30

Varias horas más tarde, un médico le trajo sopa, pan y un vaso alto lleno de agua. Donald comió con voracidad mientras el hombre le revisaba el brazo. La sopa caliente le sentó bien. Descendió resbalando hasta el centro de su organismo y fue como si desde allí empezase a irradiar su calor. Donald partió el pan con los dientes y lo tragó con la ayuda del agua. Comió con la desesperación de un ayuno de varios años.

—Gracias —dijo entre bocado y bocado—. Por la comida.

El médico, que estaba midiendo su presión sanguínea, levantó la mirada un momento. Era un hombre entrado en años, grueso, de cejas grandes y pobladas y una cabellera fina que se pegaba a su cráneo como una nube a la cima de una colina.

—Me llamo Donald —se presentó.

Unas arrugas de confusión aparecieron en la frente del médico. Sus ojos de color gris se desviaron hacia el portapapeles que llevaba, como si hubiese alguna contradicción entre su contenido y las palabras de su paciente. La aguja del instrumento saltaba al compás del pulso de Donald.

—¿Quién es usted? —le preguntó Donald.

—El doctor Sneed —dijo el hombre al fin, aunque sin demasiada seguridad.

Donald tomó un largo trago de agua. Por suerte, estaba templada. No quería que volviese a entrar nada frío en su interior.

—¿De dónde es?

El médico tiró del manguito, que se separó del brazo de Donald con un fuerte ruido de desgarro.

—Piso diez. Pero trabajo en la oficina de turnos del sesenta y ocho. —Guardó el instrumental en su maletín y tomó una nota en el portapapeles.

—No, me refiero a dónde nació. Ya sabe… Antes.

El doctor Sneed le dio unas palmaditas en la rodilla y se levantó. Colgó el portapapeles de un gancho que había al otro lado de la puerta.

—Puede que se sienta un poco mareado en los próximos días. Si le dan temblores avísenos, ¿de acuerdo?

Donald asintió. Recordaba haber recibido el mismo consejo antes. ¿O había sido en su último turno? Puede que los repitiesen siempre, a beneficio de quienes tenían problemas para recordar. Él no era uno de ellos. Ya no.

Una sombra entró en la habitación. Donald levantó la mirada y vio al hombre del deshielo en el umbral. Agarró la bandeja para impedir que resbalara sobre sus rodillas y cayese al suelo.

El hombre del deshielo saludó con la cabeza al doctor Sneed, aunque en realidad no se llamaban así. Turman, se dijo Donald. Senador Turman. Eso lo sabía.

—¿Tiene un momento? —preguntó Turman al doctor.

—Claro. —Sneed cogió su maletín y salió. La puerta se cerró con un crujido y Donald se quedó a solas con su sopa.

Comió en silencio, tratando de distinguir algo de lo que murmuraban los dos hombres al otro lado de la puerta. Turman, volvió a recordarse. Y ya no era senador. ¿Senador de qué? Aquellos días habían pasado. Donald había trazado los planes.

El informe volvía a estar sobre la mesita. Donald tomó un bocado de pan mientras recordaba los pisos que había diseñado. Ahora eran reales. Existían. Vivía gente en ellos, criaba a sus hijos, reía, se peleaba, cantaba en la ducha y enterraba a sus muertos.

Al cabo de pocos minutos el picaporte giró y la puerta se abrió hacia dentro. El hombre del deshielo entró en la sala, solo. Cerró y miró a Donald con el ceño fruncido.

—¿Cómo te encuentras?

La cuchara emitió un clac al tocar el borde del cuenco. Donald dejó el cubierto y agarró la bandeja con las dos manos para que no le temblaran, para no cerrar los puños.

—Usted lo sabe —dijo con un siseo y los dientes apretados—. Sabe lo que hicimos.

Turman le enseñó las palmas de las manos.

—Hicimos lo que había que hacer.

—No. No me diga eso. —Donald negó con la cabeza. El agua de su vaso temblaba, como si se aproximase algo enorme y peligroso—. El mundo…

—Lo salvamos.

—¡Eso no es cierto! —La voz se le quebró. Intentó recordar—. El mundo ya no existe. —Se acordaba de la imagen que se veía desde el último piso, desde la cafetería. Se acordaba de las colinas de color pardo y monótono y del cielo cubierto de nubes amenazantes—. Nosotros lo destruimos. Los matamos a todos.

