Mission bajó en un tiempo récord. No había mucho tráfico y eso ayudaba, pero no vio ni rastro de Cam de camino abajo, lo que no era buena señal. El muchacho debía de sacarle una considerable ventaja. O eso o Mission había tenido suerte y lo había adelantado mientras, por alguna razón, se había alejado de la escalera, como para hacer una parada para ir al baño.
En el rellano de la entrada de Suministros, paró un momento para recobrar el aliento y limpiarse el sudor del cuello. Aún no se había duchado. Puede que después de alcanzar a Cam y ocuparse del trabajo en Mecánica pudiera asearse y descansar como es debido. En la delegación inferior de Envíos tendrían una muda limpia para él y luego podía decidir lo que iba a hacer con Rodny. Tenía muchas cosas en que pensar. Lo que era una suerte, porque así se olvidaba de que era su cumpleaños.
En Suministros había unas cuantas personas esperando en el mostrador. Ni rastro de Cam. Si el muchacho había pasado por ahí, debía de haberlo hecho volando y la carga ya estaría de camino abajo. Mission esperó su turno con un nervioso repiqueteo con el pie. Una vez en el mostrador preguntó por Joyce, tal como le había dicho Wyck. El hombre señaló a una mujer oronda de largas trenzas que se encontraba al otro extremo del mostrador. Mission la reconoció. Solía encargarse de organizar los envíos del equipo marcado como especial para Informática. Aguardó a que terminase con su cliente y luego preguntó si había alguna entrega a nombre de Wyck.
La mujer lo miró con los ojos entornados.
—¿Os habéis hecho un lío en Envíos? —preguntó—. Ese paquete ya ha salido. —Indicó a la siguiente persona de la fila que podía pasar.
—¿Puedes decirme adónde iba? —preguntó Mission—. Tengo que relevar al otro porteador. Su… su madre está enferma. No saben si saldrá de esta.
Se encogió al decir aquella mentira. La mujer apretó los labios al otro lado del mostrador, con gesto de incredulidad.
—Por favor —le suplicó—. Es realmente importante.
Ella titubeó.
—A un apartamento, seis pisos más abajo. No tengo el número exacto. Estaba en el albarán de entrega.
—Seis más abajo. —Mission conocía aquel piso. El ciento dieciséis era una zona donde no había otra cosa que viviendas, con la sola excepción de un puñado de negocios, no del todo legales, funcionando en algunos apartamentos—. Gracias —dijo. Dio una palmada sobre el mostrador y corrió hacia la salida. De todos modos tenía que bajar a Mecánica. Puede que no llegase a tiempo para el envío de Wyck, pero podía preguntarle a Cam si lo dejaba cobrar en su lugar, a cambio de una ficha de vacaciones. O podía decirle sencillamente que un viejo amigo estaba metido en un problema y necesitaba entrar en el departamento de Informática. De otro modo tendría que esperar a que llegase a Envíos un encargo desde allí y tener la suerte de cogerlo. Y no sabía si Rodny podía esperar tanto.
Había bajado cuatro pisos y estaba formulando una docena de planes similares en la cabeza cuando se produjo la explosión.
La gran escalera se estremeció como si la hubieran zarandeado de un lado a otro. Mission chocó contra la barandilla y estuvo a punto de caer al vacío. Rodeó la temblorosa barra de acero con los brazos y se agarró con todas sus fuerzas.
Oyó un chillido y un coro de gimoteos. Mientras él miraba hacia allí, dos pisos más abajo el rellano comenzó a desprenderse de la escalera. El metal se desgarró chirriando hasta quedar suelto y se precipitó hacia las profundidades.
Varios cuerpos cayeron tras él. Las figuras se perdieron en la negrura girando en el aire.
Mission se obligó a apartar los ojos de la escena. Unos pocos pasos por debajo de él había una mujer a cuatro patas que lo miraba con ojos enfebrecidos y aterrorizados. Hubo un estrépito lejano, allí abajo, a una distancia inconcebible.
«No sé», sintió deseos de decir. Había una pregunta en los ojos de aquella mujer, la misma que aporreaba el interior de su cráneo junto con el eco de la explosión. ¿Qué demonios acaba de pasar? ¿Ya está? ¿Ya ha empezado?
Pensó en echar a correr hacia arriba, en dirección contraria a la explosión, pero desde más abajo se oían gritos y los porteadores tenían el deber de prestar auxilio a todo el que lo necesitase en la escalera. Ayudó a la mujer a levantarse y le dijo que subiera. La atmósfera comenzaba a llenarse de un olor penetrante y una nube de humo.
—Corre —le ordenó antes de salir volando hacia abajo, en sentido contrario a un repentino torrente de tráfico ascendente. Cam estaba allí. En la mente aturdida de Mission, la relación entre el sitio al que había ido su amigo con su paquete y el lugar en el que se había producido la explosión era todavía meramente casual.
El rellano estaba inundado de gente. Residentes y tenderos salían en tropel por las puertas y se disputaban un sitio en la barandilla desde el que contemplar la devastación del rellano inferior. Mission se abrió camino entre ellos mientras gritaba el nombre de Cam y buscaba a su amigo en todas direcciones. Una pareja de aspecto desaliñado subió tambaleándose hasta el abarrotado rellano. Tenían la mirada vacía y se aferraban a la barandilla y el uno al otro. Cam no se veía por ninguna parte.
Dio cinco vueltas al poste central. Sus pies, normalmente ágiles, parecían empeñados en resbalar sobre los peldaños mientras bajaba. Había sido en el piso al que iba su amigo, ¿no? Seis más abajo. El ciento dieciséis. Seguro que no le había pasado nada. No podía haberle pasado nada. Pero entonces la imagen de la gente que había visto cayendo al vacío apareció por un momento en su cabeza. Era una visión que nunca olvidaría y lo sabía. Cam no podía ser uno de ellos. El muchacho siempre llegaba pronto o tarde a los sitios, nunca a su hora.
Dio una última vuelta y entonces se encontró con que donde tendría que haber estado el siguiente rellano no había otra cosa que espacio vacío. Las barandillas de la gran escalera en espiral se habían deformado hacia fuera antes de separarse. Algunos de los peldaños sobresalían del poste central, abombados, y Mission pudo sentir que una fuerza lo atraía hacia el borde, como si el vacío tendiera sus dedos hacia él, reclamándolo. No había nada que le impidiese caer. De pronto, el acero parecía resbaladizo debajo de sus botas.
Al otro lado de un cráter de acero desgarrado y retorcido, el umbral del piso ciento dieciséis había desaparecido. En su lugar se extendía una masa de cemento destrozado y erizado de barras de acero negro, como si unas manos tratasen de alcanzar el ahora inexistente rellano. Unas nubes de polvillo blanco descendían flotando desde el techo, más allá de los escombros. Aunque pareciese increíble, llegaban ruidos procedente del otro lado de aquel velo de polvo: toses y gritos. Chillidos de socorro.
—¡Porteador! —gritó alguien desde arriba.
Mission se acercó con cuidado al borde de los peldaños doblados. Se agarró a la barandilla en el punto donde se había desprendido el rellano. Estaba todavía caliente. Se inclinó hacia adelante y estudió a la multitud que ocupaba el siguiente piso, más de quince metros por encima de él, en busca de la persona que lo había llamado.
Cuando lo vieron aparecer e identificaron el pañuelo que llevaba al cuello, alguien lo señaló.
—¡Ahí está! —chilló una mujer, una de las mujeres de mirada enloquecida con las que se había cruzado mientras corría hacia abajo, una de las que habían sobrevivido—. ¡Ha sido el porteador! —gritó.