—Primero quiero verla —exigió Donald—. Déjenme verla y entonces se lo diré.
Esperó a que Turman o el doctor Sneed respondieran. Se encontraban en el despacho de Sneed, en el ala de las cámaras criogénicas. Donald había negociado mientras bajaba en el ascensor con Turman y ahora seguía haciéndolo. Sospechaba que la razón de que no pudiese olvidar era la medicación de su hermana. Intercambiaría este secreto por otro. Quería saber dónde estaba, quería verla.
Los otros dos hombres intercambiaron una comunicación táctica. Turman se volvió hacia Donald con una advertencia.
—No la despertaremos —le advirtió—. Ni siquiera para esto.
Donald asintió. Era consciente de que sólo a quienes hacían las leyes se les permitía quebrantarlas.
El doctor Sneed se volvió hacia el ordenador que tenía sobre la mesa.
—La buscaré.
—No es necesario —dijo Turman—. Yo sé dónde está.
Los condujo fuera del despacho y por el pasillo, más allá de las salas principales donde Donald había despertado creyéndose Troy muchos años atrás, más allá de la sala de congelación profunda donde había pasado un siglo dormido, hasta llegar a otra puerta idéntica a todas las demás.
Introdujo un código diferente; Donald lo supo por la discordante melodía de cuatro notas emitida por el panel. Sobre los botones, en pequeñas letras estarcidas, se leían las palabras «Personal de emergencia». Las cerraduras chirriaron y crujieron como viejos huesos y la puerta se abrió poco a poco.
Una nube de vapor, provocada por la diferencia de temperatura entre el aire cálido del exterior y el frío mortuorio de la cámara, los acompañó al interior. No había ni doce filas de cápsulas, no más de cincuenta o sesenta unidades en total, poco más de un turno completo. Donald se asomó a uno de aquellos sarcófagos, con el cristal cubierto por una telaraña de hielo azul y blanco, y vio que contenía un semblante fuerte y cincelado. Un soldado congelado, o al menos eso fue lo que le mostró su imaginación.
Turman los condujo entre columnas y cápsulas hasta una de estas últimas. Apoyó las manos sobre su superficie con algo que parecía afecto. Sus exhalaciones formaban nubes de vaho en el aire. Así, su cabello cano y su severa barba parecían cubiertos por una película de escarcha.
—Charlotte —susurró Donald mientras contemplaba a su hermana. No había cambiado, no había envejecido un solo día. Hasta la tonalidad azulada de su piel parecía normal, algo que cabía esperar. Estaba empezando a acostumbrarse a ver a la gente así.
Frotó la ventanilla para quitar la telaraña de hielo y al hacerlo descubrió con asombro lo finas que parecían sus propias manos y la aparente fragilidad de sus articulaciones. Se había atrofiado. Se había hecho viejo mientras ella permanecía intacta.
—En una ocasión la guardé así —dijo sin apartar la mirada de ella—. La guardé así en mi memoria cuando se fue a la guerra. Nuestros padres hicieron lo mismo. La pequeña Charla…
Apartó los ojos de ella y estudió a los otros dos hombres al otro lado de la cápsula. Sneed hizo ademán de decir algo, pero Turman le puso una mano en el brazo. Donald le dio la espalda a su hermana.
—Pero claro, creció más de lo que ninguno de nosotros pensaba. Allí se dedicaba a matar gente. Hablamos de ello años más tarde, después de que me eligiesen, cuando decidió que ya era lo bastante mayor. —Se echó a reír y negó con la cabeza—. Mi hermana pequeña, esperando a que creciese…
Una lágrima cayó sobre el helado panel de cristal. La sal se abrió paso a través del hielo y dejó un nítido reguero tras de sí. Donald lo limpió con la mano, pero al oír el chirrido que emitía tuvo miedo de perturbar el sueño de su hermana.
—La despertaban en mitad de la noche —dijo—. En cualquier momento en que el objetivo fuese… ¿Cómo lo llamaba? Procesable. Iban y la despertaban. Me dijo que lo más raro era pasar de pronto de estar soñando a matar. No tenía sentido. Luego, cuando volvía a la cama, veía las imágenes del monitor en su cabeza… esa última imagen de un misil guiado al aproximarse a su objetivo…
Aspiró hondo y levantó la mirada hacia Turman.