—Ya estaban muertos —replicó Turman—. Todos lo estábamos. Todo el mundo muere, hijo. Lo único que importa es…

—Basta. —Donald agitó las manos en el aire, como si las palabras fuesen insectos que intentaran atacarlo—. Nada justifica esa…

Sintió que se le llenaban los labios de saliva y se los limpió con la manga. La bandeja que tenía sobre el regazo resbaló y Turman se movió con rapidez —mayor de la que cabría esperar en un hombre de su edad— para cogerla. La dejó sobre la mesita de noche y Donald, al verlo desde más cerca, pudo constatar que había envejecido. Sus arrugas eran más marcadas y la piel le colgaba sobre los huesos. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado despierto mientras él dormía.

—Yo maté muchos hombres en la guerra —declaró Turman observando el contenido a medio comer de la bandeja.

Donald se dio cuenta de que tenía la mirada clavada en el cuello del anciano. Juntó las manos para que dejasen de moverse. Con aquella inesperada confesión sobre la gente a la que había matado, era como si Turman pudiera leerle la mente a Donald, como si estuviera advirtiéndole de que ni pensara en poner en práctica sus planes homicidas.

Turman se volvió hacia la mesita y recogió el informe doblado. Cuando lo abrió, Donald vislumbró las manchas de color azulado, las lágrimas teñidas de hielo que había derramado antes.

—Hay quien dice que matar se vuelve más fácil cuanto más lo haces —dijo. Parecía triste, no amenazante. Donald se miró las rodillas y vio que subían y bajaban. Se obligó a sí mismo a apoyar los talones en la alfombra y trató de dejarlos allí clavados.

—En mi caso, pasa justo al revés. Había un hombre en Irán…

—El planeta entero, joder —susurró Donald subrayando cada palabra. Lo que dijo fue eso, pero lo único en lo que podía pensar era en su esposa Helen, en la colina equivocada, mientras todo cuanto había conocido alguna vez se desmoronaba a su alrededor, convertido en ruinas—. Matamos a todo el mundo.

El senador aspiró hondo y aguardó un instante antes de exhalar.

—Te lo he dicho —repuso—. Ya estaban muertos.

Las rodillas de Donald comenzaron a brincar otra vez. No podía controlarlas. Turman estudió el informe. Parecía indeciso por algo. El papel temblaba ligeramente, puede que por efecto del aire acondicionado, que también le mecía el cabello.

—Estábamos en las afueras de Kashmar —relató Turman—. Fue hacia el final de la guerra, cuando nos estaban dando para el pelo pero le decíamos a todo el mundo que estábamos ganando. Había un cabo en nuestro pelotón, el médico del equipo, un tal James Hannigan. Joven. Siempre estaba de broma, pero también sabía ser serio cuando era necesario. La clase de tío que a todo el mundo le gusta. La que menos abunda.

Turman asintió levemente con la cabeza al recordar. Su mirada se perdió en la distancia. El equipo de aire acondicionado del techo quedó en silencio, pero el informe siguió temblando.

—Maté a un montón de gente durante la guerra, pero sólo una vez para salvar una vida. La mayoría de las veces nunca sabes lo que pasa realmente cuando aprietas el gatillo. Puede que el tío al que te cargas fuese inofensivo y nunca le hubiese hecho daño a nadie. Puede que fuese uno de los miles que sueltan el fusil y se esconden entre los civiles, regresan a casa, abren un puesto de kasava cerca de la embajada y hablan de béisbol con las tropas que protegen la entrada. Un buen tío. Nunca lo sabrás. Matas a esos tíos y nunca sabes si es por una buena razón.

—¿Cuántos miles de millones…? —Donald tragó saliva. Se arrastró hasta el borde de la cama y alargó las manos hacia la bandeja. Turman sabía lo que buscaba y le pasó el vaso de agua, medio vacío. Pero siguió haciendo caso omiso de sus palabras.

—Hannigan recibió un fragmento de metralla a las afueras de Kashmar. Era la clase de herida a la que podría sobrevivir si lo llevábamos a un médico, la clase de herida de la que luego puedes presumir levantándote la camisa cuando estás en el bar. Pero no podía caminar y la presencia del enemigo era demasiado abrumadora para mandar un helicóptero a buscarlo. El pelotón estaba atrapado y tendríamos que abrirnos paso luchando. No creía que pudiéramos llevarlo hasta un hospital de campaña a tiempo para salvarlo. Pero sabía, porque lo había visto ya varias veces, que morirían dos o tres de mis hombres para tratar de sacarlo de allí. Es lo que pasa cuando cargas con un soldado en lugar de con el fusil. —Turman se llevó una manga a la frente—. Lo había visto otras veces.

