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Silo 1

Donald no sentía los dedos. Llevaba los pies desnudos y aún no se le habían descongelado del todo. Estaba descalzo, pero a su alrededor todos llevaban botas. Botas por todas partes. Botas en los pies de los hombres que lo empujaban entre las hileras de cápsulas relucientes. Botas en los pies de quienes le sacaron sangre y le dijeron que orinase. Botas tiesas que rechinaban en el ascensor cuando los hombres que las llevaban se movían en el sitio, inquietos. Y ya arriba, botas que se movían de acá para allá por una sala frenética, una sala repleta de gritos y gestos ceñudos de nerviosismo. Lo llevaron hasta un pequeño aposento y allí lo dejaron solo para que se asease y terminara de deshelarse. Al otro lado de la puerta había más botas corriendo de un lado a otro, arriba y abajo. Corriendo, corriendo. Había despertado en un mundo de preocupación, confusión y ruido.

Seguía medio dormido, sentado en una cama, mientras su conciencia flotaba en algún lugar situado sobre el suelo. Un profundo agotamiento se había apoderado de él. Volvía a estar en los tiempos de la superficie, cuando dejar de dormir y despertar eran cosas distintas. Mañanas en las que recobraba el sentido en la ducha, o al volante, ya de camino al trabajo, mucho después de haber empezado a moverse. La mente marchaba rezagada con respecto al cuerpo; nadaba a través del polvo que levantaban al arrastrarse unos pies entumecidos. Así era el despertar tras décadas de congelación profunda. Unos sueños de los que apenas era consciente se le escurrían entre los dedos, pero Donald se alegraba de dejarlos escapar.

El aposento al que lo habían llevado se encontraba al final del mismo pasillo en el que estaba su antiguo despacho. Habían pasado por delante de la puerta de camino allí. Eso quería decir que estaba en el ala de operaciones, el sitio en el que trabajaba antes. Al pie de la cama había un par de botas. Donald se las quedó mirando con expresión vacía. Tenían el nombre «Turman» pintado en los tobillos con rotulador. Las letras se mostraban desgastadas. Por alguna razón, las habían dejado allí para él. Lo habían estado llamando señor Turman desde que lo habían despertado, pero ése no era su nombre. Era un error. Un error o una broma cruel. Una especie de juego.

Quince minutos para prepararse. Eso era lo que le habían dicho. ¿Prepararse para qué? Donald permaneció sentado en la cama doble, envuelto en una manta, sacudido por escalofríos ocasionales. Le habían dejado la silla de ruedas. Los recuerdos y pensamientos acudían renuentes, como soldados exhaustos despertados en mitad de la noche para formar bajo una lluvia glacial.

«Me llamo Donald», se recordó a sí mismo. No debía olvidarlo. Aquélla era la cosa primordial y más importante: su identidad.

Fue recobrando la conciencia y la capacidad sensorial. Empezó a sentir la deformación del colchón, con el tamaño y la forma de otro hombre. Aquel hueco dejado por otro lo perturbaba. En la pared, detrás de la puerta, había un boquete excavado por un golpe del picaporte. Alguien había abierto la puerta violentamente. Una emergencia, quizá. Una pelea o un accidente. Alguien que había irrumpido allí. Una escena de violencia. Siglos de historias que él desconocía. Quince minutos para recomponer sus pensamientos.

Había una placa de identificación en la mesita de noche, con un código de barras y un nombre. Sin fotografía, afortunadamente. Donald la tocó y recordó haber visto cómo se utilizaba. La dejó donde estaba y se levantó sobre unas piernas todavía inestables. Se apoyó en la silla de ruedas y se encaminó al pequeño cuarto de baño.

Tenía un vendaje en el brazo donde el médico le había sacado la sangre. El doctor Wilson. Ya había entregado una muestra de orina, pero volvía a tener la vejiga llena. Dejó caer la manta y se plantó sobre el retrete. El líquido era rosa. Donald creía recordar que en su último turno había sido de color carbón. Al terminar, se metió en la ducha para lavarse.

El agua estaba caliente y él tenía los huesos helados. Se estremeció en medio de una nube de vapor. Dejó que el chorro le cayese sobre la lengua y le llenase la boca. Se frotó la piel tratando de sacarse el recuerdo del veneno en la carne, un recuerdo que parecía imposible de limpiar. Por un momento no fue agua caliente lo que le cayó sobre la piel, sino aire. El aire del exterior. Pero entonces cerró el grifo y la quemazón remitió.

Se enrolló una toalla alrededor de la cintura y salió en busca del mono que le habían dejado. Era demasiado grande. Se lo puso de todos modos. El roce de la tela sobre una piel que llevaba desnuda quién sabe cuánto le resultó áspero. Llamaron a la puerta cuando estaba subiéndose la cremallera hasta el cuello. Alguien dijo un nombre que no era el suyo, un nombre que figuraba en la parte trasera de las botas que descansaban perfectamente inmóviles a los pies de la cama, un nombre que aparecía también en la placa de la mesita de noche.

