Su apartamento estaba a un corto trecho de las oficinas centrales, cosa que Donald imaginaba premeditada. Le recordó al despacho del director ejecutivo de una empresa que había visto una vez, con un dormitorio contiguo. Lo que le había impresionado al principio le pareció deprimente una vez que comprendió por qué estaba allí.
Golpeó con los nudillos la puerta de la oficina de Personal. Siempre los había visto como loqueros, gente que estaba allí para mantener cuerdos a los demás. Ahora se daba cuenta de que en realidad sólo eran los locos que estaban al mando de la locura. Lo único que ya veía en la puerta era «OPS». Operaciones. Los jefes de los jefes de los jefes. El despacho situado al otro lado del pasillo era donde residía la supuesta autoridad de la operación. Donald se acordó de que cada silo contaba con un alcalde, encargado de estrechar manos y guardar las apariencias, al igual que el mundo de antes tenía sus presidentes, gente que iba y venía. Pero eran los hombres entre bambalinas los que ostentaban el poder de verdad, hombres cuyos mandatos no estaban limitados. El hecho de que aquel silo se rigiese por el mismo principio no tendría por qué haberlo sorprendido. Simplemente, era la única manera que conocían aquellos hombres de controlar las cosas.
Volvió a llamar, esta vez un poco más fuerte. Eren levantó la mirada del ordenador y su expresión, una dura máscara de concentración, se disolvió en una cálida sonrisa.
—Pase —dijo al tiempo que se levantaba de su asiento—. ¿Necesita la mesa?
—Sí, pero no se vaya. —Donald atravesó la habitación con cautela. Seguía teniendo las piernas medio dormidas, y se fijó en que mientras que su mono blanco estaba inmaculado, el de Eren exhibía las arrugas y el desgaste de un hombre que se acercaba al sexto mes de su turno. A pesar de ello, el jefe de Operaciones parecía vigoroso y alerta. Llevaba la barba bien recortada en el cuello y salpicada apenas por unas pinceladas de plata. Ayudó a Donald a tomar asiento en el sillón acolchado que había al otro lado de la mesa.
—Aún no tenemos el informe completo sobre esa limpiadora —dijo Eren—. El jefe del Dieciocho nos ha advertido de que es bastante voluminoso.
—¿Antecedentes? —Donald imaginaba que una persona a la que habían mandado a limpiar debía de tener antecedentes.
—Oh, sí. Se rumorea que era comisaria. No sé si me lo trago. Aunque no sería el primer agente de la ley que quiere salir.
—Pero sí el primero que desaparece —especuló Donald.
—Que yo sepa, sí. —Eren cruzó los brazos y se apoyó en la mesa—. El que más se había acercado hasta ahora era el caballero al que detuvo usted. Supongo que por eso el protocolo establece que lo despertemos. He oído que algunos de los chicos lo llaman «el Pastor». —Eren se echó a reír.
Donald se encogió al oír el mote. Se sentía más oveja que pastor.
—Hábleme del Diecisiete —pidió para cambiar de tema—. ¿En el turno de quién sucedió?
—Podemos mirarlo ahora mismo. —Eren hizo un ademán en dirección al teclado.
—Aún tengo los dedos un poco… eh, entumecidos —dijo Donald. Deslizó el teclado hacia Eren, quien titubeó un momento antes de levantar las posaderas de la mesa. El director de Operaciones se inclinó sobre las teclas y abrió la lista de los turnos. Donald trató de seguir lo que estaba haciendo en la pantalla. Eran archivos a los que nunca había tenido acceso, menús con los que no estaba familiarizado.
—Parece ser que era Cooper. Creo que una vez acabé un turno cuando empezaba el suyo. El nombre me suena. He mandado que le traigan también esos archivos.
—Bien, bien.
Eren enarcó las cejas.
—Revisó los informes sobre el Diecisiete en su último turno, ¿no?
