70

Jimmy se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde la última vez que había comido mientras bajaba lentamente por la escalerilla. El desayuno, antes de ir a la escuela, pero eso había sido un día antes, o puede que dos. A medio camino se imaginó a sí mismo como un trozo de comida que bajaba por un enorme cuello metálico. Eso era lo que sentía un trozo de alimento al ser ingerido. Al pie de la escalera permaneció un momento en las tripas del silo, como una cosa vacía perdida dentro de una cosa vacía. El silo no encontraría alivio a su hambre devorando algo como él. Los dos se morirían de hambre, pensó. Le gruñeron las tripas. Tenía que comer. Regresó tambaleándose por el pasillo, por las entrañas del silo.

La radio de la pared seguía siseando. Jimmy bajó el volumen hasta que el ruido de fondo resultó casi inaudible. Su padre no llamaría nunca. No sabía cómo lo sabía, pero sí sabía que formaba parte de las nuevas Reglas del mundo.

Entró en el pequeño aposento. Había una mesa lo bastante grande para cuatro personas, con las páginas de un libro esparcidas sobre ella y una aguja con su hilo enrollado encima, como una serpiente que protegiese su madriguera. Jimmy hojeó las páginas y vio que alguien había estado reparando el sitio donde se unían. Tenía el estómago tan vacío que le dolía. Y la mente estaba empezando a dolerle también.

Al otro lado de la habitación se encontraba el fantasma de su padre. Señaló las puertas y le explicó lo que había detrás de cada una de ellas. Jimmy buscó la llave a tientas sobre su pecho, la sacó y abrió la puerta de la despensa. Comida suficiente para dos personas durante diez años, eso era lo que le había dicho su padre, ¿no?

Cuando abrió la puerta de la despensa, sonó un ruido parecido al que hacen las ventosas al separarse y Jimmy sintió la caricia de una brisa contra el cuello. Encontró el interruptor de la luz en la parte exterior de la puerta, junto a otro que activaba un ruidoso ventilador. Apagó el ventilador, que le recordaba a la radio. Dentro de la habitación se encontró con estanterías repletas de latas, tan largas que tuvo que entornar la mirada para ver la pared opuesta. Nunca había visto latas como aquéllas. Se introdujo en el estrecho pasillo que separaba los estantes y empezó a buscar arriba y abajo, mientras su estómago lo apremiaba a escoger y a hacerlo de prisa. «Come, come», gruñían sus tripas. Jimmy respondió que le diesen un momento.

Tomates, remolachas y calabacines, cosas que aborrecía. Comida que había que preparar. Él quería comida comida. Había estantes enteros de maíz con etiquetas multicolores, en lugar de con los nombres garabateados con tinta negra sobre el metal, como las que siempre había visto. Cogió una de las latas y la estudió. En la etiqueta se veía un sonriente gigante de color verde. Había letras diminutas como las de los libros por todas partes. Las latas de maíz eran idénticas. Esto lo hizo sentir fuera de lugar, como si estuviese dormido y todo aquello fuese un sueño.

Después de coger una de las latas de maíz, encontró un pasillo con latas de sopa con etiquetas rojas y blancas. También cogió una. De regreso al apartamento, buscó un abrelatas. Alrededor del horno había cajones llenos de espátulas y cucharones. En un armarito había cazuelas y cazos. El cajón inferior contenía lápices de grafito, un ovillo de hilo, varias pilas hinchadas por el paso del tiempo y cubiertas de polvo gris, el silbato de un niño, un destornillador y mil cosas más.

Encontró el abrelatas. Estaba oxidado y parecía llevar años en desuso. Pero la parte cortante atravesó la blanda chapa de la lata con una leve presión y empezó a girar una vez que le aplicó la fuerza suficiente. Cortó toda la tapa y soltó una imprecación al ver que se hundía en la sopa. Sacó un cuchillo del cajón para extraerla con la punta. Comida. Al fin. Puso una cazuela en el fuego y encendió el quemador. Mientras lo hacía se acordó de su propio apartamento, de su padre y de su madre. La sopa empezó a calentarse. Jimmy esperó entre los gruñidos de su estómago, pero una parte de él era vagamente consciente de que no había nada que pudiese aplacar la verdadera comezón que sentía, el misterioso y permanente impulso de gritar con toda la fuerza de sus pulmones o dejarse caer al suelo y echarse a llorar.

Mientras esperaba a que la sopa empezase a hervir, inspeccionó las hojas de papel del tamaño de pequeñas sábanas que colgaban de la pared. Parecía que las hubieran puesto a secar, y lo primero que pensó fue que los gruesos libros que había visto debían de hacerse doblándolas o cortándolas. Pero ya estaban impresas y los dibujos que contenían eran correlativos. Pasó las manos por el suave papel y estudió los detalles de un diagrama, una serie de círculos llenos de finas líneas, con etiquetas por todas partes. Había números sobre los círculos. Tres de ellos estaban tachados con tinta roja. En todos ellos decía «silo», pero eso no tenía el menor sentido.

Tras él, algo siseaba igual que la radio, como si alguien lo estuviera llamando; el susurro de los fantasmas. Dio la espalda a los extraños diagramas y se encontró con que la sopa escupía burbujas, que resbalaban por el borde de la cazuela y se consumían echando humo al entrar en contacto con el quemador. Dejó el extraño y enorme dibujo.