—Voy —respondió Donald con voz rota y débil. Se guardó la placa en el bolsillo y se sentó pesadamente sobre la cama. Se remangó toda la tela del mono que le sobraba antes de ponerse las botas despacio. Tras atarse los cordones con dificultades, se incorporó y descubrió que podía menear los dedos de los pies en el interior del calzado.

Muchos años antes, un simple cambio de título había promocionado a Donald Keene. El poder y la importancia habían acudido a él en un instante. Durante la mayor parte de su vida había sido un hombre al que poca gente prestaba atención. Un hombre con un título universitario, una sucesión de empleos, una esposa y una casa modesta. Hasta que una noche, un ordenador hizo un recuento de papeletas y Donald Keene se transformó en el congresista Keene. Se convirtió en uno de los pocos centenares cuyas manos podían participar de la tarea de empujar y manejar el gran timón, de dirigir la nave.

Había sucedido de la noche a la mañana y ahora estaba sucediendo de nuevo.

—¿Cómo se siente, señor?

El hombre que había entrado en el aposento miraba a Donald con preocupación. En la placa que llevaba al cuello se leía «Eren». Era el jefe de Operaciones, el hombre que se sentaba a la mesa principal de los loqueros, al final del pasillo.

—Un poco aturdido aún —respondió Donald en voz baja. Un individuo con el mono azul pasó corriendo por delante de la puerta y desapareció tras el recodo. Lo siguió una suave brisa, una bocanada de aire que olía a café y a sudor.

—¿Está en condiciones de caminar? Siento todas estas prisas, pero estoy seguro de que está acostumbrado. —Eren señaló el pasillo—. Nos esperan en la sala de comunicaciones.

Donald asintió y frunció el ceño. Recordaba aquellos pasillos más silenciosos, los recordaba sin el ruido de tantas pisadas y voces alzadas. En las paredes había marcas de roces que le parecían nuevas. Recuerdos de todo el tiempo que había transcurrido.

Al entrar en la sala de comunicaciones todos los ojos se volvieron hacia él. Había algún problema. Donald se dio cuenta. Eren le acercó una silla y todos lo miraron y esperaron. Se sentó y vio que había una imagen congelada en la pantalla, frente a él. Alguien pulsó un botón y la imagen se puso bruscamente en movimiento.

Una densa capa de polvo la cubría, lo que impedía ver con claridad. Los nubarrones pasaban volando en masas turbulentas. Pero allí, entre los huecos, podía verse una figura que, embutida en un traje voluminoso, avanzaba por un paisaje desolador y ascendía por una ladera en dirección contraria a la cámara. Era alguien que estaba en el exterior.

Donald se preguntó si sería él, años atrás. El traje le resultaba familiar. Puede que hubiesen grabado aquel estúpido acto, su intento de morir como un hombre libre. Y que ahora lo hubieran despertado para mostrarle aquella prueba condenatoria. Se preparó para escuchar la acusación y recibir el castigo…

—Esto ha sucedido esta misma mañana —le informó Eren.

Donald asintió y trato de sosegarse. El de la pantalla no era él. No conocían su verdadera identidad. Un torrente de alivio lo atravesó, en marcado contraste con el nerviosismo de la sala y los gritos y pasos precipitados del pasillo. Se acordó entonces de que al sacarlo de la cápsula le habían contado que alguien había desaparecido al otro lado de una colina. Era lo primero que le habían dicho. Ésa era la persona de la pantalla. Por eso lo habían despertado. Se pasó la lengua por los labios y preguntó quién era.

—Estamos preparándole un dossier ahora mismo, señor. No tardará mucho. Lo que sabemos es que esta mañana había una limpieza programada en el Dieciocho. Sólo que…

Eren titubeó. Donald apartó la mirada de la pantalla y vio que el director de Operaciones miraba a los demás en busca de ayuda. Uno de ellos —un hombre grande, con el mono naranja y pelo ensortijado, que llevaba unos cascos alrededor del cuello— fue el primero en prestársela.

—La limpieza no se produjo —declaró sin entonación alguna en la voz.

Varios de los hombres de las botas se pusieron tensos. Donald recorrió el lugar con la mirada y vio que todas las miradas de la multitud que se había congregado en la pequeña sala de comunicaciones estaban fijas en él. Expectantes. El director de Operaciones bajó la mirada hacia el suelo, en gesto de derrota. A juzgar por su aspecto, debía de rondar los cuarenta, la misma edad que Donald, pero aun así allí estaba, esperando recibir una reprimenda. Eran ellos los que tenían problemas, no él.

Donald trató de pensar. La gente que estaba al mando de todo se había vuelto hacia él en busca de consejo. Pasaba algo extraño con los turnos, algo malo. Él había trabajado con el hombre que creían que era, el hombre cuyo nombre figuraba en su placa y sus botas. Turman. Se sentía como si el día antes hubiera estado en aquella misma sala, hablando con aquel hombre de igual a igual, siquiera por un momento. En su anterior turno había contribuido a salvar un silo. Y aunque estaba un poco aturdido y aún tenía las piernas débiles, sabía que era importante seguir adelante con aquella mascarada. Al menos hasta que entendiese lo que pasaba.

