Donald tropezó y cayó. El susto provocado por aquel contacto hizo que se le subiera el corazón a la garganta. Agitó los brazos para zafarse, pero alguien lo agarraba del traje. Más de una persona. Lo arrastraron hacia atrás hasta que dejó de ver lo que había más allá de la cima.
Unos gritos de frustración llenaron el interior de su casco. ¿No se daban cuenta de que era demasiado tarde? ¿No podían dejarlo en paz? Sacudió los brazos e intentó quitárselos de encima de un salto, pero lo arrastraron inexorablemente colina abajo, de regreso al silo Uno.
Volvió a caer, pero esta vez pudo rodar sobre sí mismo y, mientras levantaba los brazos para defenderse, los vio. Allí, sobre él, estaba Turman, vestido sólo con el mono blanco y con la frente grisácea manchada de polvo.
—¡Tenemos que irnos! —gritó Turman en medio del fuerte viento. Su voz parecía tan lejana como las nubes.
Donald sacudió las piernas y trató de regresar arrastrándose a la cima, pero eran tres y le cortaban el paso. Vestían de blanco y tenían los ojos entornados frente a la ferocidad del viento y la violencia de la arena.
Gritó mientras volvían a sujetarlo. Trató de agarrarse a las rocas y arañó el suelo, pero ellos lo arrastraron de las botas. Su casco chocaba contra la tierra apelmazada y sin vida. Las nubes furiosas e hinchadas se agitaban sobre su cabeza mientras las uñas de sus dedos se doblaban y partían en su afán por encontrar un asidero.
Cuando llegaron abajo, estaba sin fuerzas. Se lo llevaron por una rampa y luego lo introdujeron en una esclusa donde esperaban más hombres. Le quitaron el casco y lo tiraron a un lado antes de que se hubiera cerrado del todo la compuerta. Turman, de pie en una esquina, observaba cómo lo desnudaban. El anciano se llevó un dedo a un reguero de sangre que le resbalaba por la nariz. Donald lo había alcanzado con una patada.
Erskine estaba allí, lo mismo que el doctor Sneed, ambos con la respiración entrecortada. En cuanto terminaron de quitarle el traje, Sneed le clavó la aguja de una jeringuilla. Erskine le cogió la mano con expresión de tristeza mientras el líquido comenzaba a propagarse por las venas de Donald.
—Qué derroche —dijo alguien mientras los sentidos de Donald empezaban a nublarse.
—Mirad qué desastre.
Erskine le puso una mano en la mejilla. Donald se sumergió más profundamente en la negrura. Los párpados le pesaban cada vez más y oía todo lo que decían como si llegase desde muy lejos.
—Sería mejor si alguien como tú estuviera al mando… —oyó decir a Erskine.
Pero la voz era la de Victor. Era un sueño. No, un recuerdo. Un pensamiento sobre una conversación anterior. Donald no podía saberlo con certeza. El mundo de la vigilia, un mundo de botas y voces enfurecidas, estaba ocupado dejándose engullir por la neblina de los sueños. Y esta vez, en lugar de sentir miedo a la muerte, entró de buen grado en aquella negrura. La abrazó con la esperanza de que fuese eterna. Se desvaneció con un último pensamiento dirigido a su hermana, a aquellos drones debajo de las lonas, a todas las cosas que esperaba que nunca despertasen.