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2049

Washington D. C.

Donald se alegraba de haber tomado la decisión de ir andando a la reunión con el senador. Las lluvias de la semana pasada habían remitido al fin y el tráfico en DuPont Circle estaba embotellado. Mientras avanzaba por la avenida Connecticut, ligeramente encorvado para protegerse del viento helado, se preguntó por qué habría decidido organizar la reunión precisamente en Kramerbooks. Había una docena de cafeterías mucho mejores cerca de la oficina.

Cruzó una calle lateral y subió a paso vivo el corto tramo de escalones de piedra de la entrada de la librería. La puerta principal de Kramerbooks era una de ésas de madera que los establecimientos antiguos exhibían con cierta presunción, como un testimonio de su capacidad de resistencia. Al abrirla, los goznes chirriaron y las campanillas del techo tintinearon, y una joven que estaba ordenando libros en la mesa de los más vendidos, en el centro del establecimiento, levantó la mirada y lo saludó.

La cafetería, comprobó Donald, estaba repleta de hombres y mujeres en traje de chaqueta que bebían a pequeños sorbos de tazas de porcelana blanca. No había ni rastro del senador. Donald sacó el teléfono para comprobar si había llegado demasiado pronto, pero en ese momento reparó en un agente del servicio secreto.

El fornido individuo se encontraba de pie cerca de un pasillo, junto al pequeño rincón de la librería que habían habilitado como cafetería. Donald se rió por lo bajo al constatar lo sospechosamente evidente de su condición: el auricular, el bulto a la altura de las costillas y las inevitables gafas de sol puestas, a pesar de que se encontraba dentro del establecimiento. Al aproximarse a él, los tablones del suelo evidenciaron su avanzada edad con sus gemidos.

El agente desvió la mirada en su dirección, aunque no era fácil saber si lo observaba a él o la puerta principal.

—Estoy aquí para ver al senador Turman —dijo Donald con voz ligeramente temblorosa—. Tengo una cita.

El agente movió la cabeza hacia un lado. Donald siguió el gesto y vio a Turman al final de un pasillo, hojeando libros.

—Ah, gracias. —Se internó entre las enormes estanterías de viejos volúmenes, donde la luz se atenuaba un poco y una mezcla de moho y cuero reemplazaba el olor del café.

—¿Qué te parece éste?

El senador Turman levantó un libro al ver que Donald se acercaba. Sin más saludos, sólo aquella pregunta.

Donald leyó el título, grabado en letras doradas sobre una gruesa tapa de cuero.

—No lo conozco —admitió.

El senador Turman se echó a reír.

—Pues claro. Tiene más de cien años. Y está en francés. Me refería a la encuadernación.

Le entregó el libro.

A Donald le sorprendió su peso. Lo abrió ligeramente y pasó algunas páginas. Parecía un libro de derecho, tenía su mismo peso e idéntica densidad, pero los espacios en blanco entre los diálogos evidenciaban que se trataba de una novela. Al pasar las páginas le llamó la atención su extremada delgadez. Estaban cosidas al lomo con finísimos hilos de color azul y dorado. Tenía amigos que aún preferían los antiguos libros impresos en papel, y no como elementos decorativos, sino para leerlos. Al estudiar el que tenía entre las manos, Donald pudo entender su nostálgico afecto.

—Es extraordinaria —respondió mientras lo acariciaba con las yemas de los dedos—. Es un libro muy hermoso. —Le devolvió la novela al senador—. ¿Así es como elige los libros que compra? ¿Por su aspecto exterior?

Turman se guardó el libro bajo el brazo y sacó otro.

—Sólo es una muestra para otro proyecto en el que estoy trabajando. —Se volvió hacia Donald y lo observó con ojos entornados. Donald se sintió incómodo bajo aquella mirada. Lo hizo sentir como una presa—. ¿Cómo le va a tu hermana? —preguntó el senador.

La pregunta lo cogió desprevenido. Se le hizo un nudo en la garganta.

—¿A Charlotte? Le… le va bien, supongo. La han cambiado de destino. Seguro que ya lo sabía.

—Sí. —Turman volvió a dejar el libro donde estaba y sopesó el que había recibido las alabanzas de Donald—. Me enorgulleció que se reenganchara. Es un orgullo para todo el país.

Donald pensó en lo que podía costarle a una familia el orgullo de un país.

—Sí —dijo—. Es decir, sé que mis padres estaban deseando que se quedase en casa, pero tuvo problemas para adaptarse al ritmo de vida de aquí… Lo cierto es que no creo que sea capaz de relajarse de verdad hasta que termine la guerra, ¿sabe?

—Sí. Y puede que ni siquiera entonces.

No era ésa la respuesta que Donald quería oír. Vio que el senador pasaba los dedos por un recargado lomo, repleto de protuberancias y letras en bajorrelieve. Los ojos del anciano parecían clavados en algo que había más allá de los libros.

—Puedo hacerle llegar un mensaje, si quieres —dijo—. A veces, lo único que necesita un soldado es saber que no tiene nada de malo ver a alguien.

—Si se refiere a un psicólogo, no lo aceptará. —Donald recordaba bien los cambios que había experimentado su hermana durante la época en que había acudido a terapia—. Ya lo hemos intentado.

Turman apretó los labios, que formaron una línea fina rodeada de arrugas. Su preocupación revelaba signos ocultos de su edad.

—Hablaré con ella. Estoy bastante familiarizado con el orgullo propio de la juventud, te lo aseguro. A su edad yo tenía la misma actitud. Creía que no necesitaba ayuda, que podía resolverlo todo yo solo. —Se volvió hacia Donald—. El ejército ha hecho grandes progresos. Ahora tienen pastillas que pueden ayudar a los soldados con la fatiga de guerra.

