Dos vueltas enteras de la escalera de caracol pasaron volando frente a sus ojos. Dos vueltas llenas de ojos abiertos de par en par entre la multitud apelotonada. Jimmy sintió que la fuerza del viento contra su cuello crecía y crecía. Se le subieron las tripas a la garganta y vislumbró por un instante un rostro que se volvía con alarma para verlo pasar.
Cayó sobre la multitud del rellano con un impacto espantoso. El hombre del traje plateado, con el rostro oculto detrás del pequeño visor, quedó atrapado debajo de él.
La gente le gritaba. Otros salían arrastrándose de debajo. Jimmy se apartó rodando, pero una descarga eléctrica le recorrió la zona de las costillas donde se había golpeado con alguien. Sentía un dolor palpitante en una rodilla y le ardía el hombro. Se precipitó cojeando hacia las puertas dobles, por las que en aquel preciso momento salía otra persona con un paquete en los brazos. Al ver la multitud que ocupaba la escalera, se detuvo bruscamente. Alguien gritó algo sobre el exterior prohibido, sin que a nadie pareciese importarle. Al día siguiente tenía que haber una limpieza. Puede que fuese demasiado tarde. Jimmy pensó en las horas extra que había hecho su padre. Se preguntó a cuánta gente más mandarían fuera por aquel estallido de violencia.
Se volvió hacia la escalera y buscó a su madre con la mirada. Con los gritos y chillidos de la gente que pedía a los demás que se moviesen o se quitasen de en medio, era imposible oír nada. Pero la voz de ella aún resonaba en sus oídos. Al recordar su última orden, la expresión lastimera de su rostro, corrió hacia dentro en busca de su padre.
Al otro lado de la puerta reinaba el caos. La gente corría por los pasillos de un lado a otro y se oían discusiones por todas partes. Yani, un alto y fornido agente de seguridad, se encontraba junto a la compuerta, con el cabello empapado en sudor. Jimmy corrió hacia él. Se agarró el codo para mantener el brazo pegado al pecho e impedir que su hombro se balancease de un lado a otro. El dolor que sentía en las costillas le impedía respirar con normalidad. Su corazón aún palpitaba aceleradamente por la descarga de adrenalina provocada por la caída.
—Yani… —Se apoyó en la compuerta de seguridad y trató de recobrar el aliento. El agente pareció tardar un instante en reparar en su existencia. Tenía los ojos muy abiertos y los movía de un lado a otro. Jimmy vio que llevaba algo en la mano, una pistola como la del comisario.
—Tengo que entrar —le dijo—. Tengo que encontrar a mi padre.
La mirada del agente se posó sobre Jimmy. Yani era un buen hombre, un amigo de su padre. Tenía una hija dos años menor que Jimmy. A veces, su familia iba a su casa a cenar en vacaciones. Pero aquél no era Yani. Era como si una especie de horror lo tuviese atenazado por el cuello.
—Sí —respondió con la cabeza ladeada—. Tu padre. No me deja entrar. No deja entrar a nadie. Pero a ti… —Aunque pareciese imposible, sus ojos se abrieron todavía más.
—¿Puedes colarme…? —comenzó a preguntar Jimmy mientras empujaba la barra del torno.
Yani lo agarró por el cuello. Jimmy no era ningún niño, estaba empezando a desarrollar un cuerpo de adulto, pero el agente lo levantó en volandas y lo hizo pasar por encima del torno como si fuese el saco de la colada.
Jimmy se debatió tratando de zafarse del guardia. Yani le pegó al pecho el cañón de la pistola y se lo llevó a rastras por el pasillo.
—¡Tengo a su hijo! —gritó. No estaba muy claro a quién se lo decía. El piso entero parecía despejado. Al acordarse de todos los monos plateados y grises que había visto antes en la escalera, Jimmy temió por un instante que su padre fuese uno de los que habían salido. La multitud estaba repleta de rostros procedentes de aquel piso, como si fuesen ellos los que lideraban la estampida… o quienes huían de ella.
