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Fue un milagro que a Mission no se le cayese la nota mientras se la pasaba su amigo, que comprendiese que sucedía algo raro, que mantuviese la boca cerrada y que no pusiera cara de idiota, allí mismo, delante de Jeffery, y dijese: «Eh, ¿qué es esto?». Pero lo que hizo fue cerrar la mano alrededor del papel y mantenerla así mientras lo escoltaban de regreso al puesto de seguridad. Casi habían llegado cuando alguien gritó «¡Porteador!» desde uno de los despachos.

Jeffery lo detuvo poniéndole una mano en el pecho. Al volverse, vieron que un hombre al que conocía se les acercaba por el pasillo. Era el señor Wyck, director de Informática, un rostro familiar para la mayoría de los porteadores. El incesante trasiego de ordenadores averiados y reparados mantenía a la delegación de Envíos del piso diez tan atareada como los encargos de Suministros a la del ciento veinte. Mission dedujo que aquello podía haber cambiado desde el día anterior.

—¿Estás de servicio, hijo? —El señor Wyck estudió el pañuelo de porteador que Mission llevaba anudado al cuello. Era un hombre alto, de barba bien recortada y ojos brillantes. Mission tenía que estirar el cuello para mirarlo a los ojos.

—Sí, señor —dijo mientras ocultaba la nota de Rodny detrás de su espalda. La introdujo en un bolsillo con el pulgar, como quien planta una semilla—. ¿Necesita que transporte algo, señor?

—Así es. —El señor Wyck lo estudió un momento mientras se acariciaba la barba—. Eres el hijo de Jones, ¿verdad? El cero.

Mission sintió una oleada de calor en el cuello al oír aquel término, que aludía al hecho de que, en su caso, no habían tenido que sacar ningún número en la lotería.

—Sí, señor. Mission. —Le ofreció la mano. El señor Wyck se la aceptó.

—Sí, sí. Fui al colegio con tu padre. Y con tu madre, claro.

Hizo una pausa para que Mission tuviera ocasión de responder. Éste apretó los dientes y no dijo nada. Soltó la mano del hombre antes de que el sudor de la palma de su mano lo hiciese por él.

—Supongamos que quisiera trasladar algo sin pasar por Envíos —insinuó el señor Wyck con una sonrisa. Tenía una dentadura tan blanca como la tiza—. Y que quisiera evitar episodios desagradables como el que se vivió anoche unos cuantos pisos más arriba…

Mission desvió la mirada un momento hacia Jeffery, que no parecía mostrar ningún interés en la conversación. Resultaba muy extraño oír aquellas palabras en boca de una persona importante, y más aún delante de un miembro de Seguridad, pero Mission había descubierto una cosa desde sus tiempos de sombra: las cosas siempre son susceptibles de empeorar.

—No lo sigo —dijo. Combatió el impulso de volverse para ver lo lejos que estaban de la compuerta de seguridad. Al final del pasillo, una mujer salió de un despacho situado detrás del señor Wyck. Jeffery hizo un gesto con el brazo y la mujer se paró y se mantuvo a distancia, para que pudieran seguir hablando sin temor a que los oyera.

—Yo creo que sí y admiro tu discreción. Doscientas fichas por trasladar un paquete a seis pisos de Suministros.

Mission trató de guardar la calma. Doscientas fichas. Un mes de salario por medio día de trabajo. De repente le entró el temor a que fuese una especie de prueba. Puede que Rodny se hubiera metido en la situación en la que estaba por aceptar un encargo similar.

—No sé… —dudó.

—Es una oferta abierta —respondió Wyck—. El próximo porteador que pase por aquí recibirá la misma. Me da igual quién la acepte, pero las fichas sólo se las llevará uno. —Levantó una mano—. No hace falta que me respondas a mí. Sólo tienes que ir al mostrador de Suministros y preguntar por una mujer llamada Joyce. Dile que estás haciendo un trabajo para Wyck. El resto de los detalles los encontrarás en el informe del encargo.

—Lo pensaré, señor.

—Bien. —El señor Wyck sonrió.

—¿Algo más? —preguntó Mission.

—No, no. Puedes irte. —Hizo un gesto de cabeza dirigido a Jeffery, quien regresó al instante de dondequiera que estuviese.

—Gracias, señor. —Mission se volvió y fue tras el jefe de Seguridad.

—Ah, y feliz cumpleaños, hijo —le deseó el señor Wyck alzando la voz.

Mission volvió la cabeza un instante y, sin dar las gracias, siguió detrás de Jeffery. Atravesó la compuerta de seguridad, se abrió paso entre el gentío hasta llegar al rellano, bajó dos pisos más y entonces, al fin, introdujo la mano en el bolsillo para sacar la nota de Rodny. Temiendo que se le pudiera caer y se perdiese por el hueco de la escalera, la desdobló con el máximo cuidado. Era el mismo tipo de papel rudimentario que había utilizado la señorita Crowe para escribir su nota, con las mismas hebras de color morado y rojo entre el material grisáceo de tosca textura. Por un momento, Mission temió que la nota estuviese dirigida a la Corneja y no a él, quién sabe si con más versos de antiguas nanas. Alisó la nota. Una de sus caras estaba en blanco. Le dio la vuelta para revisar la otra.

No estaba dirigida a nadie. Sólo contenía una palabra, y al verla se acordó de cómo se había desvanecido la sonrisa de su amigo cuando se estrecharon la mano.

De repente, Mission se sintió solo. En la escalera seguía flotando el mismo olor a quemado, un vestigio de humo unido al de la pintura todavía fresca de las pintadas. Cogió la pequeña nota y la rompió en mil diminutos pedazos. Siguió rompiéndola hasta que no quedó nada de ella y luego soltó el confeti sobre la barandilla para que cayese flotando hasta perderse en el vacío.

La evidencia había desaparecido, pero el mensaje perduraba vívidamente en su cabeza. El garabateo precipitado, el rastro borroso que habían dejado la moneda o la cuchara con la que lo habían trazado sobre el papel, una palabra apenas legible escrita por un amigo que nunca necesitaba a nadie ni pedía nada.

«Ayúdame».

Nada más.