Silo 18
A Mission le picaba la garganta y le lloraban los ojos. El humo se hacía más denso y el hedor más fuerte a medida que se aproximaba al piso ciento veinte y a la delegación inferior de Envíos. Sus perseguidores parecían haber perdido entusiasmo, puede que en los agujeros de los peldaños que ya se habían cobrado una vida.
Cam había muerto, de eso estaba seguro. ¿Cuántos más habían sufrido el mismo destino? Una punzada de culpabilidad acompañó al enfermizo pensamiento de que habría que llevar los cadáveres hasta las granjas en sus bolsas de plástico. Un porteador tendría que encargarse de ello y sería un trabajo muy lucrativo.
Se sacó la idea de la cabeza al llegar al último piso antes de Envíos. Tenía la cara surcada de lágrimas, entremezcladas con el sudor y la porquería del largo día de descenso. Era portador de malas noticias. Una ducha y una muda limpia no harían gran cosa por aliviar el agotamiento que sentía, pero al menos allí abajo encontraría protección y ayuda para aclarar la confusión que había provocado la explosión. Mientras bajaba corriendo el último tramo de escalera recordó, puede que a causa de las cenizas que ascendían flotando en el aire y que le recordaron a una nota hecha pedazos y convertida en confeti, la razón por la que había salido en pos de Cam.
Rodny estaba encerrado en Informática y su súplica de auxilio se había perdido entre el estrépito y el caos de la explosión.
La explosión. Cam. El paquete. La entrega.
Mission se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla para no perder el equilibrio. Se acordó del ridículamente elevado importe del encargo, un importe que tal vez no pensara pagar nunca quien lo había propuesto. Tras recomponerse y reanudar su descenso a toda velocidad, se preguntó lo que estaría pasando en aquella sala cerrada en el interior de Informática, en qué clase de lío estaría metido Rodny y lo que podía hacer para ayudarlo. E incluso cómo llegar hasta él.
Cuando llegó a Envíos, la atmósfera era tan densa que costaba hasta respirar. Había una pequeña muchedumbre amontonada en la escalera. Desde el otro lado del rellano observaban las puertas abiertas del piso ciento veinte. Mission tosió con el puño delante de la boca mientras avanzaba entre ellos. ¿Habrían caído escombros desde arriba? Todo parecía intacto. Junto a la puerta había dos cubos volcados y una manguera de incendios de color gris cruzaba serpenteando la barandilla y se perdía en el interior. Una manta de humo ocultaba el techo; salía del interior del piso y luego ascendía por el hueco de la escalera, en abierto desafío a las leyes de la gravedad.
Mission se tapó la nariz con el pañuelo, confuso. El humo provenía del interior de Envíos. Empezó a respirar por la boca y la tela que le cubría los labios logró aminorar un poco la quemazón que sentía en la garganta. Unas formas oscuras se movían en el vestíbulo. Tras soltar la correa que sujetaba el cuchillo, cruzó el umbral con la espalda inclinada para mantenerse a distancia del humo. Los suelos estaban mojados y desde el interior llegaba un chapoteo que indicaba que había gente allí. Estaba oscuro, pero los haces de luz de unas linternas bailaban de un lado a otro.
Mission corrió hacia las luces. El humo era más denso allí, y el agua que cubría el suelo, más profunda. En la superficie flotaban trozos de una masa indefinida. Pasó frente a uno de los dormitorios, la sala de distribución y las oficinas delanteras.
Lily, una porteadora ya entrada en años, se cruzó corriendo con él. Sólo la reconoció en el último momento porque la luz de su linterna le iluminó un instante la cara. Había algo tendido sobre el agua y apoyado en una pared. Cuando Mission se acercó, una de las luces que se movían pasó sobre ese algo y vio lo que era. Hackett, uno de los pocos porteadores que trataba a las jóvenes sombras con respeto y no parecía divertirse a su costa. La mitad de su cara estaba intacta, pero la otra mitad se había convertido en una ampolla de color rojo. Días de muerte. Los números de la lotería empezaron a parpadear ante los ojos de Mission.
—¡Porteador! ¡Aquí!
Era la voz de Morgan, el antiguo jefe de Mission. La tos del viejo se unió a un coro de otras toses. El pasillo estaba repleto de restos y aguas removidas, chapoteos y movimientos bruscos, humo y órdenes. Mission, con los ojos ardiendo, corrió hacia la conocida silueta.
—¿Señor? Soy Mission. La explosión… —Señaló hacia el techo.
—Conozco a mis propias sombras, muchacho. —Morgan le apuntó a los ojos con una linterna—. Ven aquí y échales una mano a estos chicos.
El olor a judías cocidas y papel quemado y mojado era casi insoportable. También olía un poco a combustible, un aroma que Mission conocía de las profundidades y sus generadores. Y había otra cosa: el mismo olor que flotaba en el bazar cuando asaban un cerdo, el tufo penetrante y desagradable de la carne chamuscada.
En la sala principal, la capa de agua que cubría el suelo era más profunda. Le llegaba hasta la mitad de las botas, y al avanzar por ella se las llenó de porquería. Los hombres que decía Morgan estaban vaciando archivadores en el interior de unos cubos. Le pusieron un cajón vacío en las manos mientras los haces de luz daban vueltas en la neblina. Le ardía la nariz y las lágrimas caían sin control por sus mejillas.
—Aquí, aquí —lo llamó alguien con urgencia. Le advirtieron de que no tocase el archivador. Le llenaron el cajón de papeles, que pesaban más de lo que se esperaba. Mission no entendía su premura. El incendio ya estaba apagado. Las paredes estaban negras donde las habían lamido las llamas y los grandes maceteros de la pared opuesta, donde crecían plantas leguminosas enroscadas a altos caballetes, se habían convertido en cenizas. Los pocos de ellos que seguían en pie parecían dedos negros.
