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Silo 1

Los huevos con puré de patatas del desayuno de Donald se habían enfriado hacía tiempo. Raras veces tocaba la comida que le bajaban Turman y Erskine, pues prefería el soso contenido de las latas plateadas y sin etiquetas que había descubierto entre los cajones sellados al vacío del almacén. No era sólo por desconfianza, sino también por el acto de rebeldía, la sensación de poder que extraía del hecho de tomar las riendas de su propia supervivencia. Pinchó una masa gelatinosa de un color entre amarillento y anaranjado (algo que suponía que en su día habría formado parte de un melocotón) y se la metió en la boca. La masticó, pero era totalmente insípida. Decidió fingir que sabía a melocotón.

Al otro lado de la mesa, Anna manipulaba los diales de la radio mientras bebía a ruidosos sorbos el contenido de una jarra de café frío. Una telaraña de cables comunicaba su ordenador con una caja de color negro y un suave siseo de estática llenaba la sala.

—Es una lástima que no podamos conseguir una radio mejor —se lamentó Donald, taciturno. Pinchó otro trozo de fruta misteriosa y se lo metió en la boca. Mango, se dijo, por variar un poco.

—Ahora mismo sería imposible —replicó ella refiriéndose a su esperanza de que las torres del silo Cuarenta y sus vecinos permaneciesen en silencio. Había procurado explicarle lo que estaba haciendo para aislar a los supervivientes (en el improbable caso de que quedase alguno), pero casi nada de todo aquello tenía sentido para Donald. Supuestamente, un año antes, el silo Cuarenta había logrado piratear el sistema. Se daba por sentado que había sido un jefe de Informática. Nadie más podía tener los conocimientos y el nivel de acceso necesarios para realizar semejante proeza. Para cuando dejaron de emitir las cámaras, todos los mecanismos de seguridad habían sido anulados. Habían intentado destruir el silo, pero no tenían forma de verificar si lo habían conseguido. Su fracaso se hizo evidente cuando la oscuridad se propagó a otros silos.

Luego despertaron a Turman, Erskine y Victor, uno detrás de otro, conforme al protocolo. Las medidas de seguridad que adoptaron a continuación resultaron ineficaces y Erskine empezó a temer que el pirateo hubiera progresado hasta el nivel de los nanos, que las máquinas de la atmósfera estuvieran siendo reprogramadas, que el programa entero estuviese en peligro. Después de innumerables discusiones, Turman logró convencer a los otros dos de que Anna podía ayudarlos. Se había doctorado en el MIT con una tesis sobre armónicos inalámbricos; tecnología de carga por control remoto; la capacidad de asumir el control de un dispositivo por radio.

Después de mucho trabajo, finalmente logró activar el mecanismo de autodestrucción de los silos afectados. Donald aún tenía pesadillas al pensarlo. Mientras ella le describía el proceso, había estudiado el plano de un silo estándar en la pared. Se imaginó las explosiones que liberaban las capas de pesado hormigón entre piso y piso y las enviaban como fichas de dominó hacia el fondo, provocando la aniquilación de todo cuanto había entre los dos puntos. Habían soltado bloques de cemento de diez metros de grosor para convertir en escombros sociedades enteras. Aquellos edificios se habían diseñado desde el principio de manera que se pudieran demoler, como los convencionales… y por control remoto. El hecho de que alguna vez se considerase que una medida de seguridad como aquella podía ser necesaria se le antojaba a Donald tan enfermizo como cruel era la solución.

Ahora, lo único que quedaba de los silos era el siseo y el chisporroteo de sus radios muertas, un coro de fantasmas. Ni siquiera habían informado a los jefes de los demás silos sobre el desastre. En sus planos no habría grandes X rojas que pudieran atormentarlos. De hecho, los jefes no tenían contacto directo entre sí. El mayor temor era que se propagase el pánico.

