Subieron hasta la cafetería en lugar de dejar a Donald en el piso cuarenta y cuatro. Ya casi era hora de cenar y así podría ayudar a Turman con las bandejas. Mientras las luces de los botones con los números de los pisos se encendían y apagaban para marcar su avance a lo largo del hueco, Donald no podía dejar de pensar en la hipótesis de Turman con respecto a Victor. ¿Y si lo único que le interesaba era su resistencia a la medicación? ¿Y si el informe no contenía nada?
Al pasar por delante del piso cuarenta, al ver cómo se encendía y se apagaba el parpadeante piloto rojo que le correspondía, Donald pensó en el silo que había hecho exactamente lo mismo.
—¿Qué significa esto para el Dieciocho? —preguntó, mientras veía parpadear el número del piso siguiente.
Turman tenía la mirada clavada en las puertas de acero inoxidable, donde la huella de una mano indicaba el punto exacto en el que se había apoyado alguien para recobrar el equilibrio.
—Vic quería intentar un nuevo reinicio en el silo Dieciocho. Yo no le encontraba mucho sentido, pero puede que tuviese razón. Puede que les demos otra oportunidad.
—¿Qué implica un reinicio?
—Ya sabes lo que implica. —Turman se volvió hacia él—. Es lo mismo que hicimos con el mundo, sólo que a pequeña escala. Reducir la población, borrar los ordenadores y los recuerdos de la gente y volver a intentarlo. Lo hemos hecho varias veces con ese silo. Implica algunos riesgos. No se puede realizar una operación tan complicada sin provocar algunos traumas. Llegados a un punto determinado, es más sencillo y más seguro tirar de la cadena, sin más.
—Acabar con ellos —dijo Donald, y comprendió a qué se había opuesto Victor, qué era lo que había tratado de evitar. Le habría gustado poder hablar con el anciano. Anna le dijo varias veces que Victor hablaba de él con frecuencia. Y Erskine, que habría querido que gente como Donald estuviese al mando de las cosas.
El ascensor abrió las puertas en el último piso. Nada más salir, Donald se sintió extraño entre las personas de aquel turno, como si estuviera presente en la vida cotidiana del silo Uno y al mismo tiempo fuese ajeno a ella.
Se fijó en que nadie miraba a Turman con especial respeto. No era el jefe del turno y nadie lo trataba como tal. Sólo eran dos hombres, uno de blanco y otro de beige, que iban a por la comida mientras contemplaban el paisaje en ruinas en las pantallas de la pared.
Donald cogió una bandeja y, una vez más, se fijó en que la mayoría de la gente se sentaba de cara a la pantalla. Sólo una o dos personas comían de espaldas. Mientras seguía a Turman hasta el ascensor pensó que le habría gustado poder hablar con esos pocos, preguntarles lo que recordaban, a qué le tenían miedo, y decirles que no tenía nada de malo estar asustado.
—¿Por qué tienen pantallas los demás silos? —preguntó a Turman en voz baja. Las partes de la instalación en cuyo diseño no había participado no tenían demasiado sentido para él—. ¿Para qué mostrarles lo que hemos hecho?
—Para que no quieran salir —respondió Turman. Sujetó la bandeja en equilibrio sobre una mano mientras pulsaba el botón del ascensor—. No les mostramos lo que hemos hecho. Les mostramos lo que hay fuera. Esas pantallas y unos cuantos tabúes son lo único que contiene a esa gente. Los humanos tienen una enfermedad, Donny, una compulsión que los obliga a seguir avanzando hasta que tropiezan con algo. Y luego perforan el obstáculo para seguir adelante, o navegan hasta el otro lado del océano, o atraviesan las montañas, a pesar de las dificultades…
El ascensor llegó y se abrieron las puertas. Un hombre vestido con el mono rojo del reactor se disculpó y salió entre los dos. Después de subir, Turman sacó su placa.
