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Silo 18

Mission avanzaba hacia la central de Envíos, atormentado por la sensación de no saber lo que podía hacer para ayudar a Rodny. Tenía miedo por su amigo, pero se sentía impotente para ayudarlo. La puerta tras la que se encontraba no se parecía a ninguna otra que hubiera visto: era gruesa y sólida, brillante y amenazadora. Si había que medir la magnitud de los problemas que había provocado su amigo por el lugar en el que lo habían encerrado…

Se estremeció al seguir por esta línea de razonamiento. Sólo habían pasado unos meses desde la última limpieza. Mission había estado allí, había transportado parte del traje desde Informática, una tarea más dura que trasladar a un cadáver para su entierro. Al menos, los cadáveres los guardaban en las bolsas negras que utilizaban los forenses. El traje de limpieza era una bolsa completamente distinta, hecha a medida de un individuo vivo que tendría que arrastrarse hasta la superficie para morir en su interior.

Mission recordaba dónde lo había recogido. En una sala situada frente al sitio donde tenían a Rodny, al otro lado del pasillo. ¿No era ese mismo departamento el que se encargaba de las limpiezas? Se estremeció. Una indiscreción y podías acabar ahí fuera, pudriéndote en las colinas. Y su amigo Rodny era famoso por sus indiscreciones.

Primero su madre y ahora su mejor amigo. Mission se preguntó lo que diría el Pacto sobre presentarse voluntario para limpiar en el lugar de otro, si es que decía algo. Era asombroso que viviese bajo el dictado de un documento que nunca había leído. Simplemente asumía que otros sí lo habían hecho, las personas que mandaban y que interpretaban sus enseñanzas de buena fe.

Al llegar al piso cincuenta y ocho, el pañuelo de un porteador, atado a la barandilla de la escalera en la parte descendente, captó su atención. Tenía el mismo dibujo azul que el que él llevaba al cuello, pero con el dobladillo rojo intenso de un mercader. La llamada del deber dispersó unos pensamientos que se movían en círculos sin llevarlo a ninguna parte. Mission desató el pañuelo y examinó la tela en busca del sello del mercader concreto al que pertenecía. Era de Drexel, el boticario del otro lado del pasillo. Cargas ligeras y pagas aún más ligeras, normalmente. Pero al menos era un transporte hacia abajo, si Drexel no había vuelto a despistarse al atar el pañuelo.

Se moría de ganas de llegar a la central, donde lo esperaban una ducha y una muda de ropa limpia, pero si alguien lo veía pasar por delante de un pañuelo de porteador con la espalda libre, Roker y los demás le enseñarían lo que es bueno. Se dirigió a paso vivo hacia la tienda de Drexel, con la esperanza de que no fuese otro reparto de fármacos dirigidos a media docena de apartamentos distintos. Le dolían las piernas sólo de pensarlo.

Drexel se encontraba en el mostrador cuando Mission abrió la desvencijada puerta de la botica. El boticario, un hombre grande de barba abundante y cráneo pelado, era una auténtica institución en los pisos intermedios. Muchos acudían a él antes que a los médicos, aunque Mission no sabía hasta qué punto eso era prudente. Muchas veces, el que acababa llevándose las fichas era el que más prometía, no el que curaba a la gente.

Un puñado de personas de aspecto enfermo estaban sentadas en el banco de la sala de espera de Drexel, tosiendo y sorbiendo por la nariz. Mission sintió el impulso de taparse la boca con el pañuelo, pero lo que hizo fue contener disimuladamente la respiración y esperar mientras Drexel llenaba un pequeño recuadro de papel de polvo molido, lo plegaba con delicadeza y se lo entregaba a una mujer. Ésta deslizó unas pocas fichas sobre el mostrador. Una vez que se marchó, Mission le mostró el pañuelo de señales.

—Ah, Mis. Me alegro de verte, chaval. Tienes un aspecto muy saludable. —Drexel se acarició la barba y esbozó una sonrisa que hizo aparecer una hilera de dientes amarillentos por debajo de un bigote con las guías caídas.

—Lo mismo digo —respondió Mission mientras se arriesgaba a respirar una vez—. ¿Tienes algo para mí?

—Sí. Un segundo.

Drexel desapareció detrás de una muralla de estanterías repletas de frascos y tarros diminutos. Al reaparecer, el boticario llevaba un pequeño saco.

—Medicamentos para los pisos inferiores —anunció.

—Puedo llevarlos hasta la central y que Envíos los distribuya desde allí —respondió Mission—. Estoy terminando mi turno en este momento.

Drexel frunció el ceño y se rascó la barba.

—Habrá que conformarse, supongo. ¿Y entonces me factura Envíos?

Mission extendió una mano.

—Siempre que haya propina para mí —dijo.

—Vale, una propina… Pero sólo si resuelves una adivinanza. —Drexel se apoyó en el mostrador, que pareció abombarse bajo su peso. Lo último que quería Mission era oír otra de las adivinanzas del hombre para acabar quedándose sin cobrar. Drexel siempre tenía una excusa para que las fichas se quedaran a su lado del mostrador—. Vamos a ver —continuó el boticario mientras se tiraba de los bigotes—, ¿qué pesa más, una bolsa de cuarenta kilos de plumas o una de cuarenta kilos de piedras?

