31

No podía descansar. Las horas pasaban crueles, lentas e incognoscibles. No había ningún reloj que marcase su paso y no hubo respuesta a los golpes que la frustración le llevó a dar en la puerta. No pudo hacer otra cosa que tenderse en el camastro y contemplar el dibujo de rombos del somier que mantenía el colchón de arriba sobre su cabeza y escuchar el gorgoteo del agua que circulaba por tuberías ocultas en dirección a otra habitación. No podía dormir. Ignoraba si estaba en mitad de la noche o del día. Sentía sobre sí el peso del silo entero.

Cuando el aburrimiento se hizo intolerable, Donald terminó por rendirse y leyó el informe por segunda vez. Lo estudió con más detenimiento. No era el original. La firma no había arañado el papel y además recordaba haber utilizado una pluma azul.

Pasó volando sobre el relato del desplome del silo y su teoría de que los jefes de Informática se convertían en sombras cuando todavía eran demasiado jóvenes. Su recomendación era elevar la edad. Se preguntó si lo habrían hecho. Puede que sí, pero el problema subsistía. También se mencionaba a un joven al que había entrevistado, un joven que le había formulado una pregunta. La bisabuela de aquel muchacho era una de las personas que recordaban, como el mismo Donald. Su informe sugería permitir que cada uno de los entrevistados hiciese una pregunta. A fin de cuentas, les iban a encomendar el Legado. ¿Por qué no revelarles, en la última fase de su adoctrinamiento, que había más verdades de las que creían?

En aquel momento sonaron los leves crujidos de una llave al entrar en la cerradura. Donald dobló y guardó el informe mientras Turman abría la puerta.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

Donald no respondió.

—¿Puedes caminar?

Asintió. Un paseo. Lo que realmente quería era echar a correr por los pasillos, gritando y abriendo agujeros en las paredes a puñetazos. Pero le bastaría con un paseo. Un paseo antes de otro largo período de sueño.

Subieron en el ascensor en completo silencio. Donald se fijó en que Turman pasaba su placa por un escáner antes de pulsar el botón del piso cincuenta y cuatro. El botón parecía nuevo y conservaba su brillo, mientras que los demás estaban desgastados por el uso. Si recordaba bien, en aquel piso no había otra cosa que suministros, unos suministros que, supuestamente, no iban a necesitar nunca. El ascensor ralentizó su avance al aproximarse a un nivel que normalmente pasaba de largo. Las puertas se abrieron ante un espacio enorme, ocupado por estanterías repletas de instrumentos de muerte.

Turman lo precedió a través del lugar. Había cajones de madera con la palabra «MUNICIÓN» estarcida a un lado, junto a otros más grandes con designaciones militares como «M22» o «M19». Había hileras de estantes con armaduras y cascos, con cajas en las que ponía «INSTRUMENTAL MÉDICO» o «RACIONES» y muchas otras sin etiquetas. Y detrás de las estanterías, formas voluminosas y aladas cubiertas de lonas que reconoció perfectamente: drones. Vehículos de guerra no pilotados. Su hermana los había manejado en una guerra que ahora se le antojaba absurda y distante, un episodio de la historia antigua. Pero allí estaban aquellas reliquias, engrasadas y tapadas, envueltas en un olor a grasa y a miedo.

Más allá de los drones, Turman continuó a través de una penumbra densa que parecía ampliar los límites del almacén hasta el infinito. Al final de la enorme sala se filtraba la luz procedente de un despacho con la puerta abierta. De su interior salió el sonido de unas hojas de papel al ser manipuladas y el chirrido de una silla provocado por su ocupante al darse la vuelta. Donald llegó al umbral y se encontró con la inexplicable presencia de alguien a quien conocía.

—¿Anna?

Estaba frente a una amplia mesa de juntas jalonada por sillas idénticas, delante de un montón de documentos y una pantalla de ordenador. En lugar de reaccionar con sorpresa, esbozó una sonrisa de reconocimiento, aunque con un cansancio que ni siquiera la sonrisa era capaz de ocultar.

