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2049

Washington D. C.

El tiempo pasaba de prisa para Donald Keene. Transcurrió otro día, luego otra semana, y a él seguía faltándole tiempo. Parecía que acababa de salir el sol cuando levantó la mirada y se dio cuenta de que eran más de las once de la noche.

«Helen». Sintió un momento de pánico mientras buscaba el teléfono con manos nerviosas. Le había prometido a su mujer que la llamaría siempre antes de las once. Sintió un acaloramiento fruto de la culpabilidad alrededor del cuello. Se la imaginó sentada, con la mirada clavada en el teléfono, esperando y esperando.

Su mujer respondió al primer tono.

—Ya era hora —dijo con voz baja y soñolienta, y una entonación que revelaba más alivio que indignación.

—Cielo… Dios, lo siento muchísimo, he perdido por completo la noción del tiempo.

—No pasa nada, cariño. —Su mujer bostezó y Donald tuvo que combatir el contagioso impulso de hacer lo mismo—. ¿Has redactado alguna buena ley?

Donald se echó a reír mientras se frotaba la cara.

—No me dejan hacer eso. Aún no. Más que nada, lo que me tiene ocupado es un pequeño proyecto del senador…

Se calló. Había pasado toda la semana rumiando el mejor modo de contárselo y tratando de decidir qué partes debía contarle y qué partes convenía mantener en secreto. Miró de reojo el nuevo monitor que había sobre su mesa. De algún modo, el perfume de Anna perduraba aún en el aire una semana más tarde.

La voz de Helen subió ligeramente de intensidad.

—¿Ah, sí?

Podía imaginársela con toda nitidez: en camisón, con el lado de la cama de él inmaculado y un vaso de agua en la mesita de noche. La echaba terriblemente de menos. La culpabilidad que sentía, a pesar de que era inocente, intensificaba ese sentimiento.

—¿Qué quiere que hagas? Algo legal, espero.

—¿Cómo? Pues claro que es legal. Es… En realidad es un trabajo de arquitectura. —Se inclinó hacia adelante para apurar el dedo de dorado escocés que aún quedaba en el vaso—. Para serte sincero, se me había olvidado lo mucho que me gusta este tipo de trabajo. Creo que habría sido un arquitecto aceptable si hubiera seguido con ello. —Tomó un ardiente trago y miró los monitores, que se habían apagado para proteger las pantallas. Se moría de ganas de continuar. Todo se esfumaba, desaparecía por completo, cuando se enfrascaba en el dibujo.

—Cariño, no creo que los contribuyentes te enviaran a Washington para diseñarle un nuevo cuarto de baño al senador.

Donald sonrió y se terminó la copa. Podía imaginarse perfectamente la sonrisa de su esposa al otro lado de la línea. Volvió a dejar el vaso encima de la mesa y apoyó los pies sobre ella.

—No es eso —dijo—. Se trata de los planos de una instalación que están construyendo a las afueras de Atlanta. O de una pequeña parte, en realidad. Pero si no lo hago bien, el proyecto entero podría venirse abajo.

Observó la carpeta abierta que había sobre su mesa. Su esposa soltó una risa soñolienta.

—¿Por qué han tenido que pedirte que hagas algo así? —preguntó—. Si tan importante es, ¿por qué no se lo encargan a alguien que sepa lo que se hace?

Donald se echó a reír con fingida indignación, a pesar de que estaba totalmente de acuerdo. No podía quitarse de encima la sensación de que era víctima de la costumbre de Washington de asignar trabajos a gente que no estaba preparada para ellos, como los contribuyentes a las campañas que acababan convertidos en embajadores.

—Lo cierto es que se me da bastante bien —dijo a su mujer—. Comienzo a pensar que valgo más como arquitecto que como congresista.

—Seguro que eres un genio en ello. —Su esposa volvió a bostezar—. Pero si querías ser arquitecto podrías haberte quedado en casa. Aquí también podrías trabajar hasta tarde.

—Ya, lo sé. —Donald recordaba las discusiones que habían tenido cuando estaba pensando si debía presentarse al cargo, sobre cómo podía afectar eso a su relación. Y ahora estaba trabajando fuera de casa haciendo la misma cosa que había renunciado a hacer—. Creo que es algo que tenemos que pasar el primer año —dijo—. Considéralo una especie de beca. Luego mejora. Además, creo que es buena señal que me haya elegido para este trabajo. Para él, Atlanta es una especie de proyecto familiar, algo que quiere mantener dentro de casa. De hecho, se ha fijado en parte del trabajo que hice en…

—Un proyecto familiar.

—Bueno, no en sentido literal, sino más bien… —No era así como quería decírselo. Es lo que pasaba por postergarlo, por esperar hasta estar cansado y un poco achispado.

