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Jimmy nunca había sentido vibrar la escalera de aquel modo. Era como si toda ella se estuviera moviendo. Parecía haberse transformado en goma, como esos trozos de grafito que parecían volverse flexibles al balancearlos rápidamente entre los dedos, un juego de manos que había aprendido en clase. Aunque sus pies tocaban raras veces la escalera —pues tenía que correr para no perder a su madre—, los sentía un poco doloridos y adormecidos por las vibraciones que se transmitían directamente del acero a sus huesos. Sentía el miedo en la boca como una cuchara seca sobre la lengua.

Unos rugidos de furia llegaban desde abajo. La madre de Jimmy le lanzó un grito de aliento, lo instó a que se apresurara, y siguieron bajando en espiral. Corrían hacia aquella calamidad que ascendía, fuera la que fuese.

—¡De prisa! —volvió a gritar. A Jimmy le daba más miedo el temblor de su voz que el estremecimiento de un centenar de pisos de acero.

Se dio prisa.

Dejaron atrás el veintinueve. El treinta. La gente corría en sentido contrario. Mucha gente, con monos del mismo color que el de su padre. En el rellano del treinta y uno, Jimmy vio su primer cadáver desde el funeral de su abuelo. Era como si al hombre le hubieran estrujado un tomate en la nuca. Tuvo que saltar sobre sus brazos, tendidos sobre los peldaños. Corrió detrás de su madre mientras una parte de aquel líquido rojo y viscoso resbalaba sobre el rellano y salpicaba los peldaños inferiores.

En el piso treinta y dos, el temblor de la escalera era tan intenso que podía sentirlo hasta en la dentadura. El nerviosismo de su madre fue aumentando mientras se abrían paso a empujones entre el gentío cada vez mayor que subía hacia ellos. Nadie parecía ver a nadie. Todo el mundo pensaba en sí mismo.

La estampida era audible, un tronar de mil botas. Había fuertes voces que se alzaban por encima del traqueteo de las pisadas. Jimmy paró un momento para asomarse sobre la barandilla. Más abajo, al otro lado de la escalera que taladraba la tierra en la oscuridad, pudo ver los codos y las manos de una multitud. Se volvió al mismo tiempo que alguien pasaba a su lado como un trueno. Su madre le gritó que se apresurara, porque la muchedumbre ya casi se les había echado encima y el tráfico era cada vez más denso. Jimmy sintió el miedo y la rabia en la gente que pasaba corriendo, y por un momento experimentó el impulso de huir hacia arriba con ellos. Pero su madre estaba ahí, gritándole que la siguiera, y su voz se abrió paso como un cuchillo entre su temor hasta llegar al corazón mismo de su ser.

Jimmy le cogió la mano y siguió bajando. La vergüenza que sintió antes había desaparecido. Ahora sólo quería estar con ella. La gente que pasaba corriendo les gritaba que diesen la vuelta. Algunos llevaban tuberías o barras de hierro en las manos. Unos cuantos tenían cortes y magulladuras. La sangre cubría la boca y la barbilla de un hombre. Una pelea, en otra parte. Jimmy creía que eso sólo pasaba en las Profundidades. Otros parecían simplemente atrapados en la pesadilla de lo que estaba pasando. Iban sin armas y volvían la cabeza en todas direcciones. Era una turba asustada de una turba. Jimmy se preguntó qué la habría causado. ¿A qué había que tenerle miedo?

Unos ruidos estrepitosos resonaban entre las pisadas. Un hombre muy fornido empujó a la madre de Jimmy contra la barandilla de una embestida. Jimmy la cogió del brazo y los dos juntos siguieron bajando hasta el treinta y tres, pegados al poste interior.

—Sólo uno más —le dijo su madre, lo que quería decir que iban a buscar a su padre.

La multitud se convirtió en una auténtica masa humana varias vueltas antes del treinta y cuatro. Hasta cuatro personas llegaban a agolparse donde no había sitio más que para dos. Jimmy se golpeó la muñeca contra la barandilla interior. Se introdujo a la fuerza entre el poste y los que pugnaban por subir. Sólo lograba avanzar centímetro a centímetro, mientras los que lo rodeaban empujaban y trataban de moverse entre gruñidos de esfuerzo. Se dio cuenta de que así iban a quedar atrapados. La gente seguía avanzando y avanzando en dirección contraria, y de pronto se vio separado de su madre. Ella continuó hacia abajo mientras él permanecía en el sitio, inmovilizado. La oyó gritar su nombre.

Un hombretón empapado en sudor y con la mandíbula temblorosa en un gesto de pánico estaba tratando de subir por su lado.

—¡Muévete! —le gritó a Jimmy, como si hubiera algún sitio adonde ir. La única opción era subir. Jimmy se pegó todo lo posible al poste central y el hombre logró abrirse paso a empellones. En la barandilla exterior sonó un grito. Un estremecimiento recorrió la multitud, seguido por una serie de jadeos. Alguien gritó «¡Agárrate!», y luego otro gritó que lo dejaran. Entonces se alzó un alarido, que descendió en picado hasta perderse en el vacío.

La cuña formada por los cuerpos se abrió un momento. Jimmy sintió náuseas al pensar que alguien había caído al vacío, a tan poca distancia. Contorsionó el cuerpo hasta escapar de la presión de la masa y se encaramó a la barandilla interior. Luego se agarró al poste central y se mantuvo allí en equilibrio, con cuidado de no meter el pie en los quince centímetros de espacio que había entre la barandilla y el poste, aquel hueco al que los niños les gustaba lanzar sus escupitajos.

