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Silo 1

Encontrar el silo correcto fue fácil. Mientras estudiaba los antiguos planos, Donald recordó haber estado en lo alto de aquellas colinas, contemplando las enormes cuencas que contenían cada una de las instalaciones. El rugido de los todoterrenos regresó a su mente, junto con las columnas de polvo que levantaban al avanzar brincando entre montículos donde la hierba aún no había salido. Recordaba que habían plantado hierba en las colinas, paja y semillas esparcidas por todas partes, una tarea que, contemplada en retrospectiva, parecía tan fútil como triste.

En pie sobre aquella cima de su memoria, pudo imaginarse la posición de la delegación de Tennessee. Sería el silo Dos. Una vez que tuvo este dato, continuó investigando. Tuvo que tantear un poco a ciegas para recordar cómo funcionaba el programa del ordenador, cómo cribar entre las vidas almacenadas en las bases de datos. Allí había una historia entera de cada silo si uno sabía cómo encontrarla, pero sólo se remontaba hasta un punto, hasta los nombres inventados, hasta la orientación. No llegaba al Legado. El viejo mundo estaba oculto detrás de las bombas y de una neblina de humo y olvido.

Tenía el silo correcto, pero existía la posibilidad de que encontrar a Helen resultara imposible. Trabajó frenéticamente mientras Anna cantaba en la ducha.

Se había dejado abierta la puerta del baño, por la que salían algodonosas nubes de vapor. Donald ignoró lo que había interpretado como una invitación. Ignoró la palpitación, el anhelo, el torrente hormonal de volver a encontrarse junto a una antigua amante tras siglos de necesidad, y en su lugar se concentró en buscar a su esposa.

Había cuatro mil nombres en la primera generación del silo Dos. Exactamente cuatro mil. Casi la mitad de ellos pertenecían a mujeres. Había tres Helen. Cada una de ellas tenía una fotografía en baja definición, extraída de su carnet de identidad y almacenada en los servidores. Ninguna se parecía a la esposa que recordaba o creía recordar. Se echó a llorar sin poder evitarlo. Se secó las lágrimas, furioso consigo mismo. En la ducha, Anna cantaba una canción triste del pasado mientras Donald pasaba al azar entre fotografías antiguas. Después de una docena, las caras de las desconocidas comenzaron a fundirse unas con otras y amenazaron con borrar la imagen de Helen que conservaba en la memoria. Volvió a buscar por nombres. Seguro que podía adivinar el que había escogido. Él mismo se había decantado por Troy como una pista que lo conduciría de regreso a ella. Le gustaba pensar que ella habría hecho lo mismo.

Probó con Sandra, el hombre de la madre de ella, pero ninguna de las dos que había en la base de datos se le parecía. Probó con Danielle, el nombre de su hermana. Había una. No era ella.

No habría escogido un nombre al azar, ¿verdad? Una vez habían hablado de los nombres que podían ponerles a sus hijos. Eran nombres de dioses y diosas. Al principio había sido una broma, pero Helen se había enamorado del nombre de Atenea. Lo buscó. Ningún resultado en la primera generación.

Las tuberías emitieron un gimoteo cuando Anna cerró el grifo de la ducha. La canción remitió hasta transformarse en un tarareo, un himno para el funeral al que iban a asistir. Donald probó algunos nombres más, ansioso por descubrir algo, lo que fuese. Buscaría cada noche si tenía que hacerlo. No volvería a dormir hasta encontrarla.

—¿Quieres darte una ducha antes del funeral? —le preguntó Anna desde el cuarto de baño.

No quería ir al funeral, estuvo a punto de decir. Para él, Victor no era más que alguien a quien debía temer: el hombre de pelo cano del otro lado del pasillo que siempre estaba vigilándolo, dándole fármacos y manipulándolo. Al menos, así es como había hecho que le pareciera la paranoia del primer turno.