Su padre atravesó la sala mientras Donald la miraba, boquiabierto. Turman le dio un apretón en el brazo y un beso en la frente, pero los ojos de Anna no se apartaron un instante de los de Donald. El anciano le susurró algo a su hija antes de anunciar que tenía trabajo del que ocuparse. Donald no se movió hasta que el senador hubo abandonado la sala.

—Anna…

Pero ella ya había dado la vuelta a la enorme mesa y lo había rodeado con los brazos. Comenzó a susurrarle cosas, palabras de consuelo, mientras él se dejaba hacer, repentinamente exhausto. Sintió que las manos de ella le acariciaban la nuca hasta detenerse en su cuello. Sus propios brazos se entrelazaron alrededor de la espalda de Anna.

—¿Qué haces aquí? —susurró.

—Lo mismo que tú. —Se apartó de él—. Buscar respuestas. —Retrocedió un paso y desvió la mirada hacia los documentos que había dejado en desorden sobre la mesa—. A preguntas distintas, quizá.

Un plano que Donald conocía, una red formada por cincuenta silos, cubría la mesa. A cada silo le correspondía una pequeña placa, atrapada debajo de un cristal. Alrededor de la mesa había una docena de sillas. Donald se dio cuenta de que era una sala de guerra, un sitio donde los generales se reunían, movían miniaturas de plástico y rezongaban por la pérdida de millares de vidas. Levantó la mirada hacia los mapas y planos que cubrían las paredes. Había un cuarto de baño a un lado, con una toalla colgada de un gancho en la puerta. En el otro extremo se veía un camastro hecho con toda pulcritud. A su lado, sobre una de las cajas de madera del almacén, descansaba una lamparita de noche. Por todas partes se veían cables, señales de que la sala se había transformado hacía tiempo en una especie de apartamento.

Donald se volvió hacia la pared más cercana y hojeó algunos de los planos. Llegaba a haber hasta tres de ellos superpuestos y estaban cubiertos de notas. No parecía que allí se estuviera planeando una guerra. Se asemejaba más a los programas sobre crímenes con los que solía quedarse dormido en una vida anterior.

—Llevas aquí más tiempo que yo —dijo.

Anna se le acercó. Una mano de ella se posó sobre su hombro y Donald sintió que el hecho de que lo tocaran le provocaba un sobresalto.

—Casi un año. —Su mano resbaló por su espalda antes de separarse de él—. ¿Quieres beber algo? ¿Agua? También tengo algo de whisky. Papá no sabe ni la mitad de las cosas que hay en esas cajas.

Donald negó con la cabeza. Se volvió y la observó mientras ella desaparecía en el baño y abría el grifo. Al salir estaba bebiendo agua de un vaso.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. ¿Por qué me han despertado?

Anna tragó y señaló las paredes con el vaso.

—No es… —Se echó a reír e hizo un leve movimiento con la cabeza—. Iba a decir que no es nada, pero éste es el infierno que me ha hecho abandonar un ataúd para acabar enterrada en otro. La mayor parte no te concierne.

Donald volvió a estudiar la sala. Un año viviendo así… Dirigió de nuevo su atención a Anna y se fijó en que llevaba el cabello recogido en un moño y sujeto por una aguja de madera. Tenía la piel muy pálida, salvo alrededor de los ojos, donde le habían salido unas bolsas oscuras. Se preguntó cómo podía hacerlo, cómo podía vivir así.

En la pared opuesta había un plano impreso idéntico al de la mesa, formado por una red de círculos: el plano de las instalaciones. En la esquina superior izquierda habían trazado una X roja sobre lo que él sabía que había sido el silo Doce. Había otra cerca, una nueva, en lo que parecía ser el silo Diez. Más vidas perdidas. Y en la esquina inferior derecha del plano, un caos que no tenía sentido. La habitación pareció empezar a dar vueltas a su alrededor al dar un paso hacia allí.

—¿Donny?

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó con un leve susurro. Anna se volvió para ver lo que estaba mirando. Desvió un instante los ojos hacia la mesa y Donald se dio cuenta de que los documentos estaban extendidos sobre la misma esquina del plano. La cristalina superficie estaba cubierta de notas garabateadas en rojo y azul.

—Donny… —dijo mientras se acercaba—. Las cosas no marchan bien.

