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Mission subió corriendo en medio de una nube de humo. La garganta le ardía. Se rumoreaba que la razón del apagón era un incendio que se había producido en Mecánica. La gente hablaba de un eje roto o averiado y aseguraba que el silo estaba tirando de los generadores de emergencia. Todas estas cosas las oía siempre desde media espiral de distancia, mientras subía los escalones de dos en dos y a veces incluso de tres en tres. Era agradable poder moverse, sentir el dolor de la actividad en los músculos en lugar de permanecer inmóvil, ser su propia carga otra vez.

Empezó a fijarse en que cuando alguien reparaba en él, aunque fuese una persona que lo conocía, guardaba silencio o se alejaba del rellano. Al principio temió que fuese porque lo habían reconocido. Pero era por el mono blanco de Seguridad. Otros jóvenes como él recorrían la escalera arriba y abajo, sembrando el terror. Sólo un día antes habían sido granjeros, soldadores y operarios de las bombas, pero ahora imponían el orden con sus armas negras.

En más de una ocasión, un grupo de ellos detuvo a Mission y le preguntó adónde iba y dónde estaba su fusil. Les decía que había estado en un tiroteo más abajo y que volvía para informar. Era algo que había oído decir a otro. Muchos de ellos parecían tan mal informados como él, así que lo dejaban pasar. Como siempre, el color que llevabas lo decía todo. La gente creía conocerte de un solo vistazo.

La actividad fue aumentando a medida que se acercaba a Informática. Un grupo de nuevos reclutas pasó en fila delante de él y Mission presenció desde detrás de la barandilla cómo derribaban a patadas las puertas del piso inferior e irrumpían en él. Oyó unos gritos, seguidos por una fuerte detonación, como si una gruesa vara de acero hubiera caído sobre el suelo de metal. Hubo una docena de aquellas detonaciones y luego gritos otra vez, aunque menos.

Al acercarse a los pisos de las granjas, tenía las piernas entumecidas y un roto en el costado del mono. Vio a unos cuantos granjeros en el rellano, armados con palas y rastrillos. Alguien le gritó algo al pasar. Mission apretó el paso y pensó en su hermano y su padre. Por una vez comprendía que la resistencia del viejo a abandonar el terruño era una demostración de sabiduría.

Tras lo que se le antojaron horas de ascenso, llegó a la quietud del Nido. Los niños no estaban. Probablemente, la mayoría de las familias estuvieran encerradas en sus apartamentos, asustadas, esperando que aquella locura pasase, como había ocurrido otras veces. Al final del pasillo había varias taquillas abiertas y la mochila de un niño descansaba en el suelo. Mission avanzó tambaleándose sobre unas piernas doloridas hacia los conocidos sonidos de una voz cantarina y un fuerte chirrido de acero sobre las baldosas.

Al final del pasillo la puerta estaba abierta de par en par, como siempre. La voz que cantaba era la de la Corneja y parecía más fuerte que de costumbre. Mission vio que no era el primero en llegar, que su telegrama había llegado a su destino. Frankie y Allie se encontraban allí, con el mono verde y blanco de los servicios de seguridad de las granjas. Estaban colocando unas mesas mientras la señorita Crowe cantaba. Habían quitado la sábana que cubría las mesas apiladas junto a la pared. Ahora estaban por toda la clase, como recordaba Mission de su juventud. Era como si la Corneja creyese que la clase iba a llenarse de alumnos en cualquier momento.

Allie fue la primera en reparar en la llegada de Mission. Se volvió y lo vio en la puerta. Sus ojos brillaban en medio de sus pequeñas manchas de granjera y llevaba el oscuro cabello recogido atrás, en un moño. Corrió hacia él y Mission se dio cuenta de que llevaba la tela de las perneras recogida y los tirantes anudados por encima de los hombros para hacerlos más cortos. Debía de ser un mono de Frankie. Mientras ella se le echaba a los brazos, se preguntó qué riesgos tendrían que haber corrido para reunirse allí con él.

—Mission, mi niño. —La señorita Crowe dejó de cantar, sonrió y lo llamó con un gesto. Al cabo de un momento, Allie lo soltó a regañadientes.

Mission le estrechó la mano a Frankie y le dio las gracias. Tardaron un momento en darse cuenta de que había algo distinto, de que los dos se habían cortado el pelo al cero. Se pasaron al mismo tiempo la mano por el cuero cabelludo y se echaron a reír. El sentido del humor acudía con facilidad en momentos como aquél, cuando parecía no tener sentido.

—¿Qué es eso que me han contado sobre mi Rodny? —preguntó la Corneja. La silla se movía adelante y atrás, los mandos activados por sus manos inquietas. Llevaba el desgastado camisón azul remetido bajo los finos huesos.

Mission aspiró hondo, a pesar de que al hacerlo se le llenaron los pulmones de humo, y les contó todo lo que había visto en la escalera: lo de las bombas, los incendios, lo que había oído sobre Mecánica, las fuerzas de Seguridad armadas con fusiles… hasta que la Corneja contuvo su parloteo enfebrecido con un ademán de sus frágiles brazos.

—La lucha no —dijo—. Ya he visto lucha suficiente. Podría pintar un cuadro sobre ella y colgarlo de la pared de mi casa. ¿Qué hay de Rodny? ¿Y nuestro muchacho? ¿Lo ha conseguido? ¿Se lo ha hecho pagar? —Cerró el pequeño puño y lo levantó.

—No —respondió Mission—. ¿Si ha conseguido el qué? Necesita nuestra ayuda.

La Corneja se echó a reír, lo que lo dejó un poco desconcertado. Mission trató de explicarse.

—Le di su nota y él me entregó otra a cambio. Pedía ayuda. Lo tenían encerrado detrás de esas grandes puertas de acero…

—Encerrado no —lo interrumpió la Corneja.

—… como si hubiera hecho algo malo…

—Algo bueno —lo corrigió ella.

Mission se calló. Se dio cuenta de que detrás de sus viejos ojos brillaba un secreto, como un amanecer el día después de una limpieza.

—Rodny no corre peligro —le aseguró ella—. Está con los antiguos libros. Está con la gente que nos arrebató el mundo.

Allie le apretó el brazo a Mission.

—Ha estado tratando de explicárnoslo —susurró—. Todo va a salir bien. Ven, ayúdanos con las mesas.

—Pero la nota… —insistió Mission. Si no la hubiera roto en mil pedazos…

—La nota sólo era para transmitirle ánimos. Para hacerle saber que era hora de empezar. Nuestro muchacho está en posición de hacerles mucho daño por lo que han hecho. —Había una especie de salvajismo en los ojos de la Corneja.

—No —replicó Mission—. Rodny estaba asustado. Conozco a mi amigo y sé que tenía miedo de algo.

El rostro de la Corneja se endureció. Abrió el puño y se alisó la parte delantera de su descolorido vestido.

—Si es así —dijo con voz temblorosa—, entonces me he equivocado gravemente al juzgarlo.