Erskine caminaba entre la cuadrícula de cápsulas con determinación, como si hubiera realizado la misma ruta una docena de veces. Donald lo seguía frotándose los brazos helados. Había pasado demasiado tiempo en aquella cripta. El frío estaba metiéndosele de nuevo en los huesos.
—Turman siempre repite que ya estábamos muertos —le dijo a Erskine, sin andarse con rodeos—. ¿Es cierto?
Erskine volvió la cabeza hacia él. Esperó a que Donald lo alcanzara y meditó su respuesta durante un momento.
—¿Y bien? —insistió Donald—. ¿Era así?
—Nunca vi un diseño que fuese eficiente al ciento por ciento —respondió Erskine—. Nosotros aún no lo teníamos y lo que habían hecho los iraníes y sirios era mucho más rudimentario. Ahora bien, Corea del Norte disponía de algunos diseños muy eficaces. Yo habría apostado por ellos. Lo que ya tenían podría haber acabado con la mayoría de nosotros. Esa parte es cierta. —Volvió a ponerse en camino en medio de aquel campo de cadáveres—. Hasta las epidemias más graves acaban por detenerse —concluyó—, así que es difícil de decir. Yo abogué por utilizar contramedidas. Victor, por esto. —Abarcó con los brazos la silenciosa sala.
—Y ganó él.
—Así es.
—¿Cree que… lo asaltaron las dudas? ¿Y por eso…?
Erskine se detuvo junto a una de las cápsulas y apoyó las dos manos sobre su gélida superficie.
—Estoy seguro de que a todos pueden asaltarnos las dudas —respondió con tristeza—. Pero no creo que Vic dudara nunca de que habíamos hecho lo correcto con este proyecto. No entiendo por qué hizo lo que hizo al final. No era propio de él.
Donald miró al interior de la cápsula a la que lo había llevado Erskine. Había una mujer de mediana edad en su interior, con los párpados cubiertos de escarcha.
—Mi hija —dijo Erskine—. Mi única hija.
Hubo un momento de silencio. Esto les permitió oír el tenue zumbido de un millar de cápsulas.
—Cuando Turman tomó la decisión de despertar a Anna, nada me habría gustado más que hacer lo mismo. Pero ¿para qué? No había razón alguna, no necesitábamos su campo de especialización para nada. Caroline era contable. Además, no habría sido justo sacarla a la fuerza de sus sueños.
Donald se preguntó si alguna vez sería justo. ¿Qué mundo esperaba Erskine que se encontrase su hija algún día? ¿Cuándo iba a despertar a una vida normal, a una vida feliz?
—Cuando encontré nanos en su sangre, supe que esto era lo correcto. —Se volvió hacia Donald—. Sé que busca respuestas, hijo. Como todos. Éste es un mundo cruel. Siempre lo ha sido. He dedicado mi vida entera a buscar maneras de mejorarlo, a arreglar cosas, a soñar con un ideal. Pero por cada idiota como yo hay otros diez intentando destruirlo todo. Y sólo hace falta que uno de ellos tenga un golpe de suerte.
Donald volvió a recordar el día en que Turman le había entregado la Orden. Aquel grueso volumen fue el comienzo de su descenso hacia aquella locura. Recordaba la conversación que habían mantenido en aquella enorme cámara, la sensación de estar infectado, el temor paranoico a que algo dañino e invisible estuviera invadiéndolo. Pero si Erskine y Turman decían la verdad, ya estaba infectado desde mucho antes.
—Aquel día no me envenenaron. —Desvió la mirada de la cápsula para dirigirla a Erskine. Acababa de comprender algo—. Aquella entrevista con Turman, las semanas y semanas que pasó en aquella cámara, hablando con todos. No nos estaban infectando…
Erskine asintió de manera casi imperceptible.
—Estábamos curándolos.
Donald sintió un repentino acceso de rabia.
—¿Y por qué no curar a todo el mundo? —exigió saber.
—Lo discutimos. Yo pensé lo mismo. Desde mi punto de vista era un problema de ingeniería. Quería crear contramedidas, máquinas que mataran a las máquinas antes de que llegaran hasta nosotros. Turman tenía ideas similares. Lo veía como una guerra invisible, una guerra que teníamos que ganar desesperadamente para vencer al enemigo. Cada uno de nosotros veía las batallas que estaba acostumbrado a librar, ¿comprendes? Yo en el torrente sanguíneo, Turman en la guerra en el extranjero. Fue Victor el que nos encaminó a ambos por la senda correcta.