Donald se volvió y estudió las marcas rojas del plano de la pared. Había varias X y signos de interrogación. Había notas en tinta roja, con líneas y flechas. Diez o doce silos estaban literalmente cubiertos de marcas.

—¿Cuántos? —preguntó mientras trataba de hacer las cuentas, de calcular los millares de vidas que podían haber sido destruidas—. ¿Los hemos perdido?

Anna aspiró hondo.

—No lo sabemos. —Se terminó el agua, caminó hasta el otro lado de la mesa ovalada y estiró el brazo hacia una de las sillas que la circundaban. Sacó una botella de allí abajo y se sirvió unos dedos en su vaso de plástico—. Comenzó por el silo Cuarenta —lo informó—. Se apagó hace cosa de un año…

—¿Se apagó?

Anna tomó un sorbo de whisky y asintió. Se pasó la lengua por los labios.

—Lo primero fueron las cámaras. No todas a la vez, sino poco a poco, pero, al final, se apagaron todas. Perdimos el contacto con la jefatura. No podíamos contactar con nadie. Erskine tenía el mando en aquel turno. Siguió la Orden a rajatabla y autorizó la desconexión del silo…

—O sea, el asesinato de todos los que lo ocupaban.

Anna le lanzó una mirada.

—Ya sabes que había que hacerlo.

Donald se acordó del silo Doce. Recordó haber tomado la misma decisión. Como si en realidad hubiera alguna alternativa… Los sistemas funcionaban de manera automática. ¿Acaso no había hecho lo que correspondía; seguir una serie de procedimientos trazados por otro?

Estudió el plano cubierto de marcas rojas de la pared.

—¿Y los demás? ¿Los otros silos?

Anna se terminó la copa de un largo trago e inhaló con fuerza. Donald vio que miraba la botella de reojo.

—Despertaron a papá cuando perdimos el Cuarenta y dos. Otros dos silos se apagaron antes de que me despertaran a mí.

Otros dos silos.

—¿Y por qué tú? —preguntó Donald.

Ella se metió un rizo rebelde detrás de la oreja.

—Porque no había nadie más. Porque todo el que había participado en el diseño de este sitio había muerto o se había vuelto loco. Porque papá estaba desesperado.

—Él quería verte.

Ella se echó a reír.

—No es eso, puedes creerme. —Señaló con el vaso vacío los círculos de la mesa y los documentos esparcidos sobre ella—. Estaban utilizando frecuencias altas para comunicarse por radio. Creemos que todo empezó en el Cuarenta. Puede que su jefe de Informática se volviese loco. El caso es que piratearon su antena y empezaron a comunicarse con los demás silos, sin que pudiéramos hacer nada para impedirlo. Se habían asegurado de ello. En cuanto papá empezó a sospecharlo, les dijo a los demás que las redes inalámbricas son mi especialidad. Al final acabaron por ceder. Nadie quería utilizar los drones.

—¿Les dijo a los demás? ¿Quién sabe que estás aquí? —No podía sino pensar en lo peligroso que era aquello, pero puede que sólo estuviera exagerando las cosas, condicionado por su propia debilidad.

—Papá, Erskine, el doctor Sneed y sus ayudantes, que fueron los que me despertaron. Pero éstos no trabajarán en más turnos…

—¿Congelación profunda?

Anna frunció el ceño y derramó sin querer un poco del contenido de su vaso, lo que hizo que Donald pensara, con sorpresa, en lo mucho que se había perdido mientras él dormía. Turnos enteros habían pasado. Otro silo se había apagado, otra X roja trazada sobre el mapa. Un grupo entero de silos se había metido en algún problema. Turman, mientras tanto, llevaba un año despierto, tratando de solucionarlo. Lo mismo que su hija. Abarcó la sala entera con un ademán.

—¿Llevas un año aquí encerrada? ¿Trabajando en esto?

Ella movió la cabeza en dirección a la puerta y se echó a reír.

