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Silo 18

Mission se escabulló tras la escaramuza con los granjeros y el resto de porteadores se desperdigaron. Consiguió dormir unas horas en la estación de paso del piso diez, a pesar de que tenía la nariz entumecida y sentía una palpitación en los labios por un golpe que había recibido. Fue un sueño intranquilo, porque estaba demasiado inquieto, y al despertar, en plena madrugada, se dio cuenta de que aún era demasiado temprano para acercarse al Nido; la Corneja estaría dormida. Así que se dirigió a la cafetería para ver la salida del sol y tomar un desayuno decente. La bonificación del forense le quemaba en los bolsillos, del mismo modo que los arañazos de los nudillos.

Alivió sus dolores con una comida caliente que le sentó de maravilla, compartida con los que salían del turno de medianoche, y contempló cómo iban apareciendo las nubes y cobraban vida sobre las colinas. Los enormes cascarones que se veían en la distancia —rascacielos, los llamaba la Corneja— eran los primeros en recibir los rayos del sol naciente. Era un indicio de que el mundo iba a despertar otro día. El día de su cumpleaños, recordó Mission. Dejó los platos sobre la mesa y una ficha para el que se encargase de limpiar, y trató de no pensar en nada que tuviese que ver con la limpieza. En su lugar, bajó corriendo los ocho tramos de escaleras antes de que el silo despertase del todo. Se dirigió hacia el Nido, sin sentirse en absoluto un día más viejo.

Unas palabras familiares lo recibieron en el rellano del piso nueve. Allí, sobre la puerta, en lugar de un número, un rótulo decía:

EL NIDO DE LA CORNEJA

Las palabras estaban pintadas en letras brillantes y gruesas. Seguían los contornos de años y generaciones anteriores y el color cubría otros colores y los errores fruto de la participación de muchas manos juveniles. Los niños del silo iban y venían, y dejaban su marca con pinceles, pero la vieja Corneja permanecía.

Su nido estaba formado por la guardería, la escuela y las aulas que servían al tercio superior. Llevaba allí más tiempo del que pudiese recordar ningún ser vivo. Algunos decían que era tan vieja como el propio silo, pero Mission sabía que esto era sólo una leyenda. Nadie sabía lo viejo que era el silo.

Dentro del Nido, los pasillos estaban vacíos y en silencio. Aún era demasiado temprano. En una aula sonó el chirrido de unas mesas que alguien colocaba en la posición que les correspondía. Mission vislumbró por un momento a dos maestros que hablaban en otra de las aulas, con los rostros ceñudos por la preocupación. Seguramente estarían tratando de decidir lo que debían hacer con una versión infantil de él. El aroma del té fuerte se mezclaba con el olor de la pasta de papel y las tizas. Había varias hileras de taquillas metálicas, desesperadamente necesitadas de pintura y salpicadas de abolladuras dejadas por pequeños puños. Su visión transportó a Mission a otra época. Era como si ayer mismo hubiera estado sembrando el terror por aquellos pasillos. Él y sus amigos, a los que ya no veía, o al menos no tanto como le habría gustado.

La casa de la Corneja, situada al otro extremo, era el único aposento que contenía el piso entero. Habían construido el apartamento específicamente para ella, a partir de una aula. Al menos eso decía la gente. Y aunque ya sólo enseñaba a los más pequeños, la escuela entera era suya. Su nido.

Mission recordaba haber acudido a ella en distintas fases de su vida. Al principio, en busca de consuelo, porque se sentía muy solo lejos de las granjas. Luego, en busca de consejo, cuando tuvo la edad suficiente para reconocer que lo necesitaba. Y más de una vez en busca de las dos cosas, como el día que descubrió la verdad sobre su nacimiento y la muerte de su madre, a la que habían mandado a limpiar por su causa. Mission recordaba bien aquel día. Era la única vez que había visto llorar a la vieja Corneja.

Llamó a la puerta de su aula antes de entrar y se la encontró frente a una pizarra que habían colgado más abajo de lo normal para que pudiera escribir en ella desde su silla. La señorita Crowe dejó de borrar las lecciones del día anterior, se volvió hacia él y sonrió.