—No puedo respirar… —trató de decirle a Yani. Sacudió los pies en el aire y se agarró al antebrazo del hombretón. Tenía que lograr que le soltase el cuello como fuera.
—¿Dónde estáis todos, cabrones? —gritó el de Seguridad mientras recorría el pasillo con la mirada de un lado a otro—. Necesito que me echéis una mano con este…
Entonces sonó una palmada, algo así como si mil globos explotasen a la vez, un trueno ensordecedor. Jimmy sintió que Yani se inclinaba hacia un lado, como si alguien le hubiese dado una patada. Las manos del agente perdieron fuerza y Jimmy sintió que el flujo sanguíneo regresaba a su cabeza. Trastabilló hacia un lado mientras el hombretón caía hacia adelante. Yani chocó contra el suelo con un gorgoteo y un siseo, y la pistola negra rebotó sobre las baldosas del suelo.
—¡Jimmy!
Su padre se encontraba al final del pasillo, detrás de una esquina, con un objeto alargado de color negro debajo de la axila, una muleta que no apoyaba en el suelo. Del otro extremo de aquella muleta salía una pequeña columna de humo, como estuviera ardiendo.
—¡Corre, hijo!
Jimmy lanzó un grito de alivio. Se alejó tambaleándose de Yani, que temblaba en el suelo entre ruidos espantosamente inhumanos. Corrió en dirección a su padre, cojeando y agarrándose el brazo dislocado.
—¿Dónde está mamá? —le preguntó su padre sin asomar más que la cabeza por la esquina.
—La escalera… —Jimmy pugnó por recobrar la respiración. Su pulso estaba estabilizándose—. ¿Qué está pasando, papá?
—Entra, de prisa. —Tiró de él y se lo llevó por el pasillo hacia una puerta de acero inoxidable de gran tamaño. Al otro lado de la esquina sonaron unos gritos. Jimmy se fijó en las venas hinchadas de la frente de su padre y en los regueros de sudor que corrían por debajo de su escaso pelo. Éste introdujo un código en el panel que había junto a la puerta y, con un chirrido y una serie de chasquidos, ésta se abrió ligeramente. Se apoyó en ella y la empujó hasta que hubo espacio suficiente para que pasaran.
—Vamos, hijo. Muévete.
Al otro lado del pasillo, alguien les gritó que se detuvieran. Unas botas corrieron hacia ellos. Jimmy traspasó el umbral, a pesar de que tenía miedo de que su padre lo dejara allí dentro encerrado, solo, pero al instante entró tras él y luego se apoyó contra la cara interior de la puerta.
—¡Empuja! —dijo.
Jimmy lo hizo. No sabía por qué estaban empujando, pero nunca había visto a su padre tan asustado. Y esto le hacía sentir como si tuviese las tripas hechas de gelatina. Al otro lado, las botas se acercaban con estrépito. Alguien gritó el nombre de su padre. Alguien gritó llamando a Yani.
Al mismo tiempo que la puerta de acero se cerraba, varias manos la golpearon por el otro lado. Volvió a sonar un chirrido y un chasquido metálico. Su padre introdujo unas cifras en el panel y luego titubeó un momento.
—Un número —dijo sin aliento—. Cuatro cifras. Rápido, hijo, un número del que te acuerdes luego.
—Uno dos uno ocho —respondió Jimmy. El piso doce y el piso dieciocho. Donde había ido a la escuela y donde vivía. Su padre tecleó las cifras. Al otro lado sonaban gritos amortiguados y suaves ruidos metálicos allí donde las manos golpeaban en vano el acero macizo.
—Ven conmigo —lo urgió su padre—. Tenemos que ver lo que pasa en las cámaras y hay que encontrar a tu madre. —Se colgó a la espalda la muleta negra y mientras lo hacía Jimmy se dio cuenta de que era una versión más grande de una pistola. Su extremo había dejado de soltar humo. Su padre no había dado una patada a Yani desde lejos. Le había disparado.
