguiente. Cada uno de ellos se prolongaría una eternidad, pero no habría muchos. Pronto se le agotarían. Sus días estaban numerados y se iban desgranando uno a uno; podía sentirlo.

Trasladó uno de los colchones a la sala del ordenador y de la radio. Allí sentía algo parecido a un poco de compañía. Las voces enfurecidas y las escenas de violencia eran preferibles a los camastros vacíos. Olvidó la promesa que se había hecho y tomó una sopa caliente delante de las cámaras, en busca de gente. Oyó cómo discutían sus voces en la radio. Y aquella noche, cuando soñó, sus sueños estuvieron llenos de pequeñas imágenes cuadradas, escenas de un pasado lejano. Aparecía una versión más joven de él en aquellas ventanas, mirándolo.

En sus excursiones a la sala de arriba, se acercaba subrepticiamente a la puerta de acero y oía discutir a los hombres al otro lado. Probaban con tres contraseñas, tres secuencias de pitidos a las que seguían tres zumbidos furiosos. Jimmy acariciaba la puerta de acero y le daba las gracias por permanecer cerrada.

Se alejaba sigilosamente y exploraba la cuadrícula formada por las máquinas. Emitían zumbidos y chasquidos mientras abrían y cerraban sus ojos parpadeantes, pero no decían nada. No se movían. Su presencia lo hacía sentir aún más solo, como si fuesen un aula entera de chicos mayores que optaran por ignorarlo. Al cabo de pocos días así, Jimmy descubrió otra de las Reglas del mundo: el hombre no está hecho para vivir solo. Esto era lo que descubría día tras día. Lo descubría y, tan pronto como lo había hecho, lo olvidaba, porque no había nadie allí para recordárselo. Así que empezó a hablar con las máquinas. Y ellas le respondían, con secos chasquidos y siseos emitidos desde el interior de sus gargantas metálicas, que el hombre no debía vivir solo.

Así parecían creerlo también las voces de la radio. Hablaban sobre muertes y se la prometían unas a otras. Algunas de ellas tenían las armas de las oficinas de los ayudantes. En el noventa y tantos había un hombre que quería asegurarse de que todos los demás tenían una arma. Jimmy sintió el impulso de hablarle del almacén que había abierto con su llave detrás del barracón. Había allí filas y más filas de armas como la que había usado su padre para matar a Yani. E incontables cajas de balas. Tenía ganas de contarle al silo entero que tenía más armas que nadie, y que tenía la llave del silo, así que era mejor que lo dejasen en paz, pero algo le decía que si aquellos hombres se enteraban sólo conseguiría que se esforzasen más aún por llegar hasta él. Así que se guardó sus secretos.

La sexta noche de soledad, incapaz de dormir, trató de adormecerse hojeando el libro titulado Orden que había sobre el escritorio. Era una lectura extraña, en la que cada página hacía referencia a otras y estaba repleta de terribles premoniciones sobre cosas que podían suceder y remedios para impedirlas o para mitigar los inevitables desastres. Jimmy buscó algo sobre lo que se debía hacer cuando uno estaba total e irremediablemente solo. El índice no decía nada al respecto. Y entonces se acordó de lo que contenían los centenares de cajas de metal de la estantería, junto a la mesa. Puede que en aquellos libros encontrase algo que pudiese ayudarlo.

Revisó la etiqueta que tenía cada caja en la parte inferior y cogió la que contenía el volumen «se-so» de «soledad». El contenedor emitió un leve suspiro cuando lo abrió, como una lata de sopa que succiona el aire al perforarla. Sacó el volumen y lo abrió para buscar la palabra.

Se encontró frente a la imagen de una enorme máquina con un rodillo dentado delante, parecido a uno de los aperos que utilizaban los granjeros en sus campos. La máquina, imponente, aterradora con aquella enorme rueda delante, se encontraba junto a un hombrecillo diminuto, tan pequeño que resultaba imposible de creer que fuese cierto. Jimmy creía que el hombre iba a moverse, pero al tocar la hoja descubrió que era una fotografía, como la de la tarjeta de identificación de su padre, pero tan brillante y de tan vívidos colores que parecía real.

«Segadora», leyó. Conocía la palabra, pero no tenía sentido. Las segadoras que él había visto no eran así. Estudió la fotografía y se preguntó qué absurdas razones habrían llevado a alguien a confeccionar una imagen como aquélla. Volvió con cuidado la página, lleno de curiosidad por aquella extraña máquina…

Soltó un grito y dejó caer el libro. Retrocedió de un salto mientras se daba palmadas por todo el cuerpo con las dos manos, temiendo que el bicho se le metiese bajo la camisa o lo mordiese. Se subió al colchón mientras esperaba a que se le calmase el corazón. Miró el volumen, que había caído abierto al suelo, creyendo que iba a salir un enjambre de su interior como los de los parásitos de las granjas, pero no se movió nada.

Se aproximó al libro y pasó la página con el pie. El maldito bicho no era más que otra fotografía, que encima se había doblado y arrugado al caer. Mientras la alisaba y tocaba la fotografía del insecto se preguntó qué clase de libro era aquél. No se parecía en nada a los libros infantiles con los que se había criado, ni el papel de sus hojas al de pasta como el que utilizaban en la escuela.

Al cerrarlo vio que era distinto al libro que había sobre la mesa, el que tenía la palabra «Orden» grabada en la portada. En éste decía «Legado». Lo hojeó pasando varias páginas cada vez y vio que todas ellas contenían imágenes brillantes, párrafos de texto y descripciones, una vasta ficción poblada de cosas imposibles contenida en un solo libro.

Ni siquiera eso, se dijo. Levantó la mirada hacia los enormes estantes con sus cajas de metal etiquetadas y ordenadas alfabéticamente. Volvió a buscar la segadora, una máquina mecánica que hacía parecer enano a un hombre adulto, cuando la encontró, regresó a su camastro de sábanas desordenadas. La semana de soledad se aproximaba a su final, pero ahora no parecía muy probable que Jimmy pudiera conciliar el sueño. Al menos durante mucho tiempo.