Silo 1
Encontrar a una persona concreta entre diez mil tendría que haber sido más difícil. Tendrían que haberse pasado meses husmeando entre informes y bases de datos, enviando consultas al jefe del silo Dieciocho y pidiéndole perfiles de personalidad, examinando historiales de arrestos, calendarios de limpieza, listas de relaciones y recopilaciones de conversaciones y rumores extraídas de los informes mensuales.
Pero Donald había encontrado un camino más fácil. Simplemente, había buscado una réplica exacta de sí mismo en la base de datos.
Alguien que recordase. Lleno de miedo y paranoia. Que tratase de ocultarse entre los demás pero tuviese tendencias subversivas. Buscó miedo a los médicos y estudió a aquellos que nunca acudían a verlos. Buscó gente que no quisiera tomarse la medicación y encontró una persona que no se fiaba ni del agua. Una parte de él creía que tenían que ser varias personas las que estaban provocando tanto caos, una jauría, y que la primera a la que localizaran los llevaría hasta el resto. Pensaba que sería un grupo de gente joven e indignada y que contarían con algún método para transmitir lo que sabían de generación en generación. Lo que descubrió era inquietantemente distinto a todo esto.
A la mañana siguiente le mostró los resultados a Turman, quien se mantuvo en completo silencio mientras lo hacía.
—Claro —dijo al final—. Claro.
Una mano sobre el hombro fue la única felicitación que recibió Donald. Turman le explicó que el reinicio marchaba muy avanzado. Admitió que el proceso se había iniciado antes de que lo despertaran, que el jefe del silo Dieciocho había reclutado más personal y había empezado a sembrar las semillas de la discordia. Erskine y el doctor Sneed trabajaban día y noche para hacer cambios, para dar con una nueva fórmula, pero podían tardar semanas en obtener resultados. Tras examinar las conclusiones de Donald, dijo que iba a llamar al silo Dieciocho.
—Quiero estar presente —exigió Donald—. A fin de cuentas, la teoría es mía.
Lo que quería decir era que no quería hacerlo a la manera de los cobardes. Si iban a ejecutar a alguien por su causa —una vida a cambio de muchas—, no quería eludir su responsabilidad en la decisión.
Turman accedió.
Mientras bajaban en el ascensor, casi parecía que fuesen iguales. Donald preguntó a Turman por qué había autorizado el reinicio, aunque creía saber la respuesta.
—Vic ganó —respondió Turman.
Donald pensó en todas las vidas de la base de datos que habían sumido en el caos. Había cometido el error de preguntar cómo marchaba el reinicio y Turman le había hablado de las bombas y la violencia, de grupos de distintos colores que luchaban entre sí. Le había contado que, normalmente, para que esas cosas se descontrolaran, sólo se requería un pequeño empujoncito, que la fórmula era tan antigua como el tiempo.
—El combustible siempre está ahí —afirmó Turman—. Te sorprendería lo poco que hace falta para inflamarlo.
Al salir del ascensor, continuaron por un pasillo que a Donald le resultaba familiar. Antes hacía aquel mismo desplazamiento todos los días. Allí había trabajado bajo un nombre distinto. Había trabajado sin saber lo que hacía. Pasaron por delante de despachos llenos de gente que tecleaba o charlaba. Medio milenio de gente entrando y saliendo de sus turnos, haciendo lo que les decían, siguiendo órdenes.
Al acercarse a su antiguo despacho, fue incapaz de contenerse: se detuvo y asomó la cabeza. Un hombre flaco, con un halo de cabello de oreja a oreja y sólo unos finos mechones por encima, levantó la cabeza y lo miró. Permaneció allí, con la boca entreabierta y la mano apoyada en el ratón, esperando a que Donald dijese o hiciese algo.
Donald lo saludó con un gesto de la cabeza. Se volvió y se asomó por la puerta de enfrente, donde había un hombre de blanco sentado frente a una mesa similar. El titiritero. Turman le dijo algo y el hombre se levantó y se reunió con ellos en el pasillo. Él sí sabía que Turman estaba al mando.
Donald los siguió a la sala de comunicaciones. El hombre calvo se quedó en su antigua mesa, jugando al solitario. Sentía una combinación de simpatía y envidia por él, por todos aquellos que no recordaban. Al doblar la esquina, recordó aquellos accesos de lucidez inicial de su primer turno. Recordó haber hablado con un médico que conocía la verdad y haberse quedado maravillado ante la idea de que alguien pudiera asimilar semejante conocimiento. Y ahora se daba cuenta de que no era que el dolor se volviese tolerable ni que la confusión desapareciese. Simplemente, se transformaba en algo familiar. Se convertía en parte de ti.