—Muchacho —graznó. Lo invitó a acercarse con un movimiento del borrador. Una neblina de tiza llenó el aire—. Muchacho, muchacho.

—Hola, señorita Crowe. —Mission pasó entre los pupitres para llegar hasta ella. El cable de la electricidad de su silla iba del centro del techo a un poste situado detrás del respaldo. Mission pasó por debajo al aproximarse y se inclinó para darle a la Corneja un abrazo. Al rodearla con los brazos inhaló su olor, un olor a infancia e inocencia. El vestido amarillo que llevaba, moteado de flores, era el que utilizaba todos los miércoles, con la regularidad de un calendario. Había sufrido un notable desgaste por el uso desde los tiempos de Mission, como todo lo demás.

—Pues sí que has crecido —dijo ella mientras lo miraba desde abajo con una sonrisa. Su voz era apenas un susurro y Mission se acordó de su capacidad de mantener en silencio hasta a los más jóvenes para que pudieran oír lo que les estaba diciendo. La señorita Crowe se llevó una mano a su propia mejilla—. ¿Qué te ha pasado en la cara?

Mission se rió mientras liberaba los hombros del peso de la mochila.

—Un simple accidente —mintió, como en los viejos tiempos. Mientras dejaba la mochila al pie de uno de los diminutos pupitres, se imaginó que se sentaba frente a él para pasar un día de clases—. ¿Cómo le va? —preguntó. Estudió las profundas arrugas de su cara y su piel, morena como la de un granjero, pero a causa de la edad y no de las luces de crecimiento. Tenía los ojos surcados de pequeñas hemorragias, pero aún había vida tras ellos. A Mission le recordaron las pantallas de las paredes de la cafetería cuando el día era brillante pero hacía mucho que no se limpiaban.

—Pues regular —respondió la señorita Crowe. Movió la palanca que tenía en el reposabrazos y la silla, construida décadas atrás para ella por un antiguo estudiante, giró en redondo para colocarse frente a él. Se levantó la manga y le enseñó a Mission una venda de gasa sobre un brazo cubierto de manchas—. Han venido los médicos a sacarme sangre. —Su mano temblaba al señalar el lugar—. La mitad de la que tengo, según mis cálculos.

Mission se echó a reír.

—Estoy seguro de que no le han sacado la mitad de la sangre, señorita Crowe. Los médicos sólo cuidan de usted.

La profesora retorció el semblante en una explosión de arrugas. No parecía tan segura.

—No me fío de ellos —dijo.

Mission sonrió.

—Usted no se fía de nadie. Y oiga, puede que simplemente quieran averiguar por qué no se muere, como todo el mundo. A lo mejor algún día inventan un método para que todos podamos vivir tanto como usted.

La señorita Crowe se rascó la venda que cubría su marchito brazo.

—O puede que estén tratando de averiguar cómo matarme —insinuó.

—Oh, no sea tan siniestra. —Mission alargó el brazo y le bajó la manga para que no siguiera tocándose la venda—. ¿Por qué iban a querer algo así, según usted?

Ella frunció el ceño y optó por no responder. Su mirada recayó sobre la mochila medio vacía.

—¿Te has tomado el día libre? —preguntó.

Mission se volvió y siguió la dirección de su mirada.

—¿Mmm? Oh, no. Anoche estuve transportando algo. Dentro de poco recogeré otro envío y lo llevaré adonde me digan.

—Oh, bendita juventud, quién la recuperara. —La señora Crowe hizo dar la vuelta a la silla y se colocó detrás de su mesa. Mission se agachó para esquivar el cable de alimentación en un gesto automático; el poste del respaldo estaba hecho pensando en la estatura de los niños. La maestra cogió el contenedor de repugnante pulpa vegetal que tomaba en lugar de agua y le dio un sorbo.

—Allie pasó a verme la semana pasada. —Dejó el verdoso fluido sobre la mesa—. Me preguntó por ti. Quería saber si seguías soltero.

—¿Eh? —Mission empezó a sentir cómo subía su temperatura corporal. La señorita Crowe los había sorprendido besándose una vez, antes de que él supiese para qué servían los besos. Los había dejado con una advertencia y una sonrisa de complicidad—. Nos hemos desperdigado todos —dijo Mission cambiando de tema, con la esperanza de que ella pillase la indirecta.