Permaneció inmóvil mientras su padre atravesaba una sala llena de grandes armarios de color negro. Se dio cuenta de que había oído hablar de aquel lugar, de que él le había contado historias sobre una habitación llena de servidores. Sintió que las máquinas lo observaban allí donde se encontraba, de pie junto a la puerta. Eran centinelas negros, que zumbaban silenciosamente mientras montaban guardia.
Jimmy se apartó de la pared de acero, donde seguían sonando las amortiguadas palmadas y los apagados gritos, y corrió detrás de su padre. Había estado antes en su despacho, situado al final del pasillo, después de doblar un recodo, pero nunca en aquel lugar. Era una sala enorme. Se desvió hacia un lado y echó a correr para atravesarla lo antes posible, sin perder de vista la posición de su padre. Al llegar al final, rodeó la última de las máquinas y se lo encontró en el suelo, arrodillado como si estuviese rezando. Vio que introducía las manos en el mono, a la altura del cuello, y sacaba un cordel negro y fino que llevaba colgado. Algo plateado bailaba suspendido en un extremo del cordel.
—¿Y mamá? —preguntó Jimmy. No entendía cómo podían dejarla allí fuera, con toda esa gente. No entendía por qué su padre estaba arrodillado de aquel modo en el suelo.
—Escucha con detenimiento —le dijo—. Ésta es la llave del silo. Sólo hay dos. No la pierdas de vista nunca, ¿de acuerdo?
Bajo la atenta mirada de Jimmy, su padre introdujo la llave en la parte trasera de una de las máquinas.
—Éste es el centro de comunicaciones —le explicó. Jimmy no tenía ni la menor idea de qué era un centro de comunicaciones. Sólo sabía que iban a ocultarse en su interior. Ésa era la idea. Meterse en una de aquellas cajas negras hasta que pasase el Estrépito. Su padre dio la vuelta a la llave como si abriese una cerradura, luego repitió la operación tres veces más en otras tantas ranuras y quitó un panel. Jimmy asomó la cabeza al interior y vio que su padre tiraba de una palanca. Se oyó un crujido en el suelo, a poca distancia.
—Guarda esto bien —le recordó. Le apretó el hombro antes de entregarle el cordel con la llave. Jimmy la cogió y la estudió, con sus bordes dentados, junto al cordel negro. En uno de los lados tenía un círculo con tres puntas, el símbolo del silo. Estiró el cordel, se lo colgó del cuello y luego miró a su padre, que estaba metiendo los dedos en la rejilla de acero del suelo. Levantó una pequeña plancha, debajo de la cual se abría la oscuridad.
—Adelante. Tú primero —le dijo. Señaló con un ademán el agujero del suelo y comenzó a descolgarse el arma de la espalda. Jimmy avanzó hasta allí y se agachó. Había unos asideros a lo largo de una pared. Era como una escalerilla, sólo que mucho más grande que ninguna que hubiera visto antes.
—Vamos, hijo, no tenemos mucho tiempo.
Jimmy se sentó en el borde de la rejilla, con los pies colgados del vacío, alargó las manos hacia los peldaños de acero e inició su largo descenso.
La atmósfera bajo el suelo era fresca y la luz tenue. El espanto y el ruido de la escalera parecieron desvanecerse y a Jimmy sólo le quedó una sensación de inquietud, como un mal presentimiento. ¿Por qué le había dado su padre aquella llave? ¿Qué lugar era ése? Descendió utilizando sobre todo el brazo que no se había lastimado, con lentitud pero sin detenerse.
Al pie de la escalerilla había un pasadizo estrecho. Al final se veía una luz parpadeante. Jimmy levantó la mirada y vio que su padre lo seguía.
—Por ahí. —Señaló el pasadizo. Dejó la pistola alargada apoyada en la escalerilla.
Jimmy señaló hacia arriba.
—¿No deberíamos tapar la…?
—Ya lo haré yo al salir. Vamos, hijo.
Jimmy se volvió y echó a andar por el pasadizo. En el techo había cables y tuberías que discurrían en paralelo. Más adelante, una luz parpadeante despedía destellos rojizos. Al cabo de unos veinte pasos, el pasadizo desembocaba en un espacio que le recordó al almacén de la escuela. Había estanterías en dos de sus paredes. Y también dos mesas: una con un ordenador y la otra con un libro abierto. Su padre se dirigió a la del ordenador.