—El miedo —dijo—. Sólo el miedo a la muerte consigue contrarrestar esa compulsión, y únicamente a duras penas. Si no les enseñásemos lo que hay fuera, irían a averiguarlo por sí mismos. Es lo que siempre hemos hecho como especie.
Donald lo pensó. Reflexionó sobre sus propios deseos de escapar del confinamiento de aquella mole de hormigón, aunque significase la muerte en el exterior. Era preferible a la lenta asfixia que sufrían allí dentro.
—Yo preferiría un reinicio a la eliminación de un silo entero —declaró mientras los números pasaban volando frente a sus ojos. No mencionó que había estado leyendo sobre las personas que vivían allí. El reinicio significaría un océano de dolor y de congoja, pero al menos la vida podría continuar. La alternativa era la muerte de todos.
—Yo mismo siento cada vez menos ganas de destruir el lugar —admitió Turman—. Cuando Vic aún estaba vivo, siempre pensé que actuar así con un silo era perder el tiempo y siempre me mostré en contra. Pero ahora que ha muerto, siento el impulso de defender la causa de esa gente. Es como si tuviese que honrar su último deseo. Y es un sentimiento peligroso.
El ascensor se detuvo en el piso veinte y recogió a dos trabajadores, quienes interrumpieron la conversación que estaban manteniendo y luego permanecieron en silencio hasta el final de su trayecto. Donald pensó en lo que sería someterse al proceso de limpiar un silo para que luego se repitiese la violencia. Es lo que había pasado en las grandes guerras del pasado. Recordaba las dos guerras de Irán y el olvido de una generación, que había permitido que sus hijos marchasen a librar unas batallas en las que ya habían luchado sus padres.
Los dos trabajadores se bajaron en la zona recreativa y reanudaron su conversación en cuanto se cerraron las puertas. Donald recordó lo mucho que disfrutaba esforzándose en la sala de pesas. Ahora se consumía sin apenas apetito, sin nada contra lo que aplicar sus fuerzas, sin resistencia alguna que vencer.
—A veces me pregunto si por eso hizo lo que hizo —dijo Turman. El ascensor reanudó su descenso hacia el cuarenta y cuatro—. Vic lo calculaba todo. Nunca daba puntada sin hilo. Puede que su manera de ganar la discusión fuese asegurarse de que decía la última palabra. —Miró a Donald de soslayo—. Demonios, es lo que me convenció finalmente para despertarte.
Donald no mencionó lo absurdo que sonaba aquello. Suponía que, simplemente, Turman necesitaba encontrar alguna explicación para lo impensable. Claro que también existía otra posibilidad, otra forma de que la muerte de Victor hubiera supuesto el fin de la discusión. No por primera vez, se preguntó si habría sido realmente un suicidio. Pero no creía que estos pensamientos pudieran acarrearle otra cosa que problemas.
Bajaron en el piso cuarenta y cuatro y llevaron sus bandejas entre los pasillos de la munición. Al pasar junto a los drones, Donald se acordó de su hermana, dormida como ellos. Se alegraba de haber averiguado dónde estaba, de saber que estaba a salvo. Era un pequeño consuelo.
Comieron en la mesa de la sala de guerra. Donald removía la comida por el plato mientras Turman y Anna conversaban. Los dos informes descansaban frente a él. «No eran más que dos pedazos de papel sin valor», pensó. No contenían ningún misterio. Había estado buscando la cosa equivocada, asumiendo que había alguna pista en las palabras, pero lo único que Victor había querido señalar era la existencia de Donald. Había permanecido sentado al otro lado del pasillo y desde allí había presenciado su reacción frente a lo que quiera que hubiese en las pastillas o en el agua. Y ahora, cuando Donald miraba sus notas, lo único que veía era un trozo de papel con un montón de dolor garabateado encima, entre manchas de sangre.
«Ignora la sangre», se dijo. La sangre no era una pista. Había aparecido después. Había varias manchas sobre un amplio espacio vacío que había quedado entre las notas. Donald había estado estudiando algo absurdo. Había estado buscando algo que no estaba ahí. En realidad, lo mismo podría haber estado perdiendo el tiempo contemplando el espacio.