—Voy a ir así —respondió. Aún llevaba el mono beige que le habían dado antes. Siguió buscando con nombres escogidos al azar, por orden alfabético. ¿Qué otro nombre podía probar? Su miedo era olvidar el aspecto que tenía su esposa. O que cada vez se fuese pareciendo más a Anna en su cabeza. No podía permitirlo.

—¿Has encontrado algo?

Se colocó tras él y alargó el brazo para coger algo que había sobre la mesa. Llevaba una toalla anudada sobre los senos que le cubría hasta la mitad de los muslos. Aún tenía la piel húmeda. Cogió un cepillo y regresó tarareando al baño. Donald se olvidó de responder. Su cuerpo respondía a la presencia de Anna de un modo que lo hacía sentir furioso y lleno de culpabilidad.

Seguía casado, tuvo que recordarse. Seguiría casado hasta que averiguase lo que había sido de Helen. Le sería leal por toda la eternidad.

Lealtad.

Por mero capricho, buscó por el nombre de Karma.

Un resultado. Donald enderezó la espalda. No se lo esperaba. Era el nombre de su perra, lo más parecido a un hijo que habían tenido nunca.

—Supongo que habrá que llevar esta horrible ropa al funeral, ¿no? —Se cerró la parte delantera del mono mientras pasaba por delante de la mesa. Donald sólo lo vio en la periferia de un campo visual empañado por las lágrimas. Se tapó la boca y sintió que su cuerpo temblaba con sollozos reprimidos. En el monitor, en un diminuto cuadrado de píxeles blancos y negros situado en el centro de una tarjeta de identificación, se encontraba su esposa.

—Estarás listo en unos minutos, ¿no?

Anna desapareció de nuevo en el baño, cepillándose el pelo. Donald se secó las mejillas y siguió leyendo con sabor a sal en los labios.

«Karma Brewer». Había una lista de ocupaciones con sus correspondientes fotografías. «Profesora, maestra de escuela, juez…». En cada fotografía tenía más arrugas, pero siempre la misma sonrisa socarrona. Mientras abría su archivo completo, se preguntó cómo habría sido estar en el primer turno del silo Uno, ver cómo se desarrollaba la vida de su esposa a poca distancia, incluso puede que ponerse en contacto con ella de alguna manera. Una juez. Siempre había soñado con llegar a serlo. Donald lloró mientras Anna tarareaba, y a través de una lente de lágrimas leyó la vida que había llevado su esposa sin él.

«Casada», decía, lo que al principio le pareció una incongruencia. Casada, claro. Con él. Pero entonces leyó la anotación sobre su muerte. A los ochenta y dos años. Dejaba a Rick Brewer y a sus dos hijos, Atenea y Marte.

Rick Brewer.

Las paredes y el techo se cernieron sobre él. Donald sintió un escalofrío. Había más imágenes. Llegó a otros archivos siguiendo los enlaces. Los archivos de su marido.

—Mick —susurró Anna tras él.

Donald dio un respingo y, al volverse, se la encontró leyendo por encima de su hombro. Aún tenía el rostro cubierto de lágrimas medio secas, pero ya no le importaba. Su mejor amigo y su mujer. Dos hijos. Se volvió de nuevo hacia la pantalla y abrió el archivo de la hija. Atenea. Había varias fotografías, correspondientes a distintas carreras y fases de su vida. Tenía la boca de Helen.

—Donny. No, por favor.

Una mano se posó en su hombro. Se apartó de ella encogiendo el cuerpo mientras contemplaba una animación generada por una furiosa sucesión de pulsaciones en el ratón, en la que la niña se transformaba en una versión similar de su esposa y luego aparecían sus propios hijos.

—Donny —susurró Anna—. Vamos a llegar tarde al funeral.

Donald lloró. Los sollozos lo sacudieron como si estuviera hecho de papel.

—Tarde —susurró con un hilo de voz—. Cien años tarde —balbuceó casi sin voz, abrumado por la tristeza. En la pantalla apareció una nieta que no era suya y, tras otra pulsación, una bisnieta. Todas ellas le devolvían la mirada con ojos que no se parecían a los suyos.