—¿Estabas con tu madre? —preguntó.
Jimmy asintió.
—Me sacó de clase. Nos separamos en la escalera. —Se frotó el hombro lastimado mientras su padre se dejaba caer pesadamente sobre la silla que había frente a la mesa. La pantalla del ordenador estaba dividida en cuatro recuadros.
—¿Dónde os separasteis? ¿A qué altura?
—Dos vueltas antes del treinta y cuatro —dijo Jimmy. No pudo evitar acordarse de la caída.
En lugar de utilizar el ratón o el teclado, su padre cogió una caja negra llena de interruptores y botones. Tenía un cable que la comunicaba con la parte trasera del monitor. En una esquina de la pantalla, Jimmy vio una escena en movimiento, tres hombres que se inclinaban sobre un cuerpo tendido en el suelo. Era de verdad. Una imagen, una ventana, como la que mostraban las pantallas de la pared de la cafetería. Estaba viendo el pasillo que acababan de abandonar.
—Puto Yani… —murmuró su padre.
Los ojos de Jimmy se apartaron de la pantalla y se los clavó en la nuca. Le había oído decir tacos en otras ocasiones, pero nunca uno como aquél. Sus hombros subían y bajaban, impulsados por una respiración entrecortada. Jimmy devolvió su atención a la pantalla.
Las cuatro ventanas se habían convertido en doce. No, en dieciséis. Su padre se inclinó hacia adelante hasta que su nariz quedó a escasos centímetros del monitor, y comenzó a recorrerlas con la mirada. Sus dedos manipulaban la caja negra, que emitía un clic cada vez que pulsaba un botón o ajustaba algún dial. Jimmy vio en todos los recuadros el mismo caos que había presenciado en su descenso. La escalera estaba repleta de gente, desde el poste central a la barandilla. Gente que ascendía como una masa. Su padre pasaba un dedo por los recuadros, buscando.
—Papá…
—Shhh.
—¿Qué sucede?
—Hemos tenido una brecha —respondió su padre—. Están tratando de apagarnos… ¿Dices que fue dos vueltas antes del rellano?
—Sí. Pero la gente la arrastraba. No era fácil moverse. Me caí por la barandilla…
Con un chirrido de la silla, su padre se volvió y lo examinó de arriba abajo. Sus brazos recayeron sobre el brazo de Jimmy, que llevaba aún pegado al pecho.
—¿Te caíste?
—Estoy bien, papá. ¿Qué pasa? ¿Quién está tratando de apagar el qué?
Su padre volvió a centrar su atención en las pantallas. Con unos pocos clics de la caja negra, los recuadros volvieron a cambiar. Ahora parecía que estaban mirando a través de unas ventanas ligeramente distintas.
—Están tratando de apagar nuestro silo —respondió su padre—. Esos cabrones han abierto la escotilla. Decían que nuestro suministro de gas estaba contaminado… Espera. Ahí está.
Las pequeñas ventanas se transformaron en una sola. La vista cambió ligeramente. Jimmy pudo ver a su madre atrapada entre una masa de gente y la barandilla. Tenía la boca y el mentón cubiertos de sangre. Aferrada a la barandilla, trataba de luchar por el espacio y de avanzar paso a paso, laboriosamente, mientras la multitud se movía en dirección contraria. Era como si el silo entero estuviera tratando de llegar hasta arriba, como si aquélla fuese la única salida.
El padre de Jimmy dio una palmada sobre la mesa y se levantó repentinamente.
—Espera aquí —dijo. Dio un paso hacia el corredor, se detuvo, se volvió de nuevo hacia Jimmy y pareció considerar algo. Había un brillo extraño en sus ojos.
»Ven, rápido. Sólo por si acaso. —Corrió en dirección contraria, pasó por delante de Jimmy y salió de la habitación por una puerta. Jimmy, confundido y asustado, lo siguió cojeando.