Espacio. Donald dejó el tenedor y cogió el otro informe. Hasta entonces había ignorado las manchas de sangre más grandes, dando por sentado que había espacios en los que no había nada escrito. Pero precisamente tendría que haberse fijado en eso. No en lo que había sino en lo que no había.
Revisó el otro informe —la ubicación exacta del espacio vacío correspondiente— para ver qué había escrito en él. Cuando lo encontró, sintió que su emoción se desvanecía. Era el párrafo más irrelevante, el que hablaba sobre la joven sombra cuya bisabuela se acordaba del pasado. No era nada.
Salvo que…
Donald enderezó la espalda. Cogió los dos informes y colocó uno encima del otro. Anna estaba hablándole a Turman de los progresos que estaba haciendo con la interferencia de las torres de radio y le aseguraba que terminaría dentro de poco. Turman respondió que en los próximos días podían dar por concluido aquel turno y volver al calendario normal. Donald colocó los dos informes superpuestos bajo la luz. Turman lo observó con curiosidad.
—Escribió alrededor de algo —murmuró Donald—. No encima de algo. —Se volvió hacia Turman y sonrió—. Se equivocaba usted. —Los dos papeles le temblaban en la mano—. Sí que hay algo aquí. No era yo lo que le interesaba.
Anna dejó los cubiertos y se inclinó hacia allí para ver más de cerca.
—Si hubiera tenido el original, me habría dado cuenta inmediatamente. —Donald señaló el espacio en las notas y luego apartó la página de arriba y tocó con el dedo el párrafo sin sentido, el que no tenía nada que ver con el silo Doce—. Por eso no consiguen nada al reiniciarlo —afirmó. Anna cogió la hoja de abajo y leyó lo que decía sobre la sombra a la que había entrevistado Donald, ésa cuya bisabuela recordaba el pasado, la que le había preguntado si aquellas historias eran ciertas—. Hay alguien en el silo Dieciocho que recuerda —continuó Donald con seguridad—. Puede que un grupo de personas, que transmiten el conocimiento en secreto de generación en generación. O que son inmunes, como yo. Que recuerdan.
Turman tomó un trago de agua. Dejó el vaso sobre la mesa y paseó la mirada de su hija a Donald.
—Razón de más para tirar de la cadena —concluyó.
—No —lo rebatió Donald—. No. Victor no pensaba así. —Dio unos golpecitos con el dedo sobre las notas—. Quería encontrar a la persona que recuerda, pero no se refería a mí. —Se volvió hacia Anna—. No creo que me quisiera para nada.
Anna miró a su padre un momento, con expresión de perplejidad. Luego se volvió hacia Donald.
—¿Qué es lo que sugieres?
Donald se levantó y comenzó a caminar detrás de las sillas, por encima de los cables que serpenteaban sobre los azulejos.
—Hay que llamar al Dieciocho y preguntar a su jefe si hay alguien que encaje con este perfil, una persona o un grupo que se dediquen a sembrar la discordia o, al menos, a hablar del mundo que hemos… —Se contuvo antes de decir «destruido».
—Vale —dijo Anna mientras asentía—. De acuerdo. Digamos que lo saben. Digamos que conseguimos encontrar a esas personas que son como tú. ¿Qué hacemos entonces?
Donald se detuvo. En eso no había pensado. Se dio cuenta de que Turman lo estudiaba con los labios fruncidos.
—Una vez que los encontremos… —empezó.
Y lo comprendió. Supo lo que habría que hacer para salvar a los habitantes de aquel silo lejano, aquellos soldadores, tenderos y granjeros, con sus jóvenes sombras. Recordó que había sido él el que, en un turno anterior, había tenido que apretar el botón, el que había tomado la decisión de matar a unos para salvar a otros.
Y se dio cuenta de que volvería a hacerlo.