Pero Victor sí sabía lo que había ocurrido. Y Donald sospechaba que era el enorme peso de aquella carga, y no cualquiera de las teorías que le había ofrecido Turman, lo que lo había llevado a quitarse la vida. Turman sentía tal admiración por la supuesta brillantez intelectual de Victor que buscaba un sentido subyacente a su suicidio, una causa conspirativa. Donald estaba empezando a aceptar la triste idea de que la humanidad había sido arrastrada al borde de la extinción por un grupo de locos con poder, que se habían dejado arrastrar unos por otros, creyendo que los demás sí sabían lo que estaban haciendo.

Tomó un trago de zumo de tomate de una lata agujereada y alargó la mano hacia dos de los papeles que había entre las carpetas de notas e informes que rodeaban su teclado. En teoría, el destino del silo Dieciocho dependía de algo que había en aquellas dos páginas. Eran copias del mismo informe. Una de ellas era una impresión virgen del que él había escrito años atrás en relación con la caída del silo Doce. Donald apenas recordaba haberlo hecho. Y ahora se había pasado tanto tiempo examinándolo que lo había despojado de todo el sentido, como una palabra que, a fuerza de repetirla, acaba convirtiéndose en mero ruido.

El otro documento contenía las notas que Victor había garabateado sobre el informe. Había utilizado un bolígrafo rojo para hacerlo, y alguien copió posteriormente todos los elementos de color para que las dos versiones fuesen más legibles. Pero al hacerlo, habían transferido también una fina capa de salpicaduras rojas y unas pocas manchas de su sangre. Ahora, estas marcas constituían grotescos recuerdos del hecho de que el informe había estado sobre la mesa de Victor en los últimos instantes de su vida.

Después de tres días de estudio, Donald empezaba a sospechar que el informe no era otra cosa que un trozo de papel que el muerto había reutilizado. ¿Por qué otra razón iba a escribir sobre él? Pero Victor le había dicho varias veces a Turman que la clave para aplacar la violencia en el silo Dieciocho estaba allí, en el informe de Donald. Les pidió que sacaran a Donald del sueño profundo, pero no consiguió que Erskine ni Turman se pusieran de su parte. Así que eso y no otra cosa era Donald: la interpretación de un mentiroso sobre lo que había dicho un muerto.

Mentirosos y muertos: dos grupos mal preparados para encontrar la verdad.

El trozo de papel con la tinta roja y las manchas de sangre de color óxido no ofrecía demasiada ayuda. Pero había algunas líneas en él que sí parecían tener algún sentido. Al leerlas, Donald pensó en la capacidad de los horóscopos de atinar con afirmaciones vagas e indirectas que otorgaban credibilidad al resto de sus estocadas en falso.

Las palabras «el que recuerda» estaban escritas con letras grandes y de trazo firme en el centro del informe. Donald no podía sino pensar que se referían a él y a su resistencia a la medicación. ¿Acaso no había dicho Anna que Victor hablaba de él con frecuencia, que quería despertarlo para someterlo a pruebas o interrogatorios? Otras de sus afirmaciones eran vagas y fatalistas en igual medida. «He aquí la razón», había escrito Victor. Y también: «Un fin para todos ellos».

¿Se refería a la razón de su suicidio o a la de la violencia del silo Dieciocho? ¿Y quiénes eran esos «ellos» a cuyo fin se refería?

En muchos aspectos, el ciclo de violencia del silo Dieciocho no se diferenciaba de lo que estaba pasando en los demás. Aunque parecía más grave, se caracterizaba por los mismos vaivenes de sus ocupantes, la misma mecánica de generaciones que se revolvían contra las que las han precedido, un ciclo de agitación sangrienta que se repetía cada quince o veinte años.

Victor había escrito mucho sobre el tema. Había dejado informes sobre toda clase de asuntos, desde el comportamiento de los primates a las guerras de los siglos XX y XXI. Había uno de ellos que Donald encontraba especialmente perturbador. Describía cómo los primates, al convertirse en adultos, intentaban derrocar a sus padres, los machos alfa. Hablaba de chimpancés que cometían infanticidios, de machos que arrebataban a las madres sus pequeños y se los llevaban a los árboles, donde les arrancaban brazos y piernas, miembro a miembro. Victor afirmaba que lo hacían para que las hembras volviesen a estar en celo. Hacían espacio para la siguiente generación.