»Esto se parece mucho a nuestra estufa —le explicó su padre mientras daba unas palmaditas a un trasto de aspecto antiguo situado en un rincón de la sala siguiente—. Es un modelo más antiguo, pero funciona igual. —Tenía un brillo salvaje en los ojos. Se volvió y señaló otra puerta—. El almacén, los barracones y las duchas, todo está por ahí. Comida suficiente para que cuatro personas sobrevivan durante diez años. Ten cuidado, hijo.
—Papá… No entiendo…
—Guarda bien esa llave —le recordó otra vez señalando el pecho de Jimmy, que se había dejado el cordel por fuera del mono—. No la pierdas, ¿de acuerdo? ¿Cuál era el número que dijiste que nunca olvidarías?
—Doce dieciocho —respondió Jimmy.
—Vale. Ven. Deja que te enseñe cómo funciona la radio.
Jimmy echó un último vistazo a la segunda sala. No quería que lo dejasen solo allí abajo. Pero eso era precisamente lo que estaba haciendo su padre, dejarlo enterrado entre dos pisos, escondido en el hormigón. Sintió sobre él el peso del mundo entero.
—Iré contigo a por ella —dijo al acordarse de los hombres que habían aporreado la gran puerta de acero. Su padre no podía ir solo, ni siquiera con aquella gran pistola.
—No abras la puerta a nadie que no seamos tu madre o yo —le dijo sin hacer caso a sus súplicas—. Ahora observa con atención. No tenemos mucho tiempo. —Señaló una caja que había en la pared. Estaba encerrada dentro de una jaula de metal, pero tenía interruptores y diales en la parte exterior—. Se enciende por aquí. —Tocó uno de los interruptores—. Esto se mueve así para subir el volumen. —Le hizo una demostración a su hijo y un chirrido de estática llenó la habitación. Cogió un dispositivo de la pared y se lo entregó. Estaba conectado a la estruendosa caja mediante un cable muy largo. Él mismo cogió otro dispositivo de un estante de la pared. Había varios más idénticos.
—¿Oyes esto? ¿Lo oyes? —Habló a través del dispositivo portátil y su voz sustituyó al ruido de la caja de la pared—. Aprietas este botón y le hablas al micrófono. —Señaló la unidad que Jimmy tenía en las manos. Su hijo hizo lo que le decía.
—Lo oigo —asintió Jimmy con tono vacilante. Resultaba muy raro oír cómo salía su voz de la pequeña unidad que tenía su padre en las manos.
—¿Cuál es el número? —le preguntó otra vez.
—Doce dieciocho —respondió Jimmy.
—Vale. Quédate aquí, hijo. —Lo miró un momento y luego dio un paso hacia él y le rodeó el cuello con el brazo. Le dio un beso en la frente. Jimmy se acordó de la última vez que su padre lo había besado así. Fue justo antes de desaparecer durante tres meses, justo antes de convertirse en sombra, cuando Jimmy era un niño pequeño.
—Cuando vuelva a poner la rejilla en su sitio, se cerrará sola. Debajo hay una palanca que permite abrirla. ¿Estás bien?
Jimmy asintió. Su padre desvió la mirada hacia las luces rojas y parpadeantes y frunció el ceño.
—Pase lo que pase —insistió—, no le abras esa puerta a nadie que no seamos tu madre o yo. ¿Comprendido?
—Sí. —Jimmy se agarró el brazo y trató de portarse como un valiente. Había otra de esas pistolas alargadas apoyada en la pared. No entendía por qué no podía ir él también. Estiró el brazo hacia el arma—. Papá…
—Quédate aquí —le ordenó su padre.
Jimmy asintió.
—Eres un buen chico. —Le alborotó el pelo, sonrió y luego se volvió y desapareció por aquel pasillo oscuro y estrecho. Las luces rojas del techo se encendían y se apagaban, como un pulso palpitante. En la distancia resonaron las pisadas de unas botas sobre unos peldaños de metal, y luego se hizo el silencio. Jimmy Parker estaba solo.