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Silo 1
—¿Señor?
Hubo un traqueteo de huesos bajo sus pies. Donald avanzó a tientas por la oscuridad y los perros alados se desperdigaron ante el ruido de las voces.
—¿Puede oírme?
La neblina se abrió, como un párpado al despertar, como el sello de su cápsula. Una judía en una vaina. Donald estaba hecho un ovillo dentro de la cápsula como una judía en su vaina.
—¿Señor? ¿Me oye, señor?
Tenía la piel helada. Donald estaba sentado y le salía humo de las piernas desnudas. No recordaba haberse ido a dormir. Recordaba al médico y recordaba haber estado en su despacho. Estaban hablando. Ahora lo estaban despertando.
—Beba esto, señor.
Donald recordaba aquello. Recordaba haber despertado varias veces, pero nunca haberse ido a dormir. Sólo el despertar. Tomó un trago y tuvo que concentrarse para conseguir que le funcionara la garganta, tuvo que hacer un esfuerzo para tragar. Una pastilla. Se suponía que tenían que darle una pastilla, pero no se la ofrecieron.
—Señor, teníamos instrucciones para despertarlo.
Instrucciones. Normas. Protocolos. Donald volvía a estar en líos. Troy. Puede que fuese por culpa del tal Troy. ¿Quién era? Donald bebió todo lo que pudo.
—Muy bien, señor. Vamos a ayudarlo a salir.
Había problemas. Sólo lo despertaban cuando había algún problema. Le quitaron un catéter y una aguja que llevaba en el brazo.
—¿Qué he…?
Tosió tapándose la boca con el puño. Su voz era como un pañuelo de papel fino, débil y frágil. Invisible.
—¿Qué pasa? —preguntó forzando la garganta hasta que consiguió proferir un susurro.
Dos hombres lo levantaron y lo colocaron en una silla de ruedas. Un tercero la sujetaba. Lo envolvieron en una manta suave en lugar de un camisón de papel. Esta vez no hubo crujidos, ni hormigueos en la piel.
—Una pérdida —dijo alguien.
Un silo. Habían perdido un silo. De nuevo, sería su culpa.
—El silo Dieciocho —susurró recordando su último turno.
Los dos hombres se miraron de reojo, boquiabiertos.
—Sí —asintió uno de ellos con voz de asombro—. El silo Dieciocho, señor. Al otro lado de la colina. Perdimos el contacto.
Donald trató de concentrarse en el hombre que le hablaba. Recordó haber perdido a alguien al otro lado de una colina. A Helen. Su esposa. Aún estaban buscándola. Aún había esperanza.
—Cuénteme —susurró.
—Aún no sabemos cómo, pero uno de ellos logró llegar al otro lado de la colina…
—Uno de los limpiadores, señor…
Un limpiador. Donald se hundió en la silla; sus huesos estaban tan fríos y pesados como la piedra. Así que al final no era Helen.
—… más allá de la colina… —dijo otro.
—… recibimos una llamada del Dieciocho…
Donald levantó ligeramente la mano, con el brazo tembloroso y aún medio entumecido por el sueño.
—Esperen —ordenó con voz cascada—. De uno en uno. ¿Por qué me han despertado? Me duele al hablar…
Uno de los hombres se aclaró la garganta. Cubrieron a Donald hasta la barbilla para que dejase de tiritar. No se había dado cuenta de que estuviera tiritando. Se mostraban tan reverentes con él, tan delicados… ¿Por qué? Trató de aclararse la cabeza.
—Nos dijo usted que lo despertáramos…
—Es el protocolo…
Los ojos de Donald recayeron sobre la cápsula, que aún humeaba a consecuencia del frío que se escapaba de su interior. Había una pequeña pantalla en su base, con las lecturas vacías ahora que la había abandonado. Sólo contenía un termómetro cuya temperatura iba en ascenso. Un termómetro y un nombre. Que no era el suyo.
Y Donald recordó que los nombres no significaban nada salvo cuando eran lo único de que disponías. Si nadie recordaba a los demás, si los caminos no se entrecruzaban, entonces el nombre lo era todo.
—¿Señor?
—¿Quién soy? —preguntó, incapaz de comprender lo que leía en la pantalla. Ése no era él—. ¿Por qué me han despertado?
—Porque usted nos lo dijo, señor Turman.
Le taparon los hombros con la manta. Alguien dio la vuelta a la silla. Lo trataban con todo respeto, como si tuviese algún tipo de autoridad. Las ruedas de la silla ni siquiera chirriaban.
—No pasa nada, señor. En seguida se le aclarará la cabeza.
No conocía a aquella gente. Ellos no lo conocían a él.
—El médico autorizará su reincorporación a su puesto.
Nadie conocía a nadie.
—Por aquí.
Así que cualquiera podía ser cualquiera.
—Por aquí.
Hasta que no importaba quién estaba al mando. Un hombre podía hacer lo que era correcto y otro lo que era justo.
—Muy bien.
Un nombre era tan bueno como cualquier otro.