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Al otro lado del pasillo había un hombre sentado frente a una mesa que una vez había sido la de Donald. Cuando dirigió la mirada hacia allí, Donald se encontró con que el hombre se la devolvía. Estaba acostumbrado a mirar el pasillo desde el otro lado. Y mientras en su antiguo despacho aquel hombre —más grueso que él y con menos pelo— parecía dedicarse a una partida de solitario, Donald se enfrentaba a su propio rompecabezas.

Los viejos códigos de acceso de Troy no funcionaban. Probó otros, sus antiguas contraseñas para los cajeros automáticos, con idéntico resultado. Permaneció allí sentado pensando, sin atreverse a intentarlo más por si se equivocaba demasiadas veces. Tenía la sensación de que sus códigos funcionaban aún el día antes. Pero habían sucedido muchas cosas entretanto. Habían pasado muchos turnos. Y alguien había intercambiado sus identidades.

Todo apuntaba a Erskine, el viejo inglés que se había quedado atrás para coordinar los turnos. Erskine le había cogido simpatía. Pero ¿qué sentido tenía? ¿Qué esperaba que hiciese Donald?

Durante un momento fugaz, consideró la posibilidad de ponerse en pie, salir al pasillo y decir «No soy Turman, el Pastor, ni Troy. Me llamo Donald y no tendría que estar aquí».

Tendría que decirles la verdad. Tendría que acometerlos con ella, por muy absurda que le pareciese a todos. «¡Me llamo Donald!» sintió deseos de gritar, como había hecho en su día aquel anciano, Hal. Lo atarían a una camilla a la altura de los tobillos y lo devolverían al glorioso sueño. O puede que lo enviaran fuera, a las colinas. O que lo enterrasen, como habían hecho con su esposa. Pero gritaría y gritaría hasta que él mismo acabase creyendo que era quien decía ser.

En cambio, lo que hizo fue probar con el nombre de Erskine y su propia contraseña. Otra alerta en rojo le informó de que los datos no eran correctos, y el deseo de desenmascararse a sí mismo pasó tan de prisa como había llegado.

Estudió el monitor. No parecía haber un número limitado de intentos fallidos, pero ¿cuánto tiempo le quedaba hasta que volviese Eren? ¿De cuánto tiempo disponía antes de tener que explicar que no había podido iniciar la sesión? Quizá pudiese cruzar el pasillo, interrumpir la partida de solitario del jefe del silo y pedirle que le facilitara su clave. Podía atribuir su olvido al aturdimiento provocado por su reciente despertar. Esa excusa había funcionado hasta entonces. Se preguntó durante cuánto tiempo podría seguir aferrándose a ella.

Casi sin pensar, probó el nombre de Turman y su propia contraseña, 2156.

La pantalla de entrada desapareció, reemplazada por el menú principal. La sensación de que era la persona equivocada se intensificó. Movió los dedos de los pies. El espacio extra de que disponía dentro de aquellas botas grandes le proporcionaba consuelo. En la pantalla apareció un sobre parpadeante que ya conocía. Turman tenía mensajes.

Pulsó el icono y bajó hasta el mensaje sin leer más antiguo, en busca de cualquier cosa que le sirviera para explicar cómo había llegado hasta allí o cualquier información procedente del último turno de Turman. Las fechas iban de más a menos por siglos; era aterrador verlas pasar así. Informes de población. Mensajes automatizados. Respuestas y reenvíos. Vio un mensaje de Erskine, pero no era más que una nota sobre el desbordamiento del número de individuos en sueño profundo en uno de los pisos inferiores de las cámaras criogénicas. Los cuerpos inútiles se estaban amontonando, al parecer. Otro mensaje, más abajo, estaba marcado como importante. El nombre de Victor figuraba en la columna del destinatario, lo que captó la atención de Donald. Debía de ser de antes del segundo turno de Donald. Victor ya estaba muerto la última vez que lo despertaron. Abrió el mensaje.

