Donald acudió al funeral de Victor en estado de aturdimiento. Bajó en el ascensor en silencio y contempló sin decir nada cómo se movían sus botas delante de él, pero lo que se encontró en la zona médica no era un funeral, sino simplemente un proceso de eliminación de restos corporales. Almacenaban los cadáveres en una cápsula porque no disponían de tierra donde enterrar a sus muertos. La comida del silo Uno era toda enlatada. Y sus cuerpos acababan igual.
Le presentaron a Erskine, quien le aclaró, sin que él se lo preguntara, que el cadáver no se pudriría. Las mismas máquinas invisibles que les permitían sobrevivir al proceso de congelación y que teñían su orina de color carbón mantenían la carne muerta tan blanda y suave como la de los vivos. No era una idea alentadora. Observó cómo preparaban al hombre que había conocido bajo el nombre de Victor para la congelación profunda.
Llevaron el cuerpo en una camilla con ruedas a través de un océano de cápsulas. La sala de congelación profunda era un cementerio, comprobó Donald. Un cuadrícula de cuerpos extendida de un lado a otro, sin otra cosa que un modesto nombre cada uno para contener todo cuanto habían sido. Se preguntó cuántas cápsulas más estarían ocupadas por cadáveres. Algunos hombres debían de morir por causas naturales durante los turnos. Y seguro que otros se desmoronaban y se quitaban la vida, como había hecho Victor.
Ayudó a los demás a introducir el cuerpo en la cápsula. Sólo eran cinco, los cinco que sabían cómo había muerto. Había que mantener la ilusión de que alguien estaba al mando. Donald pensó en su último trabajo, sentado a una mesa, con las manos en un timón que no controlaba nada, fingiendo. Observó a Turman mientras el anciano se besaba la palma de la mano y la apoyaba en la mejilla de Victor. Cerraron la tapa. El frío de la sala les helaba el aliento.
Los demás se turnaron para alabar al muerto, pero Donald fue incapaz. Su mente estaba en otro sitio, pensando en una mujer a la que había amado hacía mucho tiempo, en unos hijos que nunca había tenido. No lloró. Había sollozado en el ascensor, mientras Anna lo abrazaba con delicadeza. Helen había muerto hacía casi un siglo. Antes incluso la había perdido al otro lado de aquella colina, no había podido hacerle llegar sus mensajes, había sido incapaz de llegar hasta ella. Recordaba el himno nacional y las bombas que llenaban el aire. Recordaba que su hermana Charlotte estaba allí.
Su hermana. Su familia.
Sabía que Charlotte se había salvado. Lo dominó el feroz impulso de encontrarla y despertarla, de devolver la vida a alguien a quien quería.
Erskine presentó sus últimos respetos al muerto. Sólo eran cinco para despedirse de aquel hombre que había asesinado a miles de millones. Donald sintió la presencia de Anna a su lado y se dio cuenta de que la modestia de la ceremonia se debía en realidad a ella. Los cinco presentes eran los únicos que sabían que habían despertado a una mujer. Su padre, el doctor Sneed, que era el que se había encargado del proceso, Anna, Erskine, a quien ella definía como un amigo, y él mismo.
La naturaleza absurda de la existencia de Donald, de aquel estado del mundo, se abatió sobre él durante la ceremonia. Aquél no era su lugar. Sólo estaba allí a causa de una chica con la que había salido en la universidad, una chica cuyo padre era senador, cuyos sentimientos lo habían llevado a ser elegido, que lo había arrastrado hasta ese plan criminal, y que ahora lo había rescatado de una muerte helada. Todas las grandes coincidencias y los maravillosos logros de su vida desaparecieron en un destello. Y en su lugar quedaron sólo las cuerdas de un títere.
—Una pérdida trágica.
Al salir de sus ensoñaciones, Donald se encontró con que la ceremonia había terminado. Anna y su padre estaban dos filas de cápsulas más allá, hablando de algo. El doctor Sneed se había inclinado junto a la base de la cápsula, que emitía pitidos cada vez que él realizaba algún ajuste. Así que se había quedado con Erskine, un hombre delgado, con gafas y acento británico. Observaba a Donald desde el otro lado de la cápsula.