—Lo dejó atrás —dijo Donald al comprender cómo terminaba la historia. Tomó un trago de agua. La superficie estaba agitada.

—No. Lo maté. —Turman clavó los ojos a los pies de la cama. Tenía la mirada perdida—. El enemigo no lo habría dejado morir, así no. Lo habrían curado para poder grabarlo luego. Le habrían cosido las tripas para poder cortarle el cuello. —Se volvió hacia Donald—. Tuve que tomar una decisión y tuve que tomarla rápido. Y con el paso de los años, cada vez estoy más convencido de que hice lo correcto. Aquel día perdimos un hombre. Pero salvé dos o tres.

Donald negó con la cabeza.

—Eso no es lo mismo que lo que hicimos… lo que hizo…

—Es exactamente lo mismo. ¿Te acuerdas de lo de Safed? ¿Lo que los medios de comunicación bautizaron como «el brote»?

Donald se acordaba de Safed. Un pueblo israelí cerca de Nazaret. En la frontera con Siria. El peor ataque con armas de destrucción masiva de toda la guerra. Asintió.

—Así habría quedado el resto del mundo. Igual que Safed. —Chasqueó los dedos—. Diez mil millones de luces extinguidas a la vez. Ya estábamos infectados, hijo. Sólo era cuestión de pulsar el botón. Safed fue… como un ensayo de prueba.

Donald negó con la cabeza.

—No le creo. ¿Por qué iba alguien a hacer eso?

Turman frunció el ceño.

—No seas ingenuo, hijo. Para algunos, la vida no vale nada. Si pones un botón delante de diez mil millones de personas, un botón que serviría para acabar con todos ellos en el mismo momento en que alguien lo pulsase, miles de tíos correrían para ser los primeros en hacerlo. Decenas de miles. Era una mera cuestión de tiempo. Y ese botón existía.

—No. —Donald recordó la primera conversación que había mantenido con el senador como congresista, al poco de ser elegido. Era como aquello, las mentiras y verdades que se entremezclaban y se protegían unas a otras—. Nunca me convencerá —declaró—. Tendrá que drogarme o matarme. Nunca me convencerá.

Turman asintió como si estuviese de acuerdo.

—Las drogas en tu caso no funcionan. He leído lo que pasó en tu primer turno. Hay un pequeño porcentaje de gente con una especie de resistencia al tratamiento. Nos encantaría saber por qué.

Donald sólo pudo responder con una carcajada. Se apoyó contra la pared de detrás del camastro y se refugió en la sombra que proyectaba la litera de arriba.

—Puede que haya visto demasiadas cosas como para olvidarlas —dijo.

—No, no lo creo. —Turman bajó la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Donald tomó un trago de agua, sujetando el vaso con las dos manos—. Cuanto más has visto, cuanto peor es el trauma, mejor funciona la medicación. Más fácil resulta olvidar. Salvo para algunas personas. Por eso hemos tomado una muestra de tu sangre.

Donald se miró el brazo de reojo. El puntito de sangre que le había dejado la aguja del médico estaba cubierto con un pequeño recuadro de gasa. Sintió que una cáustica combinación de impotencia y miedo comenzaba a formarse en su interior.

—¿Me han despertado para sacarme una muestra de sangre?

—No exactamente —dijo Turman con un titubeo—. Tu resistencia a la medicación es algo que nos inspira curiosidad, pero la razón de que te hayamos despertado es que me han pedido que te despierte. Estamos perdiendo silos…

—Creía que ése era el plan —le espetó Donald—. Perder silos. Creía que era lo que querían.

Recordaba haber tachado el silo Doce con tinta roja. Tantas vidas perdidas… Pero figuraba en sus cálculos. Los silos eran prescindibles. Es lo que le habían dicho.

Turman negó con la cabeza.

—Sea lo que sea lo que está pasando ahí, tenemos que comprenderlo. Y hay algunos que creen que… que puede que la respuesta la tengas tú. Tenemos que hacerte algunas preguntas y luego podrás seguir durmiendo.

Seguir durmiendo. De modo que no iba a estar fuera mucho tiempo. Sólo lo habían despertado para sacarle sangre y escudriñar su mente, y luego lo devolverían a su sueño. Se frotó los brazos, que le parecieron flacos y atrofiados. En aquella cámara estaba muriéndose. Sólo que más despacio de lo que le habría gustado.