Al instante, alguien de la multitud ocupó su puesto en los escalones. Comenzó a sentir golpes en los tobillos, propinados por los hombros y los codos del gentío. Permaneció allí agazapado, sintiendo en la parte baja de los peldaños el movimiento de las botas que avanzaban hacia arriba. Deslizó los pies sobre la fina barra de acero, pulida hasta quedar resbaladiza por el roce de millares de manos, y empezó a bajar en pos de su madre. Su pie resbaló y se introdujo en el hueco. Era como si el vacío intentara tragarse su pierna. Logró enderezar el cuerpo. Temía caerse sobre la bamboleante multitud, y se imaginó arrastrado sobre sus brazos enfebrecidos y al fin arrojado al vacío.

No vio a su madre hasta haber dado media vuelta alrededor del poste interior. La multitud la había empujado hasta el otro lado.

—¡Mamá! —gritó Jimmy. Se agarró al borde de los peldaños por encima de su cabeza y extendió el brazo hacia ella por encima de la multitud. Una mujer que estaba en mitad de los escalones gritó y desapareció bajo los pies de quienes ocupaban el lugar que había dejado. Cuando la pisotearon, los gritos de la mujer cesaron. La multitud continuó su marcha. La madre de Jimmy retrocedió varios pasos en su misma dirección, arrastrada por la turba.

—¡Busca a tu padre! —gritó haciendo bocina con las manos—. ¡Jimmy!

—¡Mamá!

Alguien lo golpeó en las espinillas y Jimmy se soltó de los peldaños superiores. Agitó los brazos una, dos veces, haciendo pequeños círculos, mientras trataba de recobrar el equilibrio. Se precipitó sobre el mar de cabezas y rodó por encima de él. Alguien lo golpeó en las costillas al intentar protegerse cuando se le vino encima.

Otro hombre lo arrojó a un lado. Jimmy siguió rodando sobre una ondulada plataforma de puntiagudos codos y duros cráneos, mientras el tiempo parecía ralentizar su marcha hasta casi detenerse. Todo desapareció, salvo el espacio vacío y una caída interminable a través de una multitud que ahora avanzaba por la escalera formando un frente de cinco personas. Jimmy trató de agarrarse a cualquiera de las manos que lo empujaban. Sintió que se le encogían las tripas al ver que el hueco que llevaba al vacío y a la oscuridad se iba acercando. No veía la barandilla. Oyó la voz de su madre, un chillido reconocible por encima de los demás, proferido por pura impotencia. Alguien gritó que ayudaran al muchacho que caía. El muchacho, que no era otro que él, rodó sobre la espiral de cabezas tratando de agarrarse a alguna parte.

El vacío cada vez estaba más cerca. La muchedumbre lo empujaba hacia allí al tratar de protegerse. Se deslizó entre dos personas y entonces —y al mismo tiempo que su barbilla chocaba con un hombro— vio la barandilla. Estiró el brazo hacia ella y logró agarrarse a la barra de acero con una mano. Sus pies se columpiaron por encima de su cabeza, su cuerpo se retorció volteado por el impulso y entonces sufrió una dolorosa sacudida a la altura del hombro, pero logró aguantar y no se soltó. Se quedó allí, agarrado con una mano a la barandilla y a uno de los puntales verticales con la otra, con los pies colgando sobre el vacío.

La cadera de alguien le aprisionó los dedos que asían la barandilla y Jimmy lanzó un grito. Algunas manos trataron de ayudarlo, pero la locura que venía de abajo arrastró en sentido contrario a las personas a las que pertenecían, junto con sus buenas intenciones.

Jimmy trató de encaramarse a la barandilla. Bajó la mirada y, más allá de sus propios pies, que se agitaban en el aire, vio las multitudes que seguían tratando de avanzar por la escalera. Dos vueltas más allá se encontraba el rellano del treinta y cuatro. Volvió a intentar subirse, pero sintió una llamarada de dolor en el hombro que antes había sufrido la sacudida. Alguien le arañó el hombro al tratar de ayudarlo, pero también esta vez el torrente humano lo arrastró hacia arriba.

Jimmy volvió a mirar hacia abajo, más allá de su pecho y sus pies, y vio que el rellano del piso treinta y cuatro estaba abarrotado. La escalera anegada vomitaba una multitud, que trataba de volver a meterse allí a empujones. Alguien cruzó las puertas de Informática enfundado en un traje de limpiador completo, con casco y todo. Se abalanzó sobre la multitud agitando los brazos plateados como si nadase en medio de un mar de carne. Todos querían subir a cualquier precio y desde abajo seguían llegando ruidos y gritos. En ese momento sonó una detonación seca y repentina procedente de allí, el estruendo que hacían los globos del bazar al estallar, sólo que mucho, mucho más fuerte.

Jimmy soltó la barandilla. Tenía el hombro demasiado dolorido como para seguir soportando su propio peso. Se agarró al puntal con la otra mano mientras descendía y el chirrido emitido por su mano sudorosa al resbalar sobre el metal se sumó al estruendo de la multitud. Finalmente quedó suspendido del borde de los peldaños, en la base del puntal. Trató de localizar la barandilla de la vuelta siguiente con el pie, pero lo único que encontró fueron brazos furiosos que apartaban sus botas a manotazos. El dolor de su hombro era casi insoportable. Durante un instante, se columpió en el aire, sujeto por una sola mano.

Lanzó un grito de socorro. Mientras gritaba llamando a su madre, recordó lo que le había pedido.

«Busca a tu padre».

Era imposible volver a encaramarse a la escalera. No tenía fuerzas. No había espacio. Nadie iba a ayudarlo. Había una multitud a su alrededor, pero él se encontraba totalmente solo.

Jimmy aspiró hondo. Aún aguantó suspendido un momento más, bajó la mirada hacia el abarrotado rellano que tenía debajo, y se soltó.