2049
Washington D. C.
Donald mantuvo la gruesa carpeta en el interior de la chaqueta mientras caminaba a paso vivo bajo la lluvia. Había optado por empaparse para cruzar la plaza en lugar de enfrentarse a su claustrofobia en los túneles.
El tráfico siseaba sobre el asfalto mojado. Esperó a que se despejase un momento e, ignorando los semáforos en rojo, cruzó corriendo la calle.
Frente a él resplandecían traicioneramente los peldaños de mármol del Rayburn, el edificio de oficinas de la Cámara de Representantes. Los subió fatigado y saludó al portero al entrar.
En el interior, un agente de seguridad permaneció impasible a su lado mientras los ojos rojos e implacables del escáner examinaban entre pitidos los códigos de barras de su identificación. Comprobó la carpeta que le había dado Turman para asegurarse de que se mantenía seca, mientras se preguntaba por qué la gente seguía pensando que aquellas antiguallas eran más seguras que un mensaje de correo electrónico o una copia digital.
Su despacho estaba un piso más arriba. Se dirigió a la escalera, que prefería a los viejos y lentos ascensores del Rayburn. Sus zapatos chirriaron sobre las baldosas del suelo al abandonar el felpudo que había al cruzar la puerta.
En la escalera reinaba el revuelo de costumbre. Dos miembros del programa de becarios del Congreso pasaron a toda prisa, presumiblemente en busca de café. A la entrada del despacho de Amanda Kelly había un equipo de televisión y una joven periodista, bañada por la luz casi diurna de las cámaras. Se podía identificar a los consternados votantes y a los impacientes miembros de los lobbies por los pases de invitado que llevaban al cuello. A su vez, los dos grupos eran fáciles de distinguir entre sí. Los votantes tenían el ceño fruncido e invariablemente parecían perdidos. Los miembros de los lobbies eran los sujetos de sonrisa sibilina que caminaban por los pasillos con aire de mayor seguridad que los congresistas recién electos.
Donald abrió la carpeta y fingió enfrascarse en su lectura mientras avanzaba en medio del caos, con la esperanza de evitar conversaciones. Pasó entre los cámaras de televisión y abrió la siguiente puerta, que era la de su despacho.
Margaret, su secretaria, se levantó.
—Señor, tiene visita.
Donald recorrió la sala de espera con la mirada. Estaba vacía. Vio que la puerta de su despacho estaba entreabierta.
—Lo siento, la he dejado pasar. —Margaret simuló con gestos estar cargando una caja, con las manos a la altura de la cintura y la espalda arqueada—. Le trae algo. Ha dicho que de parte del senador.
Donald aplacó las preocupaciones de su secretaria con un gesto. A sus cuarenta y tantos años, Margaret era mayor que él y venía muy recomendada, pero tenía aire de conspiradora. Puede que fuese el fruto inevitable de sus muchos años de experiencia en Washington.
—No pasa nada —la tranquilizó. Era interesante que, a pesar de que hubiera un centenar de senadores, dos de ellos de su propio estado, sólo a uno lo llamasen «el senador»—. Ahora me ocupo. Entretanto, necesito que me hagas sitio en la agenda. Lo ideal sería una hora o dos por la mañana. —Le mostró la carpeta—. Tengo algo que va a consumir una parte importante de mi tiempo.
Margaret asintió y se sentó frente a su ordenador. Donald se encaminó hacia su despacho.
—Ah, señor…
Donald se volvió. La secretaria le señaló la cabeza.
—Su pelo —susurró.
El congresista se pasó los dedos por la cabellera, de la que salieron despedidas gotas de agua como una bandada de moscas sobresaltadas de repente. Margaret frunció el ceño y se encogió de hombros con aire de resignación. Donald, sin prestarle atención, abrió la puerta de su despacho. Suponía que se encontraría a alguien sentado frente a su mesa.
Pero lo que vio fue a alguien contorsionándose debajo de ella.
—¿Hola?
La puerta había chocado contra algo que había en el suelo. Donald asomó la cabeza y vio una caja de gran tamaño con el dibujo de un monitor. Dirigió la mirada hacia la mesa y vio que la pantalla ya estaba montada sobre ella.
—¡Ah, hola!
El saludo llegó amortiguado desde el hueco de debajo de la mesa. Unas caderas esbeltas enmarcadas por una falda de espiga retrocedieron meneándose hacia él. Donald supo de quién se trataba antes de que apareciese la cabeza. Su presencia allí, sin previo aviso, le hizo sentir una punzada de culpa y de rabia.
—Oye, deberías decirle a la señora de la limpieza que aspire ahí debajo de vez en cuando. —Anna se levantó y sonrió. Juntó las manos dando una palmada y se las limpió antes de ofrecerle una. Donald se la estrechó con cierto nerviosismo—. Hola, forastero.
—Ya. Hola. —Las gotas de lluvia que resbalaban por sus mejillas y su cuello disimularon un repentino ataque de transpiración—. ¿Qué pasa aquí? —Rodeó la mesa para hacer un poco de espacio entre ellos. Un monitor nuevo descansaba inocentemente sobre el escritorio, con la pantalla cubierta por una película de plástico protector.
—Papá ha pensado que podía hacerte falta. —Anna se metió unos rizos sueltos de color castaño detrás de la oreja. Seguía teniendo un fascinante aire de criatura élfica cuando dejaba que se le viesen las orejas de aquel modo—. Me he ofrecido a traértelo —le explicó con un encogimiento de hombros.
—Oh. —Donald dejó la carpeta sobre la mesa y se acordó del boceto del edificio y de que había pensado que podía ser cosa de ella. Y ahora estaba allí. Al verse reflejado en la pantalla, reparó en el penoso estado en que le había quedado el pelo. Trató de alisárselo con la mano.
—Otra cosa —continuó Anna—. El ordenador estaría mejor sobre la mesa. Sé que queda feo, pero el polvo lo va a asfixiar. Es mortal para esos trastos.
—Sí, vale.
Al sentarse, Donald se dio cuenta de que ya no podía ver la silla del otro lado de la mesