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Las historias que contaba la señorita Crowe estaban sacadas directamente de cuentos infantiles. Había cielos azules y tierras verdes, animales como perros y gatos pero más grandes que las personas. Cosas para niños. Pero aun así, aquellos relatos fantásticos sobre un lugar mejor le inspiraban a Mission un sentimiento de rabia contra el mundo en el que vivía. Mientras salía del tercio superior e iniciaba su sinuoso descenso, más allá de las granjas y los pisos de su juventud, no podía dejar de pensar en aquel mundo mejor y de compararlo con horror al que conocía. La promesa de un lugar distinto resaltaba los defectos del suyo. Se había marchado para convertirse en porteador, para volar y llegar a ser todo aquello que deseaba, pero lo que deseaba ahora era encontrarse más lejos de lo que su mundo le permitiría nunca.

Eran pensamientos peligrosos. Le hacían pensar en su madre y en el sitio al que la habían enviado, diecisiete años antes, aquel mismo día.

Más allá de las granjas, Mission captó los primeros indicios de que algo se quemaba en el interior del silo. La atmósfera estaba turbia y empezó a notar un regusto amargo en la base del paladar. Puede que fuese un contenedor de basura. Alguien que no quería pagar la tasa para que los porteadores lo llevaran a la zona de reciclaje. O alguien que no creía que el silo fuese a durar lo bastante como para justificar ese reciclaje.

Podía ser un accidente, claro está, pero Mission lo dudaba. Ya nadie pensaba de aquel modo. Podía verlo en las caras de la gente con la que se cruzaba en la escalera. En su manera de aferrarse a sus posesiones, de escudar a sus hijos con el cuerpo, notaba que el futuro del silo pendía de un hilo. La batalla de la pasada noche parecía demostrarlo así.

Se ajustó la mochila a la espalda y bajó a toda velocidad hasta la zona de Informática, en el piso treinta y cuatro. Al llegar se encontró una multitud reunida en el rellano. Casi todos eran muchachos de su edad o un poco mayores. Reconoció a muchos de ellos, procedentes sobre todo de los pisos intermedios. Algunos estaban allí con los ordenadores bajo el brazo y los cables colgando, intentando avanzar a empujones. Mission se abrió paso entre ellos. Más adelante, se encontró con una barrera colocada justo delante de la puerta. Dos hombres de Seguridad controlaban el paso y sólo permitían acceder a los cariacontecidos trabajadores de Informática.

—¡Una entrega! —gritó Mission. Se abrió paso hasta la barricada y sacó con cuidado la nota que había escrito la señorita Crowe—. Una entrega para el oficial Jeffery.

Uno de los de Seguridad cogió la nota. La presión de la multitud pegó a Mission contra la barrera. Los agentes indicaron a una mujer que podía pasar. Corrió hacia la compuerta de seguridad, alisándose el mono con evidente alivio. En un rincón de la amplia sala, un nutrido grupo de jóvenes recibía instrucciones. Estaban muy erguidos y perfectamente formados en filas, pero sus ojos abiertos de par en par delataban su miedo.

—¿Qué coño pasa? —preguntó Mission mientras le abrían la barrera para dejarlo pasar.

—Qué coño no pasa, habría que preguntar —respondió uno de los agentes—. Anoche, una subida de tensión quemó un montón de ordenadores. Tenemos a todos los técnicos trabajando en dobles turnos. Hay un incendio en Mecánica, o no sé qué, y en las granjas ha habido un brote de violencia. ¿Habéis recibido el telegrama?

Mecánica. Estaba demasiado lejos como para que lo que estaba oliendo fuese eso. Y la referencia a la escaramuza de la noche pasada hizo que se acordara del corte que tenía en la nariz.

—¿Qué telegrama? —preguntó.

El guardia de seguridad señaló el grupo de muchachos.

—Estamos contratando gente. Técnicos nuevos.

Mission sólo veía chicos jóvenes y el tío que les hablaba era de Seguridad, no de Informática. El guardia le devolvió la nota y señaló la puerta principal. El torno de la entrada, con un pitido, dejó pasar a la mujer de antes, y una cabeza grande y pelada que Mission conocía se volvió y siguió su trasero por el pasillo.

—¿Señor? —lo llamó alzando la voz al acercarse a la entrada.

Jeffery se volvió hacia él, y al hacerlo desaparecieron las profundas arrugas y los pliegues de carne de su cuello.

—¿Mmm? Ah… —Chasqueó los dedos, en un esfuerzo por recordar su nombre.

—Mission.

El otro apuntó un dedo hacia él.

—Eso es. ¿Tienes que dejarme algo, porteador? —Alargó la mano, pero no parecía demasiado interesado.

Mission le entregó la nota.

—La verdad es que tengo instrucciones de la señorita Crowe de entregar algo en persona. —Sacó el sobre cerrado con los nombres tachados del bolsillo de la correspondencia—. Es sólo una carta, señor.

El viejo guardia miró de reojo el sobre antes de seguir leyendo la nota dirigida a él.

—Rodny no está disponible. —Negó con la cabeza—. Y tampoco puedo decirte cuándo lo estará. Podrían ser semanas. ¿Quieres dejármela a mí?

Volvió a extender la mano hacia él, pero esta vez con más interés.

—No puedo. ¿No hay ninguna forma de que pueda entregársela a él? Es de la Corneja, tío. Si me lo hubiera encargado el alcalde te diría que sin problemas.

Jeffery sonrió.

—¿Tú también eres uno de sus chicos?

Mission asintió. El jefe de Seguridad desvió la mirada hacia un hombre que se acercaba a la puerta con su identificación en la mano, detrás de Mission. Éste se apartó mientras el individuo la pasaba por el escáner y entraba saludando a Jeffery con la cabeza.

—Te propongo una cosa. Dentro de poco tengo que llevarle la comida a Rodny. Cuando lo haga puedes venir conmigo y entregarle la carta en mi presencia. Así no tendré que preocuparme de que venga luego la Corneja a picotearme el pellejo. ¿Qué te parece?

Mission sonrió.

—Suena bien, tío. Te lo agradezco.

El oficial señaló en dirección al otro lado de la abarrotada sala.

—¿Por qué no vas a coger un poco de agua y me esperas en la sala de juntas? Hay unos chicos allí, haciendo papeleo. —Examinó a Mission de arriba abajo—. De hecho, ¿por qué no presentas una solicitud? Nos vendrías muy bien.

—No… No sé gran cosa de ordenadores —respondió Mission.

Jeffery se encogió de hombros, como si ese dato fuese irrelevante.

—Como quieras. Uno de los chicos vendrá a relevarme dentro de poco. Iré a buscarte.

Mission volvió a darle las gracias. Cruzó el amplio vestíbulo, donde un grupo de jóvenes formados con pulcritud en filas y columnas recibía órdenes impartidas a gritos. Otro guardia le ofreció una hoja de papel y un trozo de carbón mientras le indicaba que entrara en la sala de juntas. Mission vio que la cara trasera del papel estaba en blanco y lo aceptó sin ninguna intención de rellenarlo. Aquello suponía media ficha en papel en estado perfectamente funcional.

Había algunas sillas vacías alrededor de la amplia mesa. Escogió una de ellas. Varios chicos estaban escribiendo en sus hojas, con rostro de concentración. Mission se sentó de espaldas a la única ventana que había en la sala, dejó la mochila sobre la mesa y conservó la carta en la mano. Se guardó la solicitud en la mochila para usarla en el futuro y estudió la carta de la Corneja por primera vez.

El sobre era viejo, pero sólo se había utilizado unas cuantas veces. Tenía un borde tan desgastado que parecía papel de seda, lo que permitía vislumbrar el papel doblado de su interior. Mission lo estudió con mayor detenimiento y vio que era papel de pasta, probablemente confeccionado en el Nido de la Corneja por uno de sus niños: agua y fragmentos de papel mezclados, compactados y colgados durante varios días para que se secaran.

—Mission —lo llamó en voz baja alguien de la mesa.

Levantó la mirada y vio que Bradley estaba sentado frente a él. Su compañero de oficio llevaba el pañuelo azul atado alrededor del bíceps. Mission siempre había pensado, hasta aquel momento, que se encargaba de una de las rutas habituales de las profundidades.

—¿Te presentas? —susurró Bradley.

Uno de los otros chicos carraspeó con un puño en la boca, como si estuviera pidiéndoles silencio. Parecía que Bradley ya había terminado de rellenar su solicitud.

Mission negó con la cabeza. Alguien tocó la ventana con los nudillos a su espalda, y se revolvió tan de prisa que la carta estuvo a punto de caérsele de la mano. Jeffery asomó la cabeza por la puerta.

—En dos minutos —dijo a Mission. Señaló con el pulgar por encima de su hombro—. Estoy esperando a que me traigan su bandeja.

La puerta se cerró y Mission bajó la cabeza. Los otros chicos lo miraron con curiosidad.

—Un envío —le explicó a Bradley, en un tono de voz lo bastante alto como para que lo oyesen los demás. Se acercó la mochila y guardó el sobre en la parte de atrás. Los chicos siguieron rellenando sus solicitudes. Bradley frunció el ceño y los observó.

Mission volvió a estudiar el sobre. Dos minutos. ¿Cuánto tiempo podría estar con Rodny? Arañó la esquina de la solapa pegada. La pasta de leche que había utilizado la Corneja no se había adherido muy bien al pegamento anterior, que tendría meses —puede que años— de antigüedad. Separó una de las esquinas sin mirarlo. Clavó la mirada en Bradley mientras desobedecía el tercer mandamiento de los porteadores y se decía a sí mismo que aquello era distinto, que simplemente se trataba de una conversación entre dos viejos amigos que él escuchaba por casualidad.

Aun así, le temblaban las manos al sacar la carta. Bajó la mirada mientras mantenía la nota escondida. Unas hebras moradas y rojas se entremezclaban con el gris oscuro del papel barato. Estaba escrita con tiza. Eso quería decir que las letras tenían que ser grandes por necesidad. El polvo blanco se acumuló sobre las arrugas al caer del escrito, como el polvo de las tuberías viejas:

Pronto, pronto, canta la mamá pájaro. ¡Alza el vuelo, alza el vuelo!

Parte de una antigua nana de guardería. «Bate las alas», murmuró Mission en silencio al recordar el resto, la historia de un joven cuervo que aprendía a ser libre.

Bate las alas y vuela en busca de cosas más brillantes.

¡Vuela, vuela con todas tus fuerzas!

Estaba dándole la vuelta al papel en busca de la nota de verdad, algo que no fuese aquel fragmento de nana, cuando alguien volvió a golpear la ventana. Algunos de los otros chicos soltaron sus trozos de carbón, visiblemente sobresaltados. Uno de ellos maldijo entre dientes. Mission se volvió y vio que Jeffery estaba al otro lado del cristal, con una bandeja de metal tapada en precario equilibrio sobre una mano. Movía la cabeza con impaciencia.

Volvió a doblar la carta y la guardó en el sobre. Levantó una mano para indicar a Jeffery que iba para allá y se chupó un dedo antes de pasarlo sobre la pegajosa pasta para volver a cerrar el sobre en la medida de lo posible.

—Buena suerte —le deseó a Bradley, a pesar de que no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo el muchacho. Cogió la mochila de la mesa y, tras limpiar con cuidado todo el polvo de tiza que le había caído encima, salió rápidamente de la sala de juntas.

—Vámonos —dijo Jeffery, claramente molesto.

Mission corrió tras él. Lanzó una mirada a la sala de juntas y luego a la ruidosa multitud que se había congregado al otro lado de la barrera provisional, junto a la puerta. Un técnico de Informática se acercó a la gente. Llevaba un ordenador con una serie de cables perfectamente enrollados encima y una mujer alargó los brazos desesperadamente desde detrás de la barrera, como una madre intentando recuperar a su hijo.

—¿Desde cuándo se dedica la gente a traer sus propios ordenadores desde abajo? —preguntó. Debido a su profesión, sentía curiosidad por todo lo que tuviera ver con el traslado de las cosas. Parecía que también ahí habían empezado a prescindir de los porteadores. A Roker iba a darle un ataque.

—Desde ayer. Wyck decidió que se había terminado lo de mandar más técnicos a arreglarlos. Dice que es más seguro así. Por ahí fuera están empezando a asaltar a la gente y no hay seguridad suficiente para moverse de acá para allá.

Los invitaron a pasar con un gesto y los dos siguieron avanzando en silencio por los enrevesados pasillos, por delante de oficinas de las que salían ruidos metálicos o voces de gente que discutía. Mission vio piezas eléctricas y papeles tirados por todas partes. Se preguntaba en qué despacho estaría Rodny y por qué no le llevaban la comida a nadie más. Puede que su amigo se hubiera metido en un lío. Tenía que ser eso. Así todo tendría sentido. Seguramente habría hecho una de las suyas. ¿Tenían una celda de aislamiento en el treinta y cuatro? No lo creía. Estaba a punto de preguntarle a Jeffery si Rodny estaba entre rejas cuando el viejo guardia de seguridad se detuvo frente a una puerta de acero de aspecto imponente.

—Aquí es. —Le tendió la bandeja a Mission, quien, tras ponerse la carta entre los labios, la aceptó. Jeffery miró hacia atrás, colocó el cuerpo entre Mission y el teclado de la puerta e introdujo una contraseña. La jamba de la gruesa puerta dejó escapar una serie de crujidos metálicos. Joder, desde luego que Rodny estaba en un lío… ¿Qué clase de celda era ésa?

La puerta se abrió hacia dentro. Jeffery cogió la bandeja y le dijo a Mission que esperara allí. El muchacho, todavía con el regusto de la pasta de leche en la boca, vio cómo se introducía el de Seguridad en una sala de apariencia alargada. En el interior parpadeaban unas luces como si algo fuese mal, luces rojas de alarma, como las de los incendios. Jeffery llamó a Rodny mientras Mission trataba de asomar la cabeza por detrás del guardia.