Mi querido amigo:

Estoy seguro de que cuestionarás lo que estoy a punto de hacer, que lo verás como una violación de nuestro pacto, pero yo lo veo más bien como una reestructuración del calendario. Han aparecido nuevos hechos que nos obligan a acelerar un poco las cosas. Al menos en mi caso. A ti ya te llegará el momento.

En los últimos días he descubierto por qué una de nuestras instalaciones ha vivido más agitación de la que le correspondería. Hay allí alguien que recuerda, y esa persona altera y confirma a un tiempo todo lo que sé sobre la humanidad. Se ha abierto un espacio susceptible de llenarse. El miedo se esparce porque la limpieza es adictiva. Al comprender esto, mucho de lo que nos hemos hecho unos a otros resulta obvio. Explica el gran dilema de por qué las sociedades más deprimidas son aquéllas con menos deseos. Al llegar a la verdad, siento un impulso procedente de tiempos pasados, el de sintetizar una teoría para presentársela a una sala llena de colegas. Pero lo que he hecho ha sido ir a una sala polvorienta a buscar una arma.

Tú y yo hemos pasado buena parte de nuestra vida adulta conspirando para salvar el mundo. Varias vidas adultas, en realidad. Y ahora que lo hemos hecho, me planteo una pregunta distinta, una pregunta para la que temo no tener respuesta (o carecer de valor para buscarla). Así que te pregunto a ti, mi viejo amigo: ¿merecía el mundo que lo salváramos? ¿Merecemos nosotros que nos salven?

Emprendimos esta gran empresa dando por sentado que sí. Pero ahora, por primera vez, me lo pregunto. Y mientras que considero que la purificación del mundo podría ser el gran logro que nos defina, la salvación de la humanidad podría haber sido nuestro mayor error. Puede que el mundo esté mejor sin nosotros. Carezco de la voluntad necesaria para decidirlo. Eso lo dejo en tus manos. El último turno, amigo mío, es tuyo, porque la tarea concluye en él. El pacto que hicimos hace ya tanto tiempo me atormenta como nunca lo había hecho. Y siento que lo que estoy a punto de hacer… es la salida fácil.

VINCENT WAYNE DIMARCO

Donald volvió a leer el último párrafo. Era una nota de suicidio. Turman lo había sabido. Desde el principio, mientras él trataba de comprender lo que le había pasado en su último turno, Turman lo había sabido. Aquella nota estaba en su poder y no se la había enseñado a los demás. Y le había faltado poco para llegar a la conclusión de que lo habían asesinado. Salvo que la nota fuese una falsificación… Pero no, se sacó esta idea de la cabeza. Ese tipo de paranoias podían entrar en una espiral de descontrol y prolongarse hasta el infinito. Tenía que aferrarse a algo.

Con el corazón apesadumbrado, guardó el mensaje y subió por la lista en busca de más pistas. Cerca de la parte más alta había un mensaje cuyo asunto era «Urgente: el Pacto». Donald lo abrió. El texto era muy breve. Decía simplemente:

Despiértame cuando leas esto.

ANNA

(barquilla 20391102)

Donald parpadeó rápidamente al ver el nombre. Desvió la mirada hacia el jefe del silo, al otro lado del pasillo, y oyó que unos pasos se dirigían hacia él. Tenía erizada toda la piel de los brazos. Se los frotó, se secó las lágrimas de los ojos y leyó la nota una segunda vez.

Estaba firmada «Anna». Tardó un momento en darse cuenta de que no era para él. Era una nota entre una hija y su padre. No estaba fechada, lo que resultaba curioso, pero se encontraba muy cerca de la cabecera de la lista. ¿Sería de después del turno que habían pasado juntos? Puede que padre e hija hubieran estado despiertos recientemente. Estudió el número que indicaba abajo. 20391102. Parecía una fecha. Una fecha antigua. ¿Inscrita en un medallón, quizá? Algo que podían entender los dos… ¿Y la mención al Pacto en el asunto? Era el nombre con el que los silos designaban a su constitución. ¿Qué podía tener de urgente?