—He pasado mucho más tiempo encerrada en un sitio peor. Pero sí, es una mierda. Estoy harta de este lugar. —Tomó otro trago y el vaso ocultó su expresión. Donald se preguntó si estaría despierto a causa de su debilidad, al igual que ella podía estarlo debido a la de su padre. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Se pondría a registrar la sala de congelación profunda en busca de su hermana Charlotte?

—Hasta ahora hemos perdido el contacto con once silos. —La mirada de Anna se hundió en el fondo de su vaso—. Creo que hemos logrado contener el problema, pero aún estamos tratando de averiguar cómo sucedió y si sigue habiendo alguien con vida allí dentro. Yo no lo creo, pero papá quiere enviar exploradores o drones. Todos dicen que el riesgo es excesivo. Y encima ahora parece que el Dieciocho va a venirse abajo.

—¿Y se supone que tengo que ayudaros? ¿Qué cree tu padre que sé? —Echó a andar alrededor de la mesa e hizo un gesto en dirección al vaso. Anna lo rellenó y se lo ofreció. Cogió otro que había junto al monitor mientras Donald se dejaba caer sobre el camastro. Era demasiado para asimilarlo de una vez.

—No es papá el que cree que sabes algo. Él no quería despertarte. Se supone que no se debe sacar a nadie del sueño profundo. —Volvió a tapar la botella—. Más bien era su jefe.

Donald estuvo a punto de atragantarse al probar el primer sorbo de whisky. Tosió y se limpió la barbilla con la manga mientras Anna lo observaba con preocupación.

—¿Su jefe? —preguntó mientras trataba de recobrar la respiración.

Anna le dirigió una mirada con los ojos entornados.

—Papá te ha dicho por qué estás aquí, ¿no?

Donald buscó el informe en su bolsillo.

—Por algo que escribí durante mi último… durante mi turno. ¿Turman tiene un jefe? Creía que era él el que mandaba.

Anna soltó una carcajada desprovista de humor.

—No manda nadie —afirmó—. Es el sistema el que manda. Y se limita a funcionar. Lo construimos para ello. —Se levantó y se acercó al camastro. Donald le hizo sitio.

—Papá se encargó de excavar los agujeros, ése era su trabajo. Pero quienes lo planearon todo eran tres. Los otros dos pensaban que había que ocultarlo. Papá los convenció de que lo construyesen a la vista de todos. Lo del almacén nuclear fue idea suya, y estaba en posición de convertirlo en realidad.

—Has dicho que eran tres. ¿Quiénes son los otros dos?

—Victor y Erskine. —Anna levantó la almohada y apoyó la espalda en la pared—. No son sus nombres de verdad, pero ¿qué más da eso? Un nombre es sólo un nombre. Aquí abajo puedes tener el que quieras. Erskine fue el que descubrió la amenaza, el que les contó a Victor y a papá lo de los nanos. Ya lo conocerás. Ha hecho un doble turno conmigo, trabajando en lo de los silos que hemos perdido, aunque no es su especialidad. ¿Quieres más? —preguntó señalando el vaso con la cabeza.

—No. Ya empiezo a estar mareado. —No añadió que no era a causa del alcohol—. Recuerdo a Victor, de mi turno. Trabajaba en el despacho de enfrente.

—El mismo. —Desvió la mirada un momento—. Papá siempre decía que era el jefe, pero yo trabajé con él un tiempo y te aseguro que no se veía a sí mismo como tal. Se consideraba una especie de mayordomo. Una vez dijo en broma que se sentía como Noah. Quería despertarte hace meses por lo que está pasando en el Dieciocho, pero papá lo vetó. Creo que Victor te tenía cariño. Hablaba mucho sobre ti.

—¿Que Victor hablaba de mí? —Donald recordaba al hombre del otro lado del pasillo, el loquero. Anna se llevó una mano a la cara y se secó la parte inferior de los ojos.

—Sí. Era un hombre brillante. Siempre sabía lo que estabas pensando, lo que pensaba cualquiera. Él fue el que planeó la mayor parte de todo esto. Escribió la Orden y el Pacto original. Fue todo obra suya.

—¿Era?

A Anna le temblaban los labios. Inclinó el vaso, pero apenas quedaba nada en el fondo.

—Está muerto —dijo—. Se pegó un tiro en su despacho, hace dos días.