Sacó una tela del bolsillo de la pechera y se quitó las gafas. Mientras las limpiaba siguió hablando, y el eco de su voz rebotó en las paredes en forma de susurros.
—Victor nos dijo que sería un proceso sin fin. Utilizó el ejemplo de los virus informáticos para sostener su argumento. Basta con que uno consiga entrar en una red para destruir cientos de millones de máquinas. Más tarde o más temprano, algún ataque con nanos lograría pasar y tendríamos una epidemia basada en códigos computerizados y no en secuencias de ADN.
—¿Y qué? Ya ha habido otras plagas. ¿Por qué iba a ser ésta diferente? —Donald abrió los brazos e hizo un gesto que abarcaba la totalidad de las cápsulas—. ¿Va a decirme que esta solución no es peor que el problema?
Aunque estaba furioso, también era consciente de que lo habría estado mucho más de haber sido Turman el que le hubiese dicho todo aquello. Se preguntó si lo habrían organizado de aquel modo para que fuese un hombre más amable, un desconocido, el que se lo llevase aparte para contarle lo que Turman pensaba que necesitaba oír. Costaba no dejarse dominar por la paranoia de la manipulación, no sentir las articulaciones pendiendo de hilos.
—Psicología —respondió Erskine. Volvió a ponerse las gafas—. Ésa fue la gran aportación de Victor, la razón por la cual nuestras sugerencias nunca funcionarían. Jamás olvidaré aquella conversación. Estábamos sentados en la cafetería de Walter Reed. Turman había acudido allí a inaugurar algo, pero la verdadera razón era que tenía que encontrarse con nosotros. —Negó con la cabeza—. Aquello estaba abarrotado. Si hubieran sabido las cosas de las que hablábamos…
—Psicología —repitió Donald—. Dígame por qué es preferible esta solución. De este modo murió más gente.
Erskine volvió repentinamente al presente.
—Ahí es donde nos equivocábamos, como se equivoca usted. Imagine lo que habría pasado cuando se descubriese por primera vez que una de esas epidemias era obra del ser humano. El pánico, la violencia que sobrevendrían… Cuando un tifón mata a unos centenares de personas y provoca pérdidas por valor de miles de millones, ¿qué hacemos? —Entrelazó las manos—. Nos recomponemos. Reconstruimos lo destruido. Pero ¿qué pasa cuando se trata de una bomba terrorista? —Frunció el ceño—. Una bomba terrorista causa los mismos daños pero sume al mundo en el caos.
Abrió los brazos.
—Cuando el único al que podemos culpar es Dios, lo perdonamos. Cuando es nuestro hermano, otro ser humano, lo destruimos.
Donald negó con la cabeza. No sabía qué creer. Pero entonces recordó el miedo y la rabia que había sentido cuando creyó que lo habían infectado con algo en aquella cámara. Y sin embargo nunca se había parado a pensar en los miles de millones de criaturas que nadaban en su organismo y llevaban haciéndolo desde el primer día de su vida.
—No podemos modificar la genética de lo que comemos sin provocar sospechas —continuó Erskine—. Podemos seleccionar lo que recogemos y cosechamos hasta que una brizna de hierba se convierte en una magnífica espiga de trigo, pero no podemos hacerlo a propósito. Vic tenía docenas de ejemplos similares. Las vacunas frente a las inmunidades naturales, la clonación frente a los gemelos, la comida modificada. Sí, tenía toda la razón. Era la participación del hombre lo que habría generado el caos. El saber que había otras personas decididas a destruirnos, que el peligro estaba en el mismo aire que respirábamos.
Erskine se detuvo un momento. La mente de Donald avanzaba a toda velocidad.
—Verá, Vic dijo una vez que si esos terroristas hubiesen tenido un ápice de sentido común, simplemente habrían anunciado en qué estaban trabajando y luego se habrían sentado a contemplar cómo se desmoronaba todo. Según él, era lo único que habría hecho falta, que supiéramos que aquello estaba sucediendo, que el fin podía llegar en cualquier momento, silencioso e invisible.
—¿Así que la solución era acabar con todo? —Donald se pasó las manos por el pelo mientras trataba de encontrarle algún sentido a todo aquello. Pensó en una técnica para combatir los incendios que siempre le había parecido paradójica, quemar amplias franjas de bosque para impedir que se propagara el fuego. Y sabía que en Irán, cuando en tiempos de la primera guerra ardieron los pozos de petróleo, a veces la única solución era utilizar una bomba, combatir el infierno con otro infierno más grande.
