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2312 Primera semana

Silo 17

Jimmy no quería moverse. No podía moverse. Permaneció hecho un ovillo sobre el suelo de acero mientras las luces parpadeaban sobre su cabeza, tictac, tictac, en color carmesí.

Al otro lado de la puerta había gente que le gritaba y se gritaban entre sí. Jimmy durmió a trompicones, por impulsos. Oía las sordas detonaciones de las armas y los silbidos metálicos que resonaban contra la puerta. El panel zumbaba. Con sólo introducir un dígito, ya zumbaba. El mundo entero estaba furioso con él.

Soñó con sangre. Se filtraba por debajo de la puerta e inundaba la sala. Se alzaba adoptando la forma de su padre y su madre, que lo regañaban con las bocas contorsionadas de rabia. Pero Jimmy no podía oírlos.

Los gritos al otro lado de la puerta iban y venían. Aquellos hombres estaban luchando. Luchando por llegar allí dentro, donde estarían a salvo. Jimmy no se sentía a salvo. Se sentía hambriento y solo. Tenía ganas de hacer pis.

Ponerse en pie fue la cosa más difícil que jamás hubiera hecho. La piel de la mejilla soltó un ruido parecido a un desgarro al separarse del metal. Se limpió la saliva de aquel lado de la cara y palpó las protuberancias, los profundos valles e hinchazones donde la piel parecía como cubierta de ampollas. Tenía las articulaciones rígidas y los ojos cubiertos por una costra de tanto llorar. Se arrastró tambaleándose hasta el otro lado de la sala y tiró del mono para tratar de quitárselo antes de mojarlo por accidente.

La orina cayó sobre la rejilla del suelo y resbaló por las brillantes secciones de cables formando canales de límites precisos. Le sonaban las tripas y sentía las contracciones del estómago, pero no quería comer. Quería consumirse hasta desaparecer. Desvió la mirada hacia las luces del techo, que seguían taladrándole el cráneo. Su estómago estaba furioso con él. Todo el mundo estaba furioso con él.

Volvió a la puerta y aguardó a que alguien lo llamase por su nombre. Se acercó al panel y pulsó el «1». La puerta respondió al instante con un zumbido. También estaba furiosa.

Jimmy sólo quería tenderse sobre el suelo de metal y volver a hacerse un ovillo, pero el estómago le decía que buscase algo de comer. Abajo. Abajo había camas y comida. Caminó como aturdido entre las máquinas negras, que seguían emitiendo sus chasquidos y zumbidos de costumbre, como si todo fuese normal. Las luces rojas se encendían y se apagaban. Jimmy serpenteó entre las máquinas hasta encontrar la trampilla del suelo.

Puso los pies en la escalerilla y entonces se fijó en el zumbido. Subía y bajaba al compás del parpadeo de las luces rojas. Salió del agujero y se arrastró por el suelo para ver de donde provenía. Procedía del servidor al que su padre le había quitado la tapa. No sé qué de comunicaciones, lo había llamado. ¿Adónde se había ido su padre? A buscar a su madre. Pero pasaba algo más…

Jimmy no se acordaba. Se dio unas palmaditas en el pecho y sintió la presencia de la llave sobre la clavícula. El zumbido sonaba en perfecta sincronía con las luces. La máquina estaba provocando que aquel parpadeo se le clavase en la cabeza. Metió la cabeza. Centro de comunicaciones, eso es lo que había dicho su padre. Había unos cascos colgados de un gancho. Le habría gustado que su padre estuviese allí, pero por alguna razón se le antojaba un deseo imposible. Cogió los cascos. Un cable colgaba de ellos. El extremo se parecía a algo que habían visto en las clases de informática. Buscó un sitio donde enchufarlo y descubrió una serie de conectores juntos. Uno de ellos tenía una luz parpadeante. El número «40» brillaba sobre él.

Jimmy se ajustó los cascos. Introdujo la clavija en el enchufe y apretó hasta oír un clic. Las luces del techo interrumpieron su incesante parpadeo y entonces sonó una voz, como la de la radio, sólo que más nítida.

—¿Hola? —dijo una voz.

Jimmy no respondió. Esperó.

—¿Hay alguien?

Jimmy se aclaró la garganta.

—Sí —respondió, a pesar de lo raro que le resultaba hablarle a una sala vacía. Más raro aún que la radio con su siseo. Era como hablar solo.

—¿Estáis todos bien? —preguntó la radio.

—No —respondió Jimmy. Se acordaba de la escalera, de haber caído, de Yani y de que al otro lado de la puerta había sucedido algo horrible—. No —repitió mientras se limpiaba las lágrimas de las mejillas—. ¡No estamos todos bien!

Hubo unos murmullos al otro lado de la línea. Jimmy sorbió por la nariz.

—¿Hola? —dijo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó la voz con tono de urgencia. Jimmy pensó que era una voz enfurecida. Como la gente del otro lado de la puerta.

—Todos estaban corriendo… —replicó. Se secó la nariz—. Querían subir. Me caí. Mamá y papá…

—¿Ha habido bajas? —preguntó el hombre del Cuarenta.

Jimmy pensó en el cuerpo que había visto en la escalera, con aquella herida espantosa en la cabeza. Pensó en la mujer que había caído sobre la barandilla, cuyo grito se había ido alejando hasta quedar sumido en un repentino silencio.

—Sí —afirmó.

Al otro lado de la línea, la voz escupió una maldición, furiosa pero débil. Y luego dijo:

—Hemos llegado tarde. —Volvía a sonar apagada, como si el hombre estuviese hablando con otra persona.