La llegada de los pasos por el pasillo rompió su concentración. Eren dobló la esquina y llegó al despacho en pocos instantes. Rodeó la mesa, colocó dos carpetas junto al teclado y entonces, al mismo tiempo que Donald movía precipitadamente el ratón para minimizar el mensaje, levantó la mirada hacia la pantalla.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Donald—. ¿Ha conseguido hablar con todos?

—Sí. —Eren sorbió por la nariz y se rascó la cabeza—. El jefe del silo Dieciséis se lo ha tomado mal. Lleva en el puesto mucho tiempo. Demasiado, supongo. Sugirió clausurar la cafetería o apagar las pantallas de la pared, por si acaso.

—Pero no lo va a hacer.

—No, le dije que ése sólo sería el último recurso. No hay necesidad de provocar el pánico. Sólo queríamos que estuvieran al corriente.

—Bien, bien. —A Donald le gustaba que fuese otro el que pensase. Eso aliviaba la presión que sentía—. ¿Necesita su mesa? —Hizo ademán de cerrar la sesión.

—No, puede quedarse, si quiere. —Consultó el reloj de la esquina de la pantalla del ordenador—. Yo me encargaré del turno de tarde. ¿Cómo se encuentra, por cierto? ¿Algún temblor?

Donald negó con la cabeza.

—No. Estoy bien. Cada vez es más fácil.

Eren se echó a reír.

—Sí. Ya he visto la cantidad de turnos que ha hecho. Incluido uno doble, hace algún tiempo. No lo envidio, amigo mío. Pero parece estar aguantando bastante bien.

Donald tosió.

—Sí —asintió. Cogió la primera de las carpetas y leyó la portada—. ¿Es lo que tenemos sobre el Diecisiete?

—Sí. La más voluminosa es la de su limpiadora. —Dio unos golpecitos con el dedo sobre la otra—. Tal vez quiera hablar con el jefe del Dieciocho más tarde. Está bastante afectado y se culpa a sí mismo por lo ocurrido. Se llama Bernard. En los pisos inferiores de su silo se rumorea que la limpieza ha salido mal, así que contempla un más que probable alzamiento. Seguro que le alegrará tener noticias suyas.

—Sí, claro.

—Ah, y ahora mismo no tiene un segundo oficial. Tuvo problemas con su última sombra y está buscando un reemplazo. Espero que no le importe, pero lo he apremiado a hacerlo cuanto antes. Por si acaso.

—No, no. Está bien. —Donald hizo un ademán—. No estoy aquí para entrometerme. —Pero no añadió que no tenía ni la menor idea de para qué estaba allí.

Eren sonrió y asintió.

—Estupendo. Bueno, si necesita algo, llámeme. El tipo del otro lado del pasillo se llama Gable. Antes ocupaba un puesto aquí, pero no encajaba. Le dimos una alternativa y optó por un reinicio en lugar de la congelación profunda. Un buen chico. Un jugador de equipo. Estará aquí varios meses más. Puede recurrir a él para todo lo que necesite.

Donald estudió al hombre del otro lado del pasillo. Recordó la sensación de vacío que se sentía al estar sentado en aquella mesa, la nada que lo había llenado. Su presencia allí había sido un hecho insólito, un intercambio con su amigo Mick en el último minuto. Nunca se había parado a pensar cómo habían seleccionado a todos los demás. La idea de que alguien pudiera presentarse voluntario para un puesto así lo llenaba de tristeza.

Eren le tendió una mano. Donald, tras estudiarla un momento, se la estrechó.

—Siento que hayamos tenido que despertarlo de este modo —se disculpó el otro mientras le daba un apretón—. Pero, bueno, he de admitir que me alegro mucho de que esté aquí.