—Créame —dijo Erskine—, yo también tenía mis propias objeciones. Objeciones infinitas. Pero supe que era verdad desde el principio. Sólo que tardé un tiempo en aceptarla. Convencer a Turman fue más fácil. Él siempre había pensado que teníamos que abandonar esta bola de roca. Sólo que el coste del viaje era demasiado…
—¿Por qué viajar por el espacio —lo interrumpió Donald—, cuando puedes hacerlo por el tiempo?
Recordó una conversación que había mantenido en el despacho de Turman. El viejo le había contado lo que planeaba aquel mismo día, pero él no le había prestado atención.
Erskine abrió los ojos un poco más.
—Sí. Ése fue su argumento. Había presenciado demasiadas guerras, supongo. En cuanto a mí, no tenía la experiencia de Turman ni el… distanciamiento profesional del que disfrutaba Vic. En mi caso, fue la analogía con el virus informático lo que terminó de convencerme, ver a los nanos como una nueva forma de guerra cibernética. Sabía lo que podían hacer, la rapidez con la que podían reestructurarse… evolucionar, si quieres verlo así. Una vez que empezasen, no pararían hasta haber acabado con nosotros. E incluso puede que ni siquiera entonces. Cada defensa que levantáramos se convertiría en el modelo para el próximo ataque. El aire se convertiría en un hervidero de ejércitos invisibles. Habría inmensas nubes de ellos, que mutarían y lucharían sin necesidad de huéspedes. Y cuando la opinión pública lo supiese… —Dejó la frase sin terminar.
—La histeria —murmuró Donald.
Erskine asintió.
—Acaba de decir que podría no terminar incluso si desapareciésemos. ¿Significa eso que siguen ahí fuera? ¿Los nanos?
Erskine levantó la mirada hacia el techo.
—El mundo exterior está sufriendo un proceso de purificación, pero no ha afectado sólo a los seres humanos, si se refiere a eso. Se está reiniciando. Todos nuestros experimentos están siendo eliminados. A Dios gracias, pasará muchísimo tiempo antes de que se nos ocurra siquiera volver a intentarlo.
Donald recordó que en la orientación les habían explicado que los turnos durarían al menos quinientos años en conjunto. Medio milenio de vida subterránea. ¿Cuánta purificación era necesaria? ¿Y qué les impediría adentrarse por el mismo camino una segunda vez? ¿Cómo podrían olvidar los peligros potenciales? No se puede volver a guardar el fuego en la caja una vez que has desatado el incendio.
—Me ha preguntado si Victor sentía remordimientos… —Erskine tosió con el puño delante de la boca y asintió—. Creo que sintió algo similar a eso en una ocasión. Fue algo que me dijo al salir de su octavo o noveno turno, no recuerdo cuál. Para mí era el sexto. Fue justo después de que hubieran trabajado juntos, al poco de aquel desagradable asunto del silo Doce…
—Mi primer turno —dijo Donald para ahorrarle a Erskine el esfuerzo de hacer las cuentas. Le habría gustado añadir que había sido el único.
—Sí, claro. —Erskine se ajustó las gafas—. Estoy seguro de que lo conocía lo bastante bien como para saber que no solía dejar patentes sus opiniones.
—Era un hombre difícil de interpretar —asintió Donald. No sabía casi nada de la persona a la que acababa de enterrar.
—Pues entonces agradecerá lo que le voy a contar, creo. Íbamos en el ascensor y se volvió hacia mí y me dijo que lo más difícil era estar allí, sentado a su mesa, y ver lo que le estábamos haciendo a los hombres del otro lado del pasillo. Se refería a usted, claro. A la gente que se encontraba en su misma posición.
Donald trató de imaginárselo diciendo aquello. Quería creerlo.
—Pero no fue eso lo que más me sorprendió. Nunca lo vi más apesadumbrado que cuando dijo… —Apoyó una mano en la cápsula—. Dijo que cuando estaba allí sentado, viendo trabajar a gente como usted en sus mesas, conociéndolos… muchas veces pensaba que el mundo sería un lugar mejor con gente como usted al mando.
—¿Gente como yo? —Donald hizo un gesto de extrañeza con la cabeza—. ¿Qué quiere decir eso?
Erskine sonrió.
—Yo le pregunté exactamente lo mismo. Me respondió que era una carga hacer lo que sabía que debía hacer, ser responsable y lógico. —Pasó una mano por la cápsula, como si pudiera tocar a su hija, dormida allí dentro—. Pero que las cosas serían mucho más sencillas, y mucho mejores para todos, si tuviésemos gente lo bastante valiente como para hacer lo que es justo.