Donald negó con la cabeza.

—No. Las probó durante algún tiempo. Hacían que se le olvidasen las cosas. Y le provocaban… —Titubeó. No quería hablar de ello—… un tic.

Había estado a punto de decir «temblores», pero sonaba demasiado dramático. Y aunque agradecía la preocupación del senador —que se comportaba como si fuese miembro de la familia— no se sentía cómodo hablando de los problemas de su hermana. Se acordaba de la última discusión que habían tenido sobre las fotografías que Helen y él habían sacado en México. Le preguntó a Charlotte si se acordaba del viaje que habían hecho de niños a Cozumel, y ella había insistido en que nunca habían estado allí. La discusión había degenerado en pelea y Donald había mentido al decir que sus lágrimas eran de frustración. Parte de la vida de su hermana había desaparecido, borrada por completo, y los médicos sólo habían podido explicarlo diciendo que debía de ser algo que ella prefería olvidar. ¿Y qué podía haber de malo en ello?

Turman le puso una mano en el hombro.

—Confía en mí —dijo en voz baja—. Hablaré con ella. Sé por lo que está pasando.

Donald inclinó la cabeza.

—Sí. Muy bien. Se lo agradezco. —Estuvo a punto de añadir que no serviría de nada y que posiblemente sería contraproducente, pero la verdad es que era un gesto de agradecer. Y provenía de alguien a quien su hermana admiraba, y no de su familia.

—Y oye, Donny, pilota drones. —Turman lo estudió evaluando su preocupación—. Tampoco es que corra peligro físico.

Donald acarició el lomo de uno de los libros de la estantería.

—No, físico no.

Guardaron silencio un momento y Donald exhaló con fuerza. Desde donde estaban se oían las conversaciones procedentes de la cafetería, el tintineo de una cuchara que removía el azúcar de una taza, los ruidos de las campanillas en la vieja puerta de madera, los siseos de la leche en ebullición.

Había visto videos de lo que hacía Charlotte, imágenes grabadas por los drones y luego por los misiles que aquellos guiaban hasta sus objetivos. Su calidad era extraordinaria. Podías ver cómo los objetivos se volvían hacia el cielo con expresión de sorpresa, podías presenciar el último momento de su vida, podías repasar la grabación fotograma a fotograma para determinar —después del hecho— si se trataba del hombre al que buscabas o no. Sabía lo que hacía su hermana y con lo que tenía que lidiar.

—Antes he hablado con Mick —comentó Turman. Parecía haberse dado cuenta de que había tocado un tema muy delicado—. Os voy a mandar a Atlanta para supervisar cómo marcha la excavación.

Donald volvió a la realidad al instante.

—Claro. Sí, estará bien verlo de primera mano. La semana pasada avancé mucho con los planos. Estoy empezando a asimilar las dimensiones del proyecto. Se da cuenta de la profundidad que tiene, ¿no?

—Por eso están excavando ya los cimientos. Empezarán a rellenar las paredes exteriores en las próximas semanas. —El senador Turman le dio unas palmaditas en el hombro y señaló con la cabeza el final del pasillo, para indicarle que ya habían terminado con los libros.

—Espere. ¿Ya están excavando? —Donald echó a andar a su lado—. Sólo he terminado un primer esbozo. Confío en que dejen mi parte para el final.

—Estamos trabajando en todo el complejo al mismo tiempo. De momento están con las paredes exteriores y los cimientos, cuyas dimensiones son fijas. Iremos rellenando la estructura de abajo arriba. Completaremos cada piso antes de continuar con el siguiente. Pero por eso os necesito allí. La planificación in situ está siendo una pesadilla. Hay un centenar de cuadrillas de doce países distintos trabajando mientras los materiales se apilan por todas partes. No puedo estar en diez sitios distintos a la vez, así que necesito que comprobéis cómo van las cosas y me informéis.

Al llegar junto al agente del servicio secreto, al final del pasillo, el senador le entregó el viejo volumen con el título grabado en francés. El hombre de las gafas de sol asintió y se encaminó al mostrador.

—Mientras estás allí —continuó Turman—, quiero que te reúnas con Charlie Rhodes. Es el proveedor de la mayoría de los materiales. Pregúntale si necesita algo.

—¿Charles Rhodes? ¿El gobernador de Oklahoma?

—El mismo. Servimos juntos. Y oye, estoy pensando en ascenderos a Mick y a ti a los niveles superiores del proyecto. A nuestro equipo de dirección aún le faltan una docena de miembros. Así que seguid trabajando así de bien. Habéis impresionado a algunas personas importantes y Anna parece convencida de que podréis sacar el trabajo adelante con antelación. Dice que formáis un gran equipo.

Donald asintió. Experimentó un momento de orgullo… y también el peso de las nuevas responsabilidades sobre su ya escaso tiempo. A Helen no le gustaría saber que su participación en el proyecto podía incrementarse. De hecho, tenía la sensación de que Mick y Anna eran las dos únicas personas con las que podía compartir la noticia, las únicas con las que podía hablar. Parecía que hasta el más pequeño detalle del proyecto estaba rodeado por enrevesadas capas de autorizaciones. No habría podido decir si era por miedo a los residuos nucleares, a la amenaza terrorista o a la posibilidad de que el proyecto se viniese abajo.

El agente regresó y tomó posiciones junto al senador con una bolsa en la mano. Miró a Donald y pareció estudiarlo a través de aquellas gafas impenetrables. No por primera vez, el congresista se sintió vigilado.

El senador Turman le estrechó la mano y le dijo que lo mantuviese informado. Otro agente salió de la nada y se situó a su lado. Llevaron al senador al otro lado de la tintineante puerta, y Donald sólo consiguió relajarse una vez que se perdieron de vista.