Aquella noche, Anna acudió a él. Tras un día de aturdimiento y pensamientos sobre la muerte, de comer las cosas que le traía Turman sin que le supieran a nada, de verla instalar un ordenador para él y de esparcir carpetas de notas por todas partes, Anna acudió a él en la oscuridad.
Donald protestó. Trató de apartarla. Ella se sentó al borde de la cama y lo sujetó por las muñecas mientras él sollozaba y sentía que se le escapaban las fuerzas. Pensó en la historia de Erskine, en lo que significaba hacer lo justo en lugar de lo necesario, y trató de encontrar la diferencia entre las dos cosas. Pensaba en esto mientras una antigua amante le rodeaba el cuello con los brazos, le ponía una mano en la nuca, la mejilla en el hombro y lo abrazaba, tendida a su lado mientras él lloraba.
«Un siglo de sueño lo había debilitado», pensó. Un siglo de sueño y el conocimiento de que Mick y Helen habían vivido una vida entera juntos. De repente se enfureció con Helen por no haber aguantado, por no haber vivido sola, por no haber recibido sus mensajes y haberse reunido con él al otro lado de la colina.
Anna le besó la mejilla y le susurró que todo iría bien. El rostro de Donald se llenó de lágrimas al comprender que era todo lo que Victor había asumido que no era. Era un ser humano miserable, que deseaba que su esposa hubiera vivido sola para que él pudiese conciliar el sueño cien años más tarde. Era un hombre miserable, que le negaba a ella ese consuelo cuando a él el contacto de Anna estaba haciéndolo sentir mucho mejor.
—No puedo —susurró por enésima vez.
—Shhh —dijo Anna. Le acarició el pelo en la oscuridad. Los dos estaban solos en aquella sala donde se libraban guerras. Estaban atrapados juntos entre cajones de armas, acompañados por cañones, munición y cosas mucho más peligrosas.