Mission no lo dudó un instante.

—La de plumas. —Ya se la sabía. Era una adivinanza para porteadores y entre piso y piso había dedicado el tiempo suficiente a pensar en ella como para dar con una respuesta que no era la evidente.

—¡Respuesta incorrecta! —bramó Drexel mientras agitaba un dedo en el aire—. No son las rocas… —Su rostro se nubló—. Espera. ¿Has dicho las plumas? No, chico, pesan lo mismo.

—El contenido pesa lo mismo —repuso Mission—, pero la bolsa de plumas tendría que ser más grande, así que estaría hecha con más tela, lo que quiere decir que pesaría más.

Alargó la mano. Drexel se quedó donde estaba, mordisqueándose la barba un momento, derrotado en su propio juego.

A regañadientes, cogió dos de las fichas que había dejado la mujer y las depositó en la mano del porteador. Mission las aceptó y guardó el saco de medicamentos en la mochila antes de cerrarla bien.

—La bolsa sería más grande… —murmuró Drexel, todavía pensando en ello, mientras Mission, conteniendo la respiración y sintiendo el traqueteo de las pastillas dentro de la mochila, se apresuraba a salir entre los bancos de la sala de espera.

El fastidio del boticario era mucho mejor recompensa que la propina, pero Mission apreciaba ambas cosas. Sin embargo, su alegría se fue apagando a medida que descendía en espiral a través de un silo en tensión. Vio varios ayudantes en los rellanos, con las armas en la mano, tratando de mediar en peleas entre vecinos. En el piso cuarenta y dos, los cristales del escaparate de una tienda estaban rotos y cubiertos por un plástico. Mission estaba seguro de que había ocurrido recientemente. En el cuarenta y cuatro vio a una mujer sentada junto a la barandilla, sollozando con una mano en la boca. La gente pasaba por delante de ella sin detenerse. Él hizo lo mismo y siguió su camino por la escalera temblorosa, entre advertencias sobre lo que se avecinaba pintadas en las paredes.

Al llegar a la central de Envíos se la encontró sumida en un silencio inquietante. Atravesó las salas de reparto, con sus altas estanterías rebosantes de objetos a la espera de porteadores, hasta llegar al mostrador principal. Dejaría el paquete que llevaba y recogería el siguiente antes de ir a ducharse y cambiarse de ropa. Katelyn estaba en el mostrador. No había más porteadores esperando. Tal vez estuviesen fuera, lamiéndose las heridas. O puede que se hubieran ido a visitar a sus familias durante el reciente estallido de violencia.

—Eh, Katelyn.

—Mis —lo saludó ella con una sonrisa—. Pareces intacto.

Mission se echó a reír y se llevó un dedo a la nariz, que aún le dolía un poco.

—Gracias.

—Cam acaba de pasar preguntando por ti.

—¿Sí? —Aquello lo sorprendía. Imaginaba que su amigo se habría cogido un día libre con la bonificación de la forense—. ¿Se ha llevado algo?

—Sí. Pidió cualquier cosa que fuese para Suministros. Estaba de mejor humor que de costumbre, aunque un poco molesto por haberse quedado fuera de la aventura de anoche.

—Así que se ha enterado, ¿eh? —Mission repasó la lista de envíos. Buscaba algo que fuese hacia arriba. La señorita Crowe sabría lo que había que hacer con respecto a Rodny. Tal vez pudiese enterarse de la razón de su castigo, e incluso interceder por él ante el alcalde—. Espera —dijo mientras levantaba la mirada hacia Katelyn—. ¿Qué es eso de que estaba de buen humor? ¿Iba a Suministros, dices? —Se acordó del trabajo que le había ofrecido Wyck. El jefe de Informática le había dicho que no sería el último al que se lo pidiera. Puede que tampoco hubiera sido el primero—. ¿De dónde venía?

Katelyn se llevó un dedo a la lengua y comenzó a pasar páginas en el viejo libro de registros.

—Creo que su último encargo fue un ordenador averiado que iba para…

—Será rata… —Mission dio una palmada sobre el mostrador—. ¿Tienes algo que haya que llevar abajo? ¿A Suministros o a Química?

Katelyn consultó el ordenador con un furioso repiqueteo de los dedos, mientras el resto de ella permanecía perfectamente sereno.

—Ahora mismo no hay gran cosa —dijo con tono de disculpa—. Tenemos algo que hay que subir de Mecánica a Suministros. Veintitrés kilos. Sin prisas. Porte estándar. —Dirigió la mirada hacia Mission, al otro lado del mostrador, para ver si estaba interesado.

—Para mí —respondió éste. Pero no tenía pensado bajar directamente a Mecánica. Si se daba mucha prisa, tal vez consiguiera llegar a Suministros antes que Cam y encargarse del otro trabajo para Wyck. Ésa era la vía de entrada que estaba buscando. No era por el dinero, sino para tener una excusa para volver al piso treinta y cuatro a cobrar, otra oportunidad de ver a Rodny, de averiguar qué clase de ayuda necesitaba su amigo y en qué tipo de problema se había metido.