Rodny apareció al momento, casi como si los hubiera estado esperando. Sus ojos se abrieron de par en par al ver a Mission allí. Éste tuvo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca, que se le había abierto por propia iniciativa cuando apareció su amigo.

—Eh. —Rodny abrió un poco más la pesada puerta y asomó la cabeza por el pasillo—. ¿Qué haces aquí?

—Yo también me alegro de verte —dijo Mission. Le tendió la carta—. La Corneja te manda esto.

—Ah, una visita profesional. —Rodny sonrió—. Estás aquí como porteador, ¿eh? No como amigo.

Rodny se mostraba risueño, pero Mission era consciente de que no estaba bien. A juzgar por su aspecto, llevaba varios días sin dormir. Tenía las mejillas hundidas, unas marcadas bolsas bajo los ojos y la sombra de una fina barba en la mandíbula. Tenía la cabeza rapada, sin el menor rastro del cabello que siempre se había desvelado por llevar a la última moda. Mission recorrió la habitación con la mirada mientras se preguntaba lo que estaría haciendo allí su amigo. No se veía otra cosa que unos armarios metálicos altos y negros, que se extendían en hileras, a intervalos regulares, hasta perderse de vista.

—¿Estás aprendiendo a arreglar neveras? —preguntó.

Rodny miró hacia atrás y soltó una breve risa.

—Son ordenadores.

Seguía teniendo el mismo tono condescendiente de siempre. Mission estuvo a punto de recordarle a su amigo que era su cumpleaños y que tenían la misma edad. Rodny era el único al que siempre tenía la sensación de tener que recordárselo. Jeffery carraspeó, aparentemente irritado por aquella conversación.

Rodny se volvió hacia él:

—¿Te importa si hablamos un momento en privado? —preguntó.

Jeffery cambió el peso de pie, con un chirrido del tieso cuero de las botas.

—Sabes que no puedo —le recordó—. Seguramente me va a caer un puro sólo por haber autorizado esto.

—Tienes razón. —Rodny meneó la cabeza como si hubiera sido una estupidez preguntarlo. Aunque llevaban meses sin verse, Mission tenía la sensación de que Rodny era el mismo de siempre. Se había metido en un lío por alguna razón y posiblemente ahora le tocaba encargarse de las tareas más desagradables de Informática por haber dicho o hecho alguna impertinencia. Sonrió al pensarlo.

De repente, Rodny se puso tenso, como si hubiera oído algo en el interior de la habitación. Levantó un dedo hacia los otros y les pidió que esperasen allí.

—Un segundo —dijo mientras se alejaba corriendo, descalzo sobre el suelo de acero.

Jeffery cruzó los brazos y miró a Mission de arriba abajo con aire insatisfecho.

—¿Crecisteis en el mismo pasillo?

—Fuimos juntos al colegio —respondió Mission—. Bueno, ¿qué ha hecho Rod? La señorita Crowe nos hacía barrer el Nido entero y limpiar todas las pizarras cuando interrumpíamos la clase, ¿sabes? Y nos hartamos a barrer, él y yo.

Jeffery lo observó un momento. Y entonces, una enorme sonrisa afloró a su rostro inexpresivo.

—¿Crees que tu amigo está metido en un lío? —preguntó. Parecía a punto de echarse a reír a carcajadas—. Hijo, no te enteras…

Antes de que Mission pudiera preguntarle nada, Rodny regresó, sonriente y sin aliento.

—Lo siento —dijo a Jeffery—. Tenía que responder. —Se volvió hacia Mission—. Gracias por pasarte, tío. Me alegro de verte.

¿Ya estaba?

—Lo mismo digo —balbuceó Mission, sorprendido por la brevedad de la visita—. Eh, a ver si te prodigas un poco más. —Hizo ademán de darle un abrazo a su viejo amigo, pero Rodny se le adelantó tendiéndole una mano. Mission lo miró por un momento, confundido, sin saber cómo se habían distanciado tanto tan de prisa.

—Transmíteles a todos mis mejores deseos —le pidió Rodny, como si pensase que no iba a volver a verlos.

Jeffery se aclaró la garganta, a todas luces molesto y deseoso de marcharse.

—Claro —asintió Mission haciendo un esfuerzo para disimular la tristeza que sentía. Le estrechó la mano a su amigo. Se despidieron como desconocidos y la sonrisa del rostro de Rodny desapareció con un temblor mientras las arrugas de la nota que había escondido en la palma de su mano se clavaban en la de Mission.