—Necesitamos saber lo que recuerdas sobre este informe. —Turman se lo puso delante. Donald lo rechazó con un ademán.

—Ya lo he examinado —dijo. No quería volver a verlo. Al cerrar los ojos, podía ver la gente desesperada que se desperdigaba por el paisaje cubierto de polvo, la gente cuya muerte él había ordenado.

—Hay otras medicaciones que podrían aliviar el…

—No. No quiero más fármacos. —Donald cortó el aire con ambas manos en un gesto de rechazo—. Mire, la verdad es que no tengo resistencia a sus fármacos. —La verdad. Estaba harto de mentiras—. No hay ningún misterio. Simplemente, dejé de tomarme las pastillas.

Era agradable admitirlo. ¿Qué iban a hacer, de todas maneras? ¿Devolverlo a la cápsula? Tomó otro trago de agua mientras dejaba que Turman asimilara la confesión. Tragó saliva.

—Me las guardaba en las encías y luego las escupía. Así de sencillo. Posiblemente sea lo mismo que les pasa a todos los que recuerdan. Como Hal, o Carlton, o como quiera que se llame.

Turman le dirigió una mirada fría. Se dio unos golpecitos en la palma de la mano con el informe, como si estuviera digiriendo la revelación.

—Ya sabemos que habías dejado de tomarte las pastillas —dijo al fin—. Y desde cuándo.

Donald se encogió de hombros.

—Pues misterio resuelto, entonces. —Se terminó el agua y dejó el vaso vacío en la bandeja.

—Los fármacos a los que tienes resistencia no están en las pastillas, Donny. La gente deja de tomarse las pastillas porque empieza a recordar, no al contrario.

Donald estudió a Turman, incrédulo.

—La orina cambia de color cuando dejas de tomarlas. Te salen llagas en la boca al tratar de esconderlas. Esos buscamos.

—¿Cómo?

—La medicación no está en las pastillas, Donny.

—No le creo.

—Medicamos a todo el mundo. Algunos de nosotros somos inmunes. Pero tú no deberías serlo.

—Y una mierda. Me acuerdo. Las pastillas me dejaban aturdido. En cuanto dejé de tomarlas empecé a mejorar.

Turman agachó la cabeza.

—La razón por la que dejaste de tomarlas fue que… Yo no diría que empezaste a mejorar. Fue que el miedo había empezado a aflorar. Donny, la medicación está en el agua. —Señaló el vaso vacío de la bandeja con un ademán. Donald siguió el gesto con la mirada y al instante se sintió enfermo.

—No te preocupes —lo tranquilizó Turman—. Ya averiguaremos el porqué.

—No quiero ayudarlos. No quiero hablar de ese informe. No quiero ver a la persona que quieren que vea.

Quería a Helen. Lo único que quería era a su esposa.

—Puede que mueran miles de personas si no nos ayudas. Existe la posibilidad de que hayas tropezado con algo al redactar ese informe, aunque la verdad es que yo no lo creo.

Donald miró de reojo la puerta del baño y pensó en encerrarse allí y obligarse a vomitar, a purgar su organismo del agua y la comida. Puede que Turman le estuviese mintiendo. Puede que no. Una mentira significaría que el agua no era más que agua. La verdad, que sí poseía algún tipo de resistencia.

—Apenas recuerdo haber escrito esa maldita cosa —admitió. ¿Y quién era el que quería verlo? Imaginaba que otro médico, puede que el jefe de un silo, o puede que quienquiera que estuviese al mando de las cosas en aquel turno.

Se frotó las sienes. Podía sentir la presión que empezaba a acumularse entre ellas. Quizá debería hacer lo que querían, para que lo dejasen seguir durmiendo, volver con sus sueños. Algunas veces había soñado con Helen. Aquél era el único lugar en el que aún podía estar con ella.

—De acuerdo —aceptó—. Iré. Pero sigo sin comprender qué es lo que puedo saber yo. —Se rascó el punto del brazo en el que le habían extraído la sangre. Sentía un picor allí. Un picor tan intenso que dolía como un cardenal.

El senador Turman asintió.

—En general, estoy de acuerdo contigo. Pero ella piensa de otra manera.

Donald se puso tenso.

—¿Ella? —Escudriñó la cara de Turman, sin saber si había oído bien—. ¿Qué ella?

El anciano frunció el ceño.

—La que ha hecho que te despierte. —Señaló el camastro con un ademán—. Descansa un poco. Mañana la traeré aquí.