—Como debe ser. —La Corneja abrió uno de los cajones de su mesa, hurgó en su interior y sacó un sobre. Mission vio media docena de nombres tachados sobre él. Lo habían utilizado varias veces—. ¿Vas para abajo? ¿Podrías llevarle una cosa a Rodny?

Le tendió la carta. Mission la cogió y vio que tenía el nombre de su mejor amigo al dorso, junto a los nombres tachados.

—Puedo pasarme por allí, claro. Pero las dos últimas veces que estuve me dijeron que no podía salir.

La señorita Crowe asintió, como si aquello no la sorprendiese en absoluto.

—Pregunta por Jeffery. Es el jefe de seguridad allí abajo, uno de mis niños. Dile que es de mi parte y que te he dicho que se la entregues a Rodny. En persona. —Sus manos se agitaron en el aire como sendos borrones temblorosos—. Te escribiré una nota para él.

Mission levantó la mirada hacia el reloj de la pared mientras ella buscaba pluma y tinta en su mesa. Pronto, los pasillos comenzarían a llenarse con el parloteo de voces jóvenes y el sonido de las taquillas que se abrían y se cerraban. Esperó pacientemente, y mientras ella redactaba la nota aprovechó para mirar los viejos carteles y pósteres que cubrían las paredes, los «motivadores», como le gustaba llamarlos a la señorita Crowe.

«Puedes ser lo que quieras», decía uno de ellos. Mostraba un rudimentario dibujo de un chico y una chica sobre un enorme montículo. El montículo era verde y el cielo azul, como en los libros de cuentos. Otro rezaba: «Sueña con aquello que complazca a tu corazón». Tenía unos gráciles arcos de color que lo recorrían de un lado a otro. La Corneja lo llamaba de alguna forma especial, pero a él se le había olvidado el nombre. Vio uno que recordaba bien: «Viaja a sitios nuevos». Mostraba a un cuervo posado en un árbol increíblemente grande, con las alas extendidas como si se dispusiese a remontar el vuelo.

—Jeffery es el calvo —dijo la señorita Crowe. Se pasó una mano sobre su blanca y rala cabellera a modo de demostración.

—Ya —asintió Mission. Resultaba raro pensar que tantos de los adultos y ancianos del silo habían sido estudiantes suyos. Alguien cerró violentamente una taquilla en el pasillo. Mission recordó que, cuando él era niño, el aula estaba repleta de filas y filas de pequeños pupitres. Había también unos cubículos con esterillas en el suelo, para la hora de la siesta, y allí, mientras se iban quedando dormidos, la Corneja les cantaba nanas olvidadas. Echaba de menos aquellos tiempos. Echaba de menos sus historias sobre el antes, sobre un mundo lleno de cosas imposibles. Al apoyarse en el pequeño pupitre, se sintió de pronto tan viejo como la Corneja, tan imposiblemente alejado de su propia infancia como ella.

—Dale esto a Jeffery y luego encárgate de que Rodny reciba mi nota. En persona, ¿de acuerdo?

Mission cogió la mochila y guardó los dos mensajes en el bolsillo de la correspondencia. No hubo mención alguna al pago y, de hecho, Mission sintió un fugaz momento de culpa por haber pensado en ello. Al meter las manos en la mochila se acordó de las cosas que había traído para ella y que había olvidado tras la pelea de la pasada noche.

—Ah, le he traído esto de la granja. —Sacó unos pepinos de pequeño tamaño, dos pimientos y un tomate con un moratón. Los dejó sobre su mesa—. Para sus bebidas de verduras —dijo.

La señorita Crowe juntó las manos y sonrió con entusiasmo.

—¿Necesita algo para la próxima vez que pase por aquí?

—Sólo tu visita —respondió ella con una sonrisa que sembró sus facciones de arrugas—. Lo único que me importa son mis pequeños. Pasa por aquí siempre que puedas, ¿de acuerdo?

Mission le dio un pequeño apretón en el brazo, que parecía el palo de una escoba metido en una manga.

—Lo haré —afirmó—. Eso me recuerda que Frankie me ha dicho que la saludara.