Donald no sabía si Turman había estado despierto desde entonces. Hasta donde él sabía, era perfectamente posible que sí.
—Es difícil recordar bien las cosas —dijo, algo que era cierto—. ¿Cuántos años han pasado?
—Ah, claro. Estaba usted en congelación profunda, ¿no?
Donald suponía que sí. Eren tamborileó con un dedo sobre la mesa y la mirada de Donald se desvió hacia el hombre que había al otro lado del pasillo, sentado delante de su ordenador. Recordaba lo que se sentía cuando eras la persona que estaba teóricamente al mando y te preguntabas de qué hablarían los médicos de blanco al otro lado del pasillo. Sólo que ahora él era uno de los hombres de blanco.
—Sí, estaba en congelación profunda —respondió. No habrían trasladado su cuerpo, ¿verdad? Simplemente, Erskine o cualquier otro habría modificado las entradas de la base de datos. Puede que fuese así de sencillo. Un pequeño truco informático, dos números de referencia cambiados y un hombre pasaba a vivir la vida de otro—. Me gusta estar cerca de mi hija —le explicó.
—Sí, no lo culpo. —Las arrugas de la frente de Eren se atenuaron—. Mi esposa está ahí abajo. Todavía cometo el error de bajar a visitarla al comienzo de cada turno. —Respiró hondo y señaló la pantalla—. El Diecisiete se perdió hace cosa de treinta años. Tendría que mirarlo para saber la fecha exacta. La causa aún no está clara. No hubo ningún indicio de descontento previo, así que no tuvimos mucho tiempo para reaccionar. Había una limpieza programada, pero la esclusa se abrió un día antes de tiempo, cuando no debía. Puede que fuese una avería o un sabotaje. No lo sabemos. Los sensores alertaron de un escape de gas en los niveles inferiores y la multitud intentó llegar arriba. Tiramos de la cadena cuando estaban saliendo por la escotilla. Casi no llegamos a tiempo.
Donald se acordó del silo Doce. Aquella instalación había perecido de manera similar. Se acordó de la multitud dispersándose por la ladera, de un chorro de humo blanco, de gente que daba la vuelta y trataba de volver al interior.
—¿No hubo supervivientes? —preguntó.
—Unos pocos rezagados. Perdimos la conexión por radio y las imágenes de las cámaras, pero seguimos haciendo llamadas de rutina, por si había alguien en la sala de seguridad.
Donald asintió. Todo según el manual. Recordaba las llamadas al Doce después de que lo apagasen. Recordaba que nadie había contestado.
—Alguien respondió el mismo día que cayó el silo —rememoró Eren—. Creo que era una sombra o un técnico joven. Hace una eternidad que no leo las transcripciones. —Pasó las páginas del dossier—. Parece ser que enviamos los códigos de desplome justo después de aquella llamada, como medida de precaución. Así que aunque la limpiadora llegase hasta allí, lo único que se encontraría es un agujero en el suelo.
—Puede que siga caminando… —apuntó Donald—. ¿Qué hay más allá? ¿El Dieciséis?
Eren asintió.
—¿Por qué no los llama? —Donald trató de recordar la disposición de los silos. Era una de las cosas que supuestamente debía conocer—. Y llame también a los demás silos que rodean al Diecisiete, por si nuestra limpiadora decidiese cambiar de dirección.
—Así lo haré.
Eren se levantó y Donald volvió a asombrarse de que lo tratasen como si estuviese al mando. Estaba empezando a sentir que era así. Como cuando lo eligieron para el Congreso, toda aquella responsabilidad depositada sobre sus hombros de la noche a la mañana…
Eren alargó las manos hacia el teclado y cerró la sesión pulsando dos de las teclas de función del ordenador. Luego salió al pasillo mientras Donald se quedaba mirando los recuadros de nombre de usuario y contraseña.
De repente, ya no estaba tan seguro de tener el mando.