Amanda, una mujer de Envíos, estaba junto a los archivadores con el pañuelo alrededor de la cabeza. Se encargaba de organizarlos mientras los vaciaban. El cajón de Mission se llenó de prisa. Mientras se dirigía al vestíbulo vio que alguien sacaba los viejos libros de la caja fuerte. Había un cuerpo en el rincón, cubierto por una sábana. Nadie tenía demasiada prisa por quitársela.
Siguió a los demás hasta el rellano, pero no todos salieron. Las luces de emergencia de los dormitorios estaban encendidas y había un montón de mantas apiladas en un rincón. Carter, Lyn y Jocelyn estaban distribuyendo carpetas sobre los muelles de los colchones. Mission descargó su cajón y regresó para volvieran a llenarlo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a Amanda al llegar a los archivadores—. ¿Ha sido una venganza?
—Los granjeros vinieron a por las judías —respondió ella. Utilizó su pañuelo para pelearse con otro cajón—. Vinieron a por las judías y lo quemaron todo.
Mission contempló la magnitud de los daños. Recordaba cómo había temblado la escalera con la explosión, y aún tenía fresca en la mente la imagen de la gente que había caído al vacío chillando. Los meses de violencia latente habían estallado de pronto, como si alguien acabara de pulsar un interruptor.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Carter. Era un fornido porteador de treinta y pocos años, esa edad en la que los hombres alcanzan la cúspide de su fuerza y todavía no han empezado a perder la flexibilidad en las articulaciones, pero parecía absolutamente derrotado. Llevaba el pelo pegado a la frente en mechones mojados. Tenía unas manchas negras en la cara y el color de su pañuelo ya era imposible de discernir.
—Quemarles las cosechas —sugirió alguien.
—¿Las cosechas con las que nos alimentamos?
—Sólo las del tercio superior. Son ellos los que han hecho esto.
—No sabemos quién ha sido —replicó Morgan.
Mission logró captar la atención de su antiguo jefe.
—En la sala principal he visto a… —dijo—. ¿Era él?
Morgan asintió.
—Roker. Sí.
Carter dio un puñetazo a la pared y comenzó a escupir blasfemias.
—¡Voy a matarlos! —gritó.
—Así que ahora eres… —Mission iba a decir «el jefe de la delegación inferior», pero era demasiado pronto y no habría tenido mucho sentido.
—Sí —asintió Morgan, y Mission se dio cuenta de que tampoco para él lo tenía.
—Durante los próximos días, la gente transportará lo que quiera —comentó Joel—. Si no respondemos, pareceremos débiles. —Tenía dos años más que Mission y era un buen porteador. Se tapó la boca con el puño para toser mientras Lyn lo miraba con preocupación.
Mission tenía otras cosas en la cabeza, aparte de la posible apariencia de debilidad del colectivo. La gente de los pisos de arriba pensaba que los había atacado un porteador. Y ahora este asalto de los granjeros, muy lejos del sitio donde ellos los habían atacado la noche antes… Los porteadores eran lo más parecido que tenían a una guardia móvil y ahora alguien los estaba atacando… con un plan premeditado, pensaba él. Y luego todos esos jóvenes a los que estaban reclutando en Informática. Y no para arreglar ordenadores, precisamente. Para romper algo. El espíritu del silo, tal vez.
—Tengo que llegar a casa —dijo Mission. Fue un desliz. Pretendía decir a los pisos de arriba. Intentó desatarse el pañuelo. Apestaba a humo, al igual que sus manos y su mono. Tendría que encontrar otro mono, de un color distinto. Iba a necesitarlo para ponerse en contacto con sus viejos amigos del Nido.
—¿Qué crees que vas a hacer? —preguntó Morgan. Parecía que su antiguo jefe iba a decir algo más cuando al fin logró desanudar el pañuelo. El anciano dirigió los ojos hacia el verdugón grande y enrojecido que tenía Mission alrededor del cuello y no dijo nada.
—No creo que esto sea por nosotros —apuntó Mission—. Creo que se trata de algo más importante. Un amigo mío está metido en un lío. Y tiene que ver con todo lo que está pasando. Creo que le va a suceder algo malo, o al menos que sabe algo. No dejan que hable con nadie.
—¿Rodny? —preguntó Lyn. Joel y ella habían estado dos cursos por encima de ellos en el Nido, pero conocían a Mission y a Rodny, a los dos.
Mission asintió.
—Y Cam ha muerto.
Se lo contó. Les explicó lo que había sucedido mientras bajaba, la explosión, la gente que lo había perseguido, el agujero en los peldaños. Alguien susurró el nombre de Cam con tono de incredulidad.
—No creo que les importe que lo sepamos —añadió Mission—. Me parece que ésa es la cuestión. Que todo el mundo tiene que estar furioso. Tan furioso como sea posible.
—Necesito tiempo para pensar —dijo Morgan—. Para trazar planes…
—No creo que tengamos mucho tiempo —replicó Mission. Les contó lo de los nuevos reclutas de Informática. Le dijo a Morgan que había visto a Bradley allí, que el joven porteador estaba presentando una solicitud para un empleo distinto.
—¿Y qué hacemos? —preguntó Lyn mirando a Joel y a los demás.
—Tomarnos las cosas con calma —sugirió Morgan, pero no parecía demasiado seguro. La confianza que había exhibido como porteador y como responsable de una sombra parecía quebrantada ahora que se había convertido en jefe.
—Yo no puedo permanecer aquí abajo —respondió Mission con decisión—. Podéis quedaros todas las fichas de vacaciones que tengo, pero necesito llegar al tercio superior. No sé cómo, pero he de hacerlo.