2312 Primer día
Silo 17
La caja de la pared era incansable. Su padre la había llamado radio. Los ruidos que emitía se parecían a los que hacían las personas al sisear y escupir. Hasta la jaula de acero que la protegía parecía una boca, con los labios separados y barrotes de hierro a modo de dientes.
Jimmy quería que se callara, pero tenía miedo de tocarla o de cambiar algo. No podía hacerlo hasta saber algo de su padre, que lo había dejado en una sala desconocida, un escondrijo entre dos de los pisos del silo.
¿Cuántos más de aquellos lugares secretos habría? Echó un vistazo a la otra sala que le había enseñado su padre, la que parecía un apartamento, con su estufa, su mesa y sus sillas. Cuando volviesen sus padres, ¿se quedarían allí a pasar la noche? ¿Cuánto tiempo se prolongaría el caos en la escalera y estaría sin ver a sus amigos? Esperaba que no mucho.
Dirigió una mirada de hostilidad a la ruidosa caja y mientras lo hacía se dio unas palmadas en el pecho para asegurarse de que la llave seguía allí. Aún tenía las costillas entumecidas por la caída y sentía que se le estaba formando un moratón en el muslo, donde se había golpeado con alguien al aterrizar. Cuando levantaba el brazo le dolía el hombro. Se volvió hacia el monitor para buscar a su madre otra vez, pero ya no estaba en la pantalla. Una multitud apelotonada se movía a sacudidas y convulsiones. La escalera se estremecía con más tráfico del que estaba construida para contener.
Alargó la mano hacia los controles que había utilizado su padre. Movió uno de los diales y la vista cambió. Ahora mostraba una sala vacía. En la esquina inferior izquierda de la pantalla se veía un «33» medio borroso. Jimmy volvió a girar el dial y se encontró con un nuevo pasillo. En el suelo había un rastro de prendas de vestir, como si alguien hubiese pasado por allí corriendo con la bolsa de la colada. No se movía nada.
Probó con un dial distinto y el número de la pantalla cambió a «32». Estaba subiendo por los niveles. Volvió a mover el primer dial hasta encontrar otra vez la escalera. Algo se encendía y se apagaba en la parte inferior de la pantalla. Había gente apoyada sobre la barandilla, con los brazos estirados y la boca abierta en gesto de mudo terror. No había sonido, pero Jimmy recordaba los gritos de la mujer que había caído antes al vacío. Estaba demasiado arriba para que fuese su madre, se dijo para tranquilizarse. Su padre la encontraría y la llevaría de vuelta con él. Su padre tenía una arma.
Movió los diales y trató de localizarlos, pero parecía que no estaban cubiertos todos los ángulos del silo. Y no sabía cómo hacer que se multiplicaran las ventanas. No se le daban mal los ordenadores —algún día pertenecería a Informática, como su padre—, pero aquella cajita era tan ilógica como las Profundidades. Bajó hasta el «34» y buscó el pasillo principal. Al final de un largo corredor se veía una brillante puerta de acero. Yani estaba tirado en el suelo, en primer plano. No se había movido, seguramente porque estaba muerto. Los hombres que antes lo rodeaban habían desaparecido, y había otro cuerpo al final del pasillo, cerca de la puerta. El color de su mono indicaba que no era su padre. Posiblemente lo hubiera abatido él al salir. Habría preferido que no se fuese solo.
Sobre su cabeza seguían parpadeando furiosamente las luces rojas, y la imagen de la pantalla no se movía. Jimmy comenzó a sentirse inquieto y echó a andar en círculos. Se acercó al escritorio de madera que había junto a la pared de enfrente y empezó a hojear el grueso libro. Contenía una auténtica fortuna en papel, perfectamente recortado y extrañamente suave al tacto. Tanto la mesa como la silla eran de madera genuina, no de cualquiera material pintado para parecerlo. Lo confirmó arañándolas con un dedo.
Cerró el libro y comprobó la tapa. La palabra «Orden» estaba grabada en gruesas letras sobre la cubierta. Volvió a abrirlo y se dio cuenta de que le había hecho perder la página a su anterior lector. A poca distancia, la radio seguía siseando con violencia. Se volvió y miró la pantalla, pero en el pasillo no estaba sucediendo nada. El ruido empezaba a crisparle los nervios. Pensó en hacer un intento de bajar el volumen, pero le daba miedo apagarla por accidente. Si estropeaba algo, su padre no podría ponerse en contacto con él.