—¿Hacia dónde se dirige? —preguntó con un susurro. Los demás se mantuvieron perfectamente inmóviles, para que el crujido de sus monos no distorsionase sus palabras.

Al fondo de la sala, un hombre respondió:

—Al Diecisiete, señor.

Donald se recompuso. Recordó la Orden, el peligro que suponía dejar que alguien se perdiese de vista. Los habitantes de los silos, con su limitada visión del mundo, creían ser sus únicos supervivientes. Vivían en burbujas y no se podía permitir que éstas estallasen.

—¿Alguna noticia del Diecisiete? —preguntó.

—El Diecisiete se ha perdido —dijo el operador situado a su lado; más malas noticias dispensadas con la misma voz monocorde.

Donald se aclaró la garganta.

—¿Perdido? —Estudió las caras de los presentes. Todos tenían el ceño arrugado de preocupación. Eren lo miró y el operador que estaba a su lado removió su corpachón en el asiento. En la pantalla, el limpiador desapareció al otro lado de la colina—. Pero ¿qué ha hecho ese hombre? —preguntó.

—Mujer. No fue ella —respondió Eren.

—El Diecisiete se apagó hace varios turnos —manifestó el operador.

—De acuerdo, de acuerdo. —Donald se pasó los dedos por el pelo. Le temblaba la mano.

—¿Se encuentra bien? —preguntó el operador. Miró de reojo al director de Operaciones y luego a Donald. Lo sabía. Donald se dio cuenta de que aquel hombre de mono naranja y cascos alrededor del cuello sabía que pasaba algo.

—Sólo estoy un poco mareado —se explicó Donald.

—Apenas lleva media hora despierto —dijo Eren al operador.

Hubo unos murmullos al fondo de la sala.

—Sí, vale. —El operador se recostó en su asiento—. Lo que pasa… es que es el Pastor, ¿sabe? Me lo había imaginado masticando clavos y tirándose pedos hechos de tachuelas.

Alguien que estaba justo detrás de la silla de Donald se rió entre dientes.

—¿Y qué vamos a hacer con esa limpiadora? —preguntó una voz—. Necesitamos permiso para poder mandar a alguien tras ella.

—No puede haber llegado muy lejos —apuntó otro.

El ingeniero de comunicaciones que había al otro lado de Donald tomó la palabra. Aún llevaba uno de aquellos cascos puestos, con una de las orejeras levantada para poder seguir su conversación. Una brillante película de sudor cubría su frente.

—El Dieciocho informa de que el traje fue modificado —dijo—. No hay manera de saber cuánto puede durar. Podría seguir ahí fuera, señores.

Esto provocó un coro de murmullos. Sonó como el golpeteo de una oleada de arena impulsada por el viento sobre un visor. Donald se quedó mirando la pantalla, la colina sin vida que se veía desde el silo Dieciocho. El polvo llegaba en oscuras oleadas. Recordó cómo se había sentido al estar allí fuera, en aquel paisaje, lo difícil que le había resultado moverse con uno de aquellos trajes, el duro ascenso por aquella suave cuesta. ¿Quién era aquella limpiadora y adónde se creía que iba?

—Quiero el dossier de esa mujer en cuanto esté listo —ordenó. Los demás interrumpieron las discusiones que estaban manteniendo entre susurros y guardaron silencio. La voz de Donald debía toda su autoridad a su silencio, a la persona que creían que era—. Y todo lo que tengamos sobre el Diecisiete. —Miró al operador, que tenía el ceño fruncido por la preocupación o la sospecha—. Para refrescarme la memoria —añadió.

Eren apoyó una mano sobre el respaldo de su silla.

—¿Y los protocolos? —preguntó—. ¿No deberíamos enviar un dron o a alguien tras ella? ¿O apagar el Dieciocho? Va a haber violencia allí. Nunca habíamos tenido una limpieza que quedase inconclusa.

Donald negó con la cabeza, que empezaba a aclarársele. Se miró la mano y recordó haberse quitado un guante en una ocasión, allí fuera. No debería estar vivo. Se preguntó lo que habría hecho Turman, lo que habría ordenado el viejo de encontrarse en su lugar. Pero él no era Turman. Alguien le había dicho una vez que tendría que haber gente como él al mando de las cosas. Pues ahora lo estaba.

—No vamos a hacer nada de momento —dijo. Tosió y se aclaró la garganta—. No llegará muy lejos.

Todos lo miraron con una mezcla de consternación y resignación. Finalmente, varios de ellos asintieron. Asumieron que sabía lo que hacía. Lo habían despertado para que controlara la situación. Todo acorde al protocolo. Podían confiar en el sistema. Estaba diseñado para encargarse de todo. Lo único que tenían que hacer era cumplir con su trabajo y dejar que otros se encargaran del resto.