—¿Demasiado tarde para qué? —preguntó Jimmy.

Hubo un clic, seguido por un pitido fuerte y constante. La luz que había sobre el «40» se apagó.

—¿Hola?

Jimmy esperó.

—¿Hola?

Buscó algún botón en la caja, algún modo de hacer que las voces volviesen. Había cincuenta agujeros, con otros tantos números sobre ellos. ¿Por qué sólo cincuenta pisos? Miró de reojo los demás servidores de la sala y se preguntó si habría otros puestos de comunicaciones para el resto del silo. Aquél debía de ser el del tercio superior. Habría otro para el intermedio y otro para las Profundidades. Sacó la clavija y el tono se apagó.

Jimmy se preguntó si podría llamar a otro piso. Puede que a uno de los comerciales que había cerca de su casa. Al pasar el dedo por la fila donde estaba el «18» se dio cuenta de que faltaba el «17». No había clavija para el «17». Mientras se preguntaba por qué, las luces del techo volvieron a parpadear una vez más. Miró el conector del cuarenta, pero seguía apagado. Llamaban desde el primer piso. La luz que había sobre el «1» se encendía y se apagaba. Miró un momento la clavija que tenía en la mano, la introdujo el agujero y apretó hasta oír el clic.

—¿Hola? —dijo.

—¿Qué demonios está pasando ahí? —inquirió una voz.

Jimmy se encogió por dentro. Su padre también le había gritado así alguna vez, pero hacía mucho tiempo. No respondió porque no sabía qué decir.

—¿Eres Jerry? ¿O Russ?

Russ era su padre. Jerry era el jefe de su padre. Jimmy se dio cuenta de que no tendría que estar jugando con aquellas cosas.

—Soy Jimmy —respondió.

—¿Quién?

—Jimmy. El señor del nivel cuarenta ha dicho que habíamos llegado demasiado tarde. Le conté lo que ha pasado.

—¿Demasiado tarde? —Unas voces conferenciaron de fondo. Jimmy jugueteó con el cable. Algo estaba haciendo mal—. ¿Cómo has entrado ahí? —preguntó la voz.

—Me ha metido mi padre —respondió, azuzado por el miedo.

—Vamos a apagarlos —oyó que decía la voz—. Apagadlos ahora mismo.

Jimmy no sabía qué hacer. En alguna parte empezó a sonar un siseo. Pensó que procedía de los cascos hasta que se fijó en un vapor blanco que salía de la rejilla de ventilación del techo. Una neblina empezó a descender hacia él. Agitó la mano delante de la cara. Esperaba algo similar al humo que había inhalado una vez cuando era niño, pero aquel vapor no olía a nada. Sólo dejaba un regusto en la boca, como el de una cuchara seca. Un sabor a metal.

—… en mi puñetero turno… —masculló la persona en los cascos.

Jimmy tosió. Trató de responder algo, pero se había atragantado. El vapor dejó de salir de los respiraderos.

—Hecho —murmuró el hombre al otro lado de la línea—. Ha muerto.

Antes de que Jimmy pudiera decir nada más, la luz parpadeante del interior de la caja se apagó. Sonó un clic en los cascos y éstos volvieron a quedar en silencio. Mientras se los quitaba de la cabeza, sonó un fuerte ruido en el techo y las luces de la sala se apagaron. El ruido de los servidores a su alrededor murió también. La sala quedó totalmente a oscuras y en silencio. Jimmy no alcanzaba a ver ni su propia nariz, no se veía la mano cuando la movía delante de la cara. Pensó que se había quedado ciego y se preguntó si aquello sería lo que se sentía al morir, pero entonces oyó su pulso, un pom-pom, pom-pom en las sienes.

Sintió que le brotaba un sollozo de la garganta. Quería a su padre y a su madre. Quería su mochila, que se había dejado en la escuela como un idiota. Permaneció largo rato allí, sentado, esperando a que acudiera alguien a buscarlo, o a que se le ocurriera lo que debía hacer. Entonces se acordó de la escalera y del cuarto de abajo. Mientras empezaba a arrastrarse hacia allí, tanteando con cuidado el suelo para no caerse por el agujero, volvieron a sonar los ruidos del techo. Hubo un destello cegador y las luces se encendieron, volvieron a apagarse, parpadearon varias veces y, finalmente, permanecieron encendidas.

Jimmy se quedó helado. Las luces rojas volvían a parpadear. Regresó junto a la caja y miró en su interior. Era la luz del «40» la que se encendía y se apagaba. Pensó en responder para saber por qué estaba tan furiosa toda esa gente, pero puede que el apagón hubiera sido una advertencia. Puede que hubiera dicho algo que no debía.

Las luces del techo eran brillantes y calientes. Le recordaban a las granjas, a aquella vez, años atrás, en que su clase había hecho una excursión a los pisos intermedios y habían plantado semillas bajo las luces de crecimiento.

Se volvió hacia el servidor de la tapa abierta y buscó a tientas la clavija. Detestaba las luces parpadeantes pero no quería que le gritasen. Así que volvió a enchufar la clavija en el agujero marcado como «40» hasta oír el clic.

Las luces dejaron de parpadear al instante. Empezó a sonar una voz amortiguada procedente de los cascos, que se encontraban en el fondo del servidor. Jimmy la ignoró. Se apartó un paso de la máquina y dirigió una mirada cautelosa a las luces del techo. Tenía miedo de que volviesen a apagarse las blancas y brillantes, o de que regresasen las rojas y furiosas, pero todo siguió igual. La clavija permaneció en el agujero, el cable colgando y la voz de los cascos siguió hablando desde lejos, pero ya inaudible para él.