Aquella tarde, Donald y Anna trabajaron para ordenar la sala de guerra. La prepararon por si volvía a necesitarla alguien en un turno futuro. Retiraron todas sus notas de las paredes y las metieron en cajones de plástico. Donald supuso que las guardarían en cualquier otra parte, en otro almacén, donde permanecerían acumulando polvo. Desenchufaron los ordenadores, recogieron los cables y luego vino Erskine a llevárselos en un carrito de ruedas chirriantes. Lo único que se quedó allí fueron los camastros, una muda de ropa y algunos artículos de baño esenciales. Lo suficiente para aguantar hasta la reunión con el doctor Sneed del día siguiente.
Varios turnos se disponían a terminar. Para Anna y Turman había sido mucho tiempo. Dos turnos completos. Casi un año despiertos. Erskine y Sneed necesitarían unas semanas para terminar el trabajo, y para entonces llegaría el jefe siguiente y la rutina volvería a la normalidad. Para Donald había sido menos de una semana despierto tras un siglo de sueño. Era un muerto que había abierto los ojos durante un momento fugaz.
Se dio una última ducha y tomó una primera dosis de la bebida amarga, para que nadie creyera que pasaba algo raro. Pero no pensaba volver a dormir. Si lo devolvían al sueño profundo, sabía que no volverían a despertarlo. Salvo que las cosas fuesen realmente mal, en cuyo caso no querría que lo despertasen de todos modos. Salvo que lo hiciese Anna otra vez, por soledad, deseosa de compañía y dispuesta a someterlo a cualquier abuso con tal de conseguirla.
Aquello no era dormir. Era el almacenamiento de la mente y el cuerpo. Había otras alternativas más definitivas. Donald había encontrado el valor que necesitaba al seguir el rastro de pistas dejado por Victor, con quien no tardaría en unirse en la muerte.
Dio un último paseo entre las armas y los drones antes de retirarse finalmente a su camastro. Pensó en Helen mientras se tumbaba allí y escuchaba cantar a Anna en la ducha por última vez. Y se dio cuenta de que la rabia que sintió al pensar que su mujer había vivido y amado sin él se había disipado, borrada por la culpa que sentía por el hecho de haber encontrado consuelo en los brazos de Anna. Y cuando ella acudió a su lado aquella noche, recién salida de la ducha y con la carne perlada de gotas de agua, no quiso seguir resistiéndose. Tenían el olor de la misma bebida amarga en el aliento, el brebaje que preparaba sus venas para el sueño profundo, pero a ninguno de los dos les importó. Donald sucumbió. Y luego esperó a que ella volviese a su camastro y su respiración se acompasase para echarse a llorar hasta quedarse dormido.
Cuando despertó, Anna ya se había marchado y su camastro estaba hecho. Donald hizo también el suyo. Metió las sábanas debajo del colchón y cuadró las esquinas con toda pulcritud, a pesar de que sabía que las echarían a lavar antes de devolver los camastros a su lugar en los barracones. Consultó la hora. Habían programado lo de Anna a primera hora para que nadie pudiese verla. Le quedaba menos de una hora antes de que Turman acudiera en su busca. Tiempo más que suficiente.
Salió al almacén y se acercó al dron que estaba más cerca de la puerta del hangar. Al quitar la lona que lo cubría levantó una nube de polvo. Sacó a rastras el cajón vacío de debajo de una de las alas, abrió la puerta del hangar y dejó el cajón en el umbral de la entrada del ascensor. Luego bajó la puerta y la apoyó en el cajón para dejar el hangar abierto.
Tras cruzar corriendo el pasillo, por delante de los barracones vacíos, levantó el plástico que cubría el último de los puestos de control. Retiró la tapa de plástico del panel del ascensor y pulso el botón de subida. La primera vez que lo probó la puerta del ascensor no se había abierto, pero sí oyó el ruido que hacía la plataforma al ascender al otro lado de la pared. No había tardado demasiado en dar con la solución.
Devolvió el plástico a su sitio, cruzó rápidamente el pasillo, apagó la luz y cerró la puerta. Sacó el otro cajón de debajo del ala izquierda del dron. Se desvistió y tiró la ropa debajo del vehículo. Extrajo el grueso traje de plástico del cajón y se sentó para meter las piernas. Luego se puso las botas y cerró cuidadosamente las abrazaderas a su alrededor. Tras levantarse, cogió unos cordones que le había quitado a otra bota. El extremo estaba sujeto a la cremallera de la parte trasera del traje. Se lo pasó por encima del hombro, dio un tirón hacia arriba y se aseguró de que la cremallera subía hasta el final antes de sacar los guantes, la linterna y el casco de la caja.
Una vez vestido del todo, cerró el cajón, volvió a dejarlo bajo el ala y cubrió el dron con la lona. Cuando llegase Turman, sólo habría un cajón fuera de su sitio. Victor había dejado un embrollo y un enigma tras de sí. Donald apenas dejaría un rastro.
Se introdujo arrastrándose en el ascensor, con la linterna por delante. Oía el ruido que hacía el motor contra el cajón atrapado, como una colmena de abejas enfurecidas. Encendió la linterna, echó un último vistazo al almacén y, tras un momento de preparación, golpeó el cajón de plástico con los dos pies.
El cajón se abombó. Volvió a intentarlo, y esta vez, con un fuerte estrépito, la puerta descendió mientras se producía un repentino estremecimiento. Entonces el ascensor se puso en movimiento. La linterna empezó a temblar. Donald la agarró con las dos manos mientras su respiración nublaba el interior del casco. No sabía lo que iba a pasar, pero al menos sería obra suya. Controlaría su propio destino.