Reemprendió su paseo. En una esquina había una estantería llena de contenedores de metal, extendida desde el suelo hasta el techo. Al coger uno, comprobó que era muy pesado. Tuvo que pelearse un rato con la tapa hasta averiguar cómo se abría. Pero cuando lo hizo, con un suave suspiro, Jimmy encontró un libro en su interior. Se volvió hacia los contenedores de la estantería y pensó en la inmensa fortuna que contenían. Devolvió el libro a su sitio, convencido de que no encontraría en él otra cosa que palabras aburridas, como le había pasado con el que estaba sobre la mesa.
Volvió a la otra mesa. Examinó el ordenador y vio que no estaba encendido. Todas las luces estaban apagadas. Siguió el cable desde la caja negra con interruptores y descubrió que un cable distinto unía el monitor y el ordenador. La máquina que controlaba las ventanas —la que podía ver desde lejos y al otro lado de las esquinas— no estaba conectada al ordenador. El botón de éste no funcionaba. Había una ranura para una llave. Jimmy se inclinó para inspeccionar las conexiones de la parte trasera, para asegurarse de que estaba todo enchufado, pero entonces, tras un crujido, sonó una voz en la radio.
—… necesitamos su informe. Hola…
Jimmy se golpeó la cabeza contra la parte inferior de la mesa. Corrió hacia la radio, que había vuelto a sisear. Cogió la cosa que había al final del cable largo —el trasto al que su padre había llamado «micrófono»— y pulsó el botón.
—¿Papá? ¿Eres tú, papá?
Lo soltó y levantó la mirada. Aguzó el oído en busca de pasos, mientras esperaba que las luces dejasen de parpadear. En los monitores, el pasillo seguía vacío. Tal vez tuviera que salir allí a esperar.
En la radio volvió a sonar una voz:
—¿Comisario? ¿Quién es?
Jimmy pulsó el botón.
—Soy Jimmy. Jimmy Parker. ¿Quién…? —El botón le resbaló del dedo y el ruido de la estática volvió a aparecer. Tenía las palmas de las manos sudorosas. Se las limpió en el mono y volvió a pulsar el botón.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿Eres el hijo de Russ? —Hubo una pausa—. Hijo, ¿dónde estás?
No quería decirlo. La radio siguió siseando.
—Jimmy, aquí el ayudante Hines —continuó la voz—. Que se ponga tu padre.
Jimmy se disponía a pulsar el botón para decir que su padre no estaba allí cuando sonó otra voz. La reconoció al instante.
—Mitch, soy Russ.
¡Su padre! Había muchísimo ruido de fondo, gritos de gente. Jimmy agarró el dispositivo con ambas manos.
—¡Papá! ¡Vuelve, por favor!
En la radio volvió a sonar la voz de su padre.
—James, calla. Mitch, necesito que… —Parte de lo que decía se perdió en el ruido de fondo—… y detengas el tráfico, hay gente que está muriendo aplastada aquí abajo.
—Recibido.
Su padre le estaba hablando al ayudante. Y el ayudante actuaba como si su padre fuese su superior.
—Hemos tenido una brecha arriba —continuó—, así que no sé de cuánto tiempo dispones, pero probablemente seas el comisario hasta el final.
—Recibido —volvió a decir Mitch. La radio hacía que su voz sonase temblorosa.
—Hijo —gritó su padre, luchando para hacerse oír por encima de una terrible algarabía de gritos y chillidos—. Voy a buscar a tu madre, ¿de acuerdo? Tú quédate ahí, James. No te muevas.
Jimmy se volvió hacia el monitor.
—Vale —asintió. Con las manos temblorosas, volvió a dejar el micrófono colgado de su gancho y regresó junto a la caja negra de los mandos. Se sentía impotente y solo. Tendría que haber estado ahí fuera, echando una mano. Se preguntó cuánto tardarían sus padres en volver, cuándo podría volver a ver a sus amigos. Esperaba que no mucho.