—Yo creía que era una suerte que no pudieran hacerle daño, ¿sabe? Estaba a salvo en otra parte, lejos, no allí arriba, en el cielo. Pero a ella no le gustaba. Les dijo a los médicos que no le parecía bien estar a salvo mientras hacía lo que hacía. La gente del frente tenía el miedo como excusa. El instinto de conservación. Una razón para matar. Charlotte estaba acostumbrada a matar gente antes de irse a la cafetería a tomar un pedazo de tarta. Eso fue lo que le contó al médico. Se iba a comer algún dulce y no le sabía a nada.
—¿Qué médico era ése? —preguntó Sneed.
—El mío —dijo Donald. Se limpió la mejilla, pero no se avergonzaba de sus lágrimas. Estar al lado de su hermana le hacía sentir valiente y audaz, menos solo. Capaz de hacer frente al pasado y al futuro, a ambos—. A Helen le preocupaba mi reelección. Charlotte tenía recetas, le habían diagnosticado desorden postraumático al volver de la guerra la primera vez, así que seguimos rellenándolas a su nombre. Incluso las cargábamos a su seguro.
Sneed agitó una mano en el aire para pedir más datos.
—¿Qué receta?
—Propra —dijo Turman—. Tomaba propra, ¿no? Y a ti te preocupaba que la prensa descubriese que habías estado medicándote.
Donald asintió.
—A Helen le preocupaba. Temía que la gente se enterase de que estaba tomando algo para… controlar pensamientos extraños. Las pastillas me ayudaban a olvidarlos, me mantenían sereno. Así podía estudiar la Orden sin ver más que las palabras que contenía y no sus implicaciones. No sentía miedo. —Volvió la mirada hacia su hermana. Al fin comprendía por qué se había negado a tomar la medicación. Quería el miedo. De algún modo lo necesitaba, porque la hacía sentir más humana.
—Recuerdo que me hablaste de que tomaba medicación —dijo Turman—. Estábamos en aquella librería…
—¿Recuerda la dosis? —preguntó Sneed—. ¿Durante cuánto tiempo la tomó?
—Comencé a hacerlo cuando me dieron la Orden para leerla. —Estudió a Turman en busca de cualquier indicio en su expresión, pero no encontró ninguno—. Creo que fue dos o tres años antes de la convención. La tomé prácticamente todos los días hasta entonces. —Se volvió hacia Sneed—. Me habrían quedado algunas pastillas durante la orientación si no las hubiera perdido en la colina aquel día. Creo que me caí. Recuerdo haberme caído…
Sneed se volvió hacia Turman.
—No hay forma de saber qué complicaciones podrían presentarse. Victor se cuidó mucho de permitir que el personal administrativo tuviese acceso a psicotrópicos. Se le hicieron pruebas a todo el mundo.
—A mí no —afirmó Donald.
Sneed se volvió hacia él.
—A todos.
—A él no. —Turman estudió la superficie de la cápsula—. Hubo un cambio de planes en el último momento. Un intercambio. Yo respondí por él. Y si había estado comprando los fármacos a nombre de su hermana, no aparecería nada en su historial médico.
—Hay que contárselo a Erskine —apuntó Sneed—. Podría trabajar con él. Tal vez podamos encontrar una nueva fórmula. Esto podría explicar los casos de inmunidad que se han dado en algunos silos. —Dio la espalda a la cápsula, como si tuviese que regresar a su despacho.
Turman miró a Donald.
—¿Necesitas estar más tiempo aquí abajo?
Donald estudió a su hermana un momento. Quería despertarla, hablar con ella. Tal vez pudiese bajar alguna otra vez, sólo de visita.
—Me gustaría poder volver alguna vez —dijo.
—Ya veremos.
Turman rodeó la cápsula, le puso una mano en el hombro y le dio un leve apretón en señal de simpatía. Se lo llevó hacia la puerta y Donald no miró atrás, no buscó el nuevo nombre de su hermana en la pantalla. No le importaba. Sabía quién era y para él siempre sería Charlotte. Eso nunca cambiaría.
—Has hecho bien —dijo Turman—. Esto es bueno. —Salieron al pasillo y cerró la puerta—. Puede que hayas dado con la razón por la que Victor estaba tan obsesionado con ese informe tuyo.
—¿Ah, sí? —Donald no veía la relación.
—No estaba interesado en lo que escribiste —afirmó Turman—. Yo creo que le interesabas tú.