A Donald le costaba dar crédito a estas cosas. Pero le costó aún más comprender un informe sobre el lóbulo frontal y el tiempo que tarda en desarrollarse en los seres humanos. Puede que fuese importante para desentrañar algún misterio. O puede que fuesen sólo los desvaríos de un hombre que estaba perdiendo la cabeza… o de un hombre que había recuperado la conciencia y empezaba a comprender lo que le había hecho al mundo.

Estudió su viejo informe y rebuscó entre las notas de Victor en busca de respuestas. Estaba ya adaptado a una rutina que Anna había perfeccionado hacía tiempo. Dormían, comían y trabajaban. De noche vaciaban botellas de whisky, un ardiente trago tras otro, y las dejaban en pie entre los diagramas de los silos, como chimeneas de antiguas fábricas. Por las mañanas se turnaban para utilizar la ducha. Anna, descarada en su desnudez; Donald, incómodo por ella. Su presencia era un elemento embriagador procedente del pasado y Donald comenzó a confeccionar una nueva realidad en su mente: Anna y él estaban trabajando otra vez en un proyecto secreto; Helen volvía a estar en Savannah; Mick no acudía a las reuniones; Donald no podía llamarlos a ninguno de los dos porque su teléfono no funcionaba.

Siempre era el teléfono. Si su mujer hubiera recibido un solo mensaje el día de la convención, puede que ahora estuviese en el sueño profundo, dormida en su cápsula. Podría visitarla, como Erskine visitaba a su hija. Volverían a estar juntos cuando los turnos terminasen.

En otra versión del mismo sueño, Donald se imaginaba capaz de coronar aquella colina y llegar al lado de Tennessee. Las bombas explotaban en el aire; la gente se ocultaba aterrorizada en sus agujeros; una joven cantaba con voz cristalina. En esta fantasía, Helen y él se hundían en el mismo silo. Tenían hijos y nietos y terminaban enterrados juntos.

Sueños como éstos lo atormentaban cuando permitía que Anna lo tocase, que se tendiese a su lado una hora antes de dormir, sin oír otra cosa que el sonido de su respiración, con la cabeza de ella sobre su pecho y el olor del alcohol en el aliento de ambos. Se quedaba allí sentado y lo toleraba, sufría lo agradable que le resultaba la mano de ella apoyada en su cuello, y sólo se quedaba dormido cuando Anna, incómoda por la estrechez del camastro, se trasladaba por fin al suyo.

Por la mañana, Anna cantaba en la ducha y Donald regresaba a sus estudios mientras el vapor inundaba la sala. Se introducía en el ordenador de ella, donde podía hurgar en los archivos que contenían los directorios personales de Victor. Podía ver cuándo los habían creado, cuándo habían accedido a ellos y con cuánta frecuencia. Uno de los últimos y más recientemente abiertos era una lista con todos los silos, en un orden aparentemente fortuito. El Dieciocho estaba muy arriba, pero no estaba claro si esto indicaba un alto grado de conflictividad o valor. ¿Y para que ordenarlos, además? ¿Con qué fin?

También utilizaba el ordenador de Anna para buscar a su hermana Charlotte. No figuraba en la lista de cápsulas que tenían abajo, ni asociada a ningún nombre o fotografía que él hubiera podido encontrar. Pero había estado presente en la orientación. Recordaba haber visto cómo se la llevaban a dormir junto con las demás mujeres. Sólo que ahora parecía haberse esfumado. ¿Dónde?

Demasiadas preguntas. Se quedó mirando los dos informes, entre el ruido vacío y espantoso de la estática que se filtraba desde la radio, sintiendo sobre sí el peso de toda la tierra que se acumulaba encima de su cabeza, y comenzó a preguntarse si podía suceder que, si se concentraba demasiado en las notas de Victor, acabase llegando a la misma conclusión que él.