—Debería venir más a menudo —respondió ella con voz temblorosa.

—No todo el mundo se mueve tanto como yo —le recordó—. Seguro que también a él le gustaría verla más a menudo.

—Díselo —repuso ella—. Dile que no me queda mucho tiempo.

Mission se echó a reír y descartó el lúgubre comentario con un ademán.

—Seguro que le dijo lo mismo a mi abuelo y a su padre antes de él.

La Corneja sonrió como si fuese cierto.

—Si predices lo inevitable —dijo—, cualquier día acabarás teniendo razón.

Mission sonrió. Le gustaba lo que la anciana había dicho.

—Aun así, preferiría que no hablase de morir. A nadie le gusta.

—Puede que no les guste, pero no está de más que alguien se lo recuerde. —Alargó los brazos y, al hacerlo, las mangas de su vestido amarillo retrocedieron y volvieron a dejar el vendaje a la vista—. Dime, ¿qué ves tú cuando miras estas manos? —Les dio vueltas a uno y otro lado.

—Tiempo —soltó Mission sin pensarlo y sin saber muy bien de dónde había salido la idea. Entonces apartó la mirada. De repente, la piel de la anciana le había parecido grotesca. Como unas patatas marchitas encontradas en la tierra mucho tiempo después de la época de cosecha. Se detestó a sí mismo por pensar así.

—Tiempo, claro —coincidió la señorita Crowe—. Aquí hay tiempo en abundancia. Pero también vestigios. Recuerdo que las cosas fueron mejores una vez. Pensamos en las cosas malas para acordarnos de las buenas.

Se miró las manos un momento más, como si buscase otra cosa en ellas. Y cuando levantó la cabeza hacia Mission, tenía los ojos empañados por una brillante pátina de tristeza. Mission sintió que los suyos se humedecían, en parte por la incomodidad y en parte debido al sombrío tinte que había cobrado su conversación. Eso le recordó que era su cumpleaños, una idea que le provocó tensión en el cuello y un vacío en el pecho. Estaba seguro de que la Corneja sabía qué día era. Simplemente, lo quería lo suficiente como para no mencionarlo.

—Yo fui preciosa una vez, ¿sabes? —La señorita Crowe retiró las manos y las ocultó sobre el regazo—. Cuando eso desaparece, cuando se va para siempre, nadie vuelve a verlo.

Mission sintió el impulso de calmarla, de decirle que seguía siendo preciosa de muchas maneras distintas. Aún podía componer música. Podía pintar. Pocos recordaban cómo se hacía. Podía hacer que los niños se sintiesen queridos y amados, otra forma de magia que había caído en el olvido hacía tiempo.

—Cuando tenía tu edad —dijo la Corneja con una sonrisa—, habría podido tener a cualquier chico que quisiera.

Se echó a reír, lo que evaporó la tensión y espantó las sombras, pero Mission la creyó, a pesar de que era incapaz de imaginárselo, era incapaz de borrar de su imaginación las manchas, las arrugas y los largos pelos que le crecían en los nudillos. Aun así la creyó. Como siempre.

—El mundo y yo nos parecemos mucho. —La anciana levantó la mirada hacia el techo y puede que hacia algo situado más allá—. También el mundo fue hermoso en su día.

Mission sintió que empezaba a formarse una de sus historias de los viejos tiempos, como una tormenta. Más taquillas se cerraron violentamente en el pasillo, más voces infantiles se unieron a las anteriores.

—Cuénteme —le pidió, mientras recordaba cómo las horas pasaban en un abrir y cerrar de ojos a sus pies y volvía a oír las nanas que cantaba a los niños—. Hábleme del viejo mundo.

Los ojos de la vieja Corneja se entornaron y se posaron sobre un rincón oscuro de la habitación. Sus labios, fruncidos por las arrugas del tiempo, se abrieron y comenzaron a desgranar una historia, una historia que Mission había oído ya mil veces antes. Pero la tierra de la imaginación de la Corneja nunca envejecía. Y los pequeños que entraban en la sala y se sentaban a sus pupitres guardaron silencio y recibieron, con los ojos y la mente abiertos de par en par, los relatos de un mundo en su día maravilloso y ahora prácticamente olvidado.