La sala de comunicaciones estaba en silencio. Varias cabezas se volvieron hacia ellos cuando entraron. Uno de los operadores, con su mono naranja, se apresuró a bajar los pies de la mesa. Otro dio un mordisco a una barrita de proteínas y siguió trabajando.
—Ponedme con el Dieciocho —dijo Turman.
Los ojos se volvieron hacia el otro hombre de blanco, el que teóricamente estaba al mando, que dio su consentimiento con un gesto. Establecieron la comunicación. Turman se llevó la mitad de unos cascos a la oreja mientras esperaba. Al ver la expresión de Donald, pidió otros a uno de los operadores. Donald se acercó para cogerlos mientras enchufaban el cable al receptor. Oyó el familiar pitido de la llamada y sintió que se le encogía el corazón, lleno de dudas. Finalmente respondió una voz. Una sombra.
Turman pidió que lo pasaran con el señor Wyck, el jefe del silo.
—Ya viene —respondió la sombra.
Una vez que Wyck se incorporó a la conversación, Turman le contó lo que había descubierto Donald, pero fue la sombra quien respondió. Conocía a la persona que buscaban. Dijo que la conocía bien. Había algo en su voz, consternación o dudas, y Turman indicó al operador que activara los sensores de los cascos. De repente, los ordenadores comenzaron a recibir datos, como sucedía en los ritos de iniciación. Durante el interrogatorio de Turman, Donald tuvo la sensación de estar viendo a un maestro de su oficio en acción.
—Cuéntame lo que sabes —dijo. Turman se inclinó por encima del operador y clavó la mirada en la pantalla que medía la conductividad de la piel, el pulso y la transpiración. Donald no era un experto en el análisis de aquellos datos, pero sabía que pasaba algo por los picos que se producían cuando hablaba la sombra. Empezó a sentir temor por el joven. Se preguntó si iría a morir alguien en aquel momento y aquel lugar.
Pero Turman optó por mostrarse más amable. Hizo que el muchacho le hablase de su infancia, que admitiese la rabia que llevaba en su interior, el sentimiento de no pertenencia. La sombra le habló de una infancia a un tiempo ideal y frustrante y Turman se mostró como un sargento de instrucción con un recluta atribulado, amable pero firme: lo desmontó pieza a pieza para luego volver a reconstruirlo.
—Te han contado la verdad —le dijo al joven refiriéndose al Legado—. Y ahora ya sabes por qué la verdad debe administrarse con cautela, o sencillamente ocultarse.
—Sí.
La sombra sorbió por la nariz, como si estuviera sollozando. Y sin embargo, las líneas dentadas que aparecían en las pantallas comenzaron a formar picos menos empinados, valles menos profundos.
Turman habló de sacrificio, de bien común, de la irrelevancia de las vidas individuales a largo plazo. Cogió la rabia de la sombra y la redirigió, hasta que la tortura de un encierro durante meses en compañía de los volúmenes del Legado quedó destilada en su misma esencia. Y durante todo este proceso, no oyeron ni respirar al jefe del silo.
—Dime lo que hay que arreglar —le pidió Turman una vez acabada la conversación. Depositó el problema a los pies de la sombra. Donald se dio cuenta de que era mucho mejor que ofrecerle directamente la solución.
La sombra habló de una formación cultural que sobrevaloraba la individualidad, de unos niños que sólo querían abandonar sus familias, de generaciones que vivían separadas por varios pisos y de una sociedad que se asentaba en la independencia hasta que nadie dependía de nadie y todo el mundo era prescindible.
Entonces llegó el llanto. Donald vio que el rostro de Turman se ponía tenso y volvió a preguntarse si se dispondría a ordenar que acabaran con las miserias del joven. Lo que hizo Turman fue soltar el botón de transmisión y decir sencillamente a los presentes:
—Está listo.
Y lo que había comenzado como un interrogatorio, una prueba de la teoría de Donald, concluyó el rito de iniciación del muchacho. Una sombra se convirtió en un hombre. Una serie de líneas en una pantalla se transformaron en los cables de acero de su determinación, al recibir su rabia un nuevo sentido, un nuevo objetivo. De repente, su infancia había recibido una nueva interpretación. Más peligrosa.
Turman dio al joven su primera orden. El señor Wyck felicitó al muchacho y le dijo que lo dejarían ir, que recibiría su libertad. Y más tarde, mientras Donald y Turman volvían con Anna en el ascensor, Turman declaró que en los años venideros aquel Rodny sería un magnífico jefe de silo. Incluso mejor que su antecesor.