—Estaba en mi turno —dijo Donald con tono vacuo, tratando de explicar su presencia en la ceremonia. No se le ocurría nada más que pudiera decir sobre el muerto. Se acercó y contempló el rostro tranquilo que se veía al otro lado de la ventanilla.
—Lo sé —asintió Erskine. El enjuto individuo, que debía de tener unos sesenta o sesenta y tantos años, se ajustó las gafas sobre la fina nariz mientras se sumaba a Donald en su contemplación—. Él le tenía bastante cariño, ¿sabe?
—No lo sabía. Es decir… nunca me dijo tal cosa.
—Era un hombre peculiar, en ese sentido. —Erskine estudió al fallecido con una sonrisa—. Brillante para interpretar las mentes de los demás, seguramente, pero no tanto a la hora de comunicarse con ellos.
—¿Se conocían de antes? —preguntó Donald. No sabía de qué otro modo sacar el tema. El antes parecía un tabú con algunos y un tema inocuo con otros.
Erskine asintió.
—Trabajamos juntos. Bueno, en el mismo hospital. Orbitamos durante algún tiempo uno alrededor del otro, hasta mi descubrimiento. —Alargó la mano y tocó el cristal, un gesto que parecía el último adiós a un viejo amigo.
—¿Qué descubrimiento? —Recordaba vagamente que Anna había mencionado algo.
Erskine levantó la mirada. Ahora que lo tenía más cerca, Donald pensó que podía tener unos setenta años. Costaba asegurarlo. Compartía parte de la atemporalidad de Turman, como una antigüedad que se ha barnizado para que no envejezca más.
—Fui yo quien descubrió la gran amenaza —afirmó. Más que una declaración de orgullo, parecía una admisión de culpa. Su voz estaba teñida de tristeza. En la base de la cápsula, el doctor Sneed terminó con sus ajustes, se levantó y se excusó. Cogió la camilla vacía y la empujó hacia la salida.
—Los nanos. —Donald lo recordaba. Anna había mencionado algo al respecto. Vio que Turman discutía con su hija dándose puñetazos en la palma de la mano. En ese momento apareció una pregunta en su cabeza. Quería saber si las mentiras encajaban, por si eso significaba que podían contener alguna verdad.
—¿Era usted médico? —preguntó.
Erskine lo pensó un momento. Parecía una pregunta muy sencilla.
—No exactamente —respondió con su marcado acento británico—. Construía médicos. Médicos diminutos. —Pellizcó el aire con los dedos y se los miró con los ojos entornados—. Estábamos trabajando en maneras de proteger a los soldados, de mantenerlos en estado operativo en todo momento. Y entonces me encontré con el trabajo de otro en una muestra de sangre. Unas máquinas diminutas concebidas para hacer justamente lo contrario. Máquinas creadas para combatir con las nuestras. Una batalla invisible que se libraba donde nadie podía verla. Al cabo de poco tiempo, los pequeños cabrones empezaron a aparecer por todos lados.
Anna y Turman se dirigieron hacia ellos. Anna se puso una gorra, que quedó visiblemente abombada en la parte superior a causa del moño. Era una manera de ocultar su condición, eficaz, como mucho, desde lejos.
—Un día de éstos me gustaría preguntarle una cosa —se apresuró a decir Donald—. Podría serme de utilidad… en el problema del silo Dieciocho.
—Por supuesto —se ofreció Erskine.
—Tengo que volver —le dijo Anna a Donald. Tenía los labios apretados en un gesto tenso tras la conversación con su padre, y al verlo, Donald comprendió por fin la magnitud de su cautiverio. Se imaginó un año entero pasado en aquel almacén de guerra, frente a una mesa de juntas sembrada de pistas, durmiendo en el pequeño camastro, sin poder siquiera subir a la cafetería para contemplar las colinas y las nubes negras o comer algo cuando así lo decidiera, dependiendo de los demás para todo.
—En seguida acompañaré a este joven de regreso arriba —oyó decir Donald a Erskine, mientras éste le ponía una mano en el hombro—. Quiero mantener una pequeña conversación con nuestro chico.
Turman entornó los ojos pero asintió. Anna, tras estrecharle la mano a Donald, miró de reojo la cápsula y se encaminó a la salida. Su padre fue tras ella, varios pasos por detrás.
—Venga conmigo. —El vaho del aliento de Erskine nubló el aire—. Quiero enseñarle a alguien.