—¿Por eso estás trabajando hasta tarde? ¿Por eso me llamas después de las diez?

—Cielo, he perdido la noción del tiempo. Estaba en el ordenador. —Miró el vaso y vio que aún contenía unas gotas, apenas el dorado residuo que había resbalado por las paredes de cristal después del último trago—. Es una buena noticia para nosotros. Gracias a esto, podré volver a casa temprano más días. Estoy seguro de que necesitarán que vaya a ver las obras, que despache con los capataces…

—Sería una buena noticia, sí. La perra te echa de menos.

Donald sonrió.

—Seguro que tú también.

—Ya sabes que sí.

—Bien. —Removió el vaso para reunir las últimas gotas y lo apuró—. Y escucha, sé cómo te va a hacer sentir esto, y te aseguro que es algo que escapa a mi control, pero la hija del senador está trabajando conmigo en el proyecto. Y Mick Webb. ¿Te acuerdas de él?

Un silencio helado.

Y entonces:

—Me acuerdo de la hija del senador.

Donald se aclaró la garganta.

—Sí, bueno, Mick se encarga de tareas administrativas. Ya sabes, comprar los terrenos, tratar con los contratistas… Al fin y al cabo, es prácticamente su distrito. Y ya sabes que ninguno de los dos estaría donde está si el senador no nos hubiera dado un empujoncito…

—Lo que sé es que habías salido con ella. Y que flirteaba contigo incluso cuando yo estaba delante.

Donald se echó a reír.

—¿Lo dices en serio? ¿Anna Turman? Vamos, cielo, eso fue hace una eternidad…

—De todos modos, pensaba que ibas a pasar más tiempo en casa. Al menos los fines de semana. —Oyó que su mujer suspiraba lentamente—. Mira, es tarde. ¿Por qué no dormimos un poco? Ya hablaremos de ello mañana.

—Vale. Sí, claro. Y, cariño…

Su mujer esperó en silencio.

—Nada se va a interponer entre nosotros, ¿vale? Ésta es una enorme oportunidad para mí. Y algo que se me da muy bien. Había olvidado de lo bien que se me da.

Hubo una pausa.

—Se te dan bien muchas cosas —dijo su esposa—. Eres un buen marido y sé que serás un buen congresista. Lo que pasa es que no me fío de la gente de la que te estás rodeando.

—Pero sabes que no habría llegado hasta aquí sin él.

—Lo sé.

—Mira, tendré cuidado. Te lo prometo.

—Vale, hablaremos mañana. Que duermas bien. Te quiero.

Colgó, y Donald, al mirar el teléfono, vio que tenía una docena de mensajes. Decidió ignorarlos hasta la mañana siguiente. Movió el ratón para encender los monitores. Ellos podían permitirse el lujo de echarse una siestecita, pero él no.

En medio de la nueva pantalla se veía el plano esquemático de un apartamento. Donald amplió el zoom y el apartamento disminuyó de tamaño y a su lado apareció un pasillo y luego docenas de aposentos con la misma forma triangular. Las especificaciones del edificio describían un búnker capaz de albergar a diez mil personas durante al menos un año: una sobresaturación total. Donald había abordado la tarea como si fuese cualquier otro proyecto de diseño. Se imaginó allí, tras un vertido tóxico, una fuga u otro tipo de accidente nuclear, un ataque terrorista o cualquier otra circunstancia capaz de obligar a los trabajadores a refugiarse bajo tierra, donde tendrían que permanecer durante semanas o meses hasta que descontaminasen la zona.

La vista siguió retrocediendo hasta que aparecieron otros pisos por encima y por debajo, plantas vacías que más adelante rellenaría con almacenes, pasillos y más apartamentos. Había reservado algunos de ellos para que Anna incluyese las zonas de mecánica…

—¿Donny?

La puerta se abrió antes de que oyese pronunciar su nombre. Donald movió el brazo tan violentamente debido al sobresalto que el ratón resbaló sobre la alfombrilla y se alejó rodando por la mesa. Enderezó la espalda, asomó la cabeza por encima de los monitores y vio que Mick Webb le sonreía desde la puerta. Tenía la chaqueta bajo el brazo, la corbata floja y un rastro de barba cobriza sobre la piel morena. Se echó a reír al ver la expresión atribulada de Donald y se acercó cruzando la habitación. Donald buscó el ratón a tientas y minimizó rápidamente la ventana del AutoCAD.

—Mierda, tío, no habrás empezado a operar en bolsa, ¿verdad?

—¿Operar en bolsa? —Donald se reclinó en el asiento.

—Sí. ¿A qué viene el nuevo equipo? —Mick rodeó la mesa y apoyó un brazo en el respaldo de su silla. Una partida abandonada de FreeCell esperaba acusadoramente en la menor de las dos pantallas.

—Ah, el monitor nuevo. —Donald minimizó la partida y se volvió en la silla—. Me gusta tener varios programas abiertos a la vez.

—Ya veo —ironizó Mick mientras señalaba con un ademán los monitores vacíos y los florecidos cerezos del monumento a Jefferson del salvapantallas.

Donald se echó a reír y se frotó la cara. Podía sentir su propia barba incipiente y se había olvidado de cenar. El proyecto sólo llevaba una semana en marcha y ya estaba hecho unos zorros.

—Salgo a tomar una copa —le dijo Mick—. ¿Quieres venir?

—Lo siento. Todavía tengo trabajo aquí.

Mick le apretó el hombro con tanta fuerza que le hizo daño.

—Siento tener que ser yo el que te lo diga, colega, pero vas a tener que empezar otra vez. Cuando entierras un as de ese modo, luego no hay vuelta atrás. Venga, vamos a tomar una copa.

—En serio, no puedo. —Donald se zafó de la mano de su amigo y se volvió hacia él—. Estoy trabajando en los planos de Atlanta. En teoría, no puedo dejar que los vea nadie. Es alto secreto.

Para subrayar su afirmación, alargó el brazo y cerró la carpeta que había sobre su mesa. El senador le había dicho que no debían escatimar precauciones para proteger el proyecto.

—Ohhh. Alto secreto. —Mick agitó las dos manos en el aire—. Yo trabajo en el mismo proyecto, cretino. —Hizo un ademán en dirección al monitor—. ¿Y te encargan los planos a ti? ¿Cómo es posible? Si yo saqué mejores notas. —Se inclinó sobre la mesa y examinó la barra de tareas—. ¿AutoCAD? Mola. Venga, déjame verlo.

—Qué más quisieras.

—Venga, coño. No seas crío.

Donald se echó a reír.

—Mira, ni siquiera la gente de mi equipo va a ver los planos enteros. Y yo tampoco.

—Eso es absurdo.

—No, es como se hacen las cosas en el gobierno. ¿Acaso me ves a mí espiando tu trabajo?

Mick obvió el comentario con un ademán.

—Lo que tú digas. Coge el abrigo. Vámonos.

—Vale, de acuerdo. —Se dio unas palmadas en las mejillas tratando de despejarse—. Trabajaré mejor por la mañana.

—Mañana es sábado. Turman debe de quererte mucho.

—Eso espero. Dame un par de minutos para cerrar esto.

Mick volvió a reírse.

—Adelante. No estoy mirando. —Se dirigió a la puerta mientras Donald guardaba el trabajo.

Cuando Donald se levantaba de la silla para marcharse, sonó su teléfono. Su secretaria ya no estaba, así que era alguien que tenía su línea directa. Donald alargó la mano hacia el aparato mientras levantaba un dedo en dirección a Mick.

—Helen…

Alguien se aclaró la garganta al otro lado. Una voz profunda y ronca se disculpó:

—No, lo siento.

—Oh. —Donald miró de reojo a Mick, que estaba dando unos golpecitos con el índice a su reloj para que se diera prisa—. Hola, señor.

—¿Vais a salir, chicos? —preguntó el senador Turman.

Donald se volvió hacia la ventana.

—¿Perdone?

—Mick y tú. Es viernes por la noche. ¿Vais a ir a la ciudad?

—Eh… Sólo a tomar una copa, señor.

Lo que Donald quería saber era cómo demonios se había enterado el senador de que Mick estaba allí.

—Bien. Dile a Mick que quiero verlo el lunes a primera hora de la mañana. En mi despacho. Y a ti. Tenemos que organizar vuestra primera visita al lugar de la obra.

—Oh. De acuerdo.

Donald esperó, sin saber si había algo más.

—Vais a colaborar muy estrechamente en el proyecto.

—Bien. Claro.

—Como hablamos la semana pasada, no hay ninguna necesidad de que comentes detalles con otros miembros del proyecto. Y lo mismo va por Mick.

—Sí, señor. Desde luego. Recuerdo la conversación.

—Excelente. Que os lo paséis bien, chicos. Ah, y si Mick comienza a irse de la lengua, tienes mi permiso para liquidarlo allí mismo.

Hubo un momento de silencio, seguido por la risa vigorosa de un hombre cuyos pulmones parecían mucho más jóvenes de lo que eran en realidad.

—Ah. —Donald observó a Mick, que había destapado una botella para olfatear su contenido—. Muy bien, señor. Pierda cuidado, lo haré.

—Excelente. Nos vemos el lunes.

El senador colgó bruscamente. Mientras Donald dejaba el auricular sobre el aparato e iba a coger el abrigo, su nuevo monitor permaneció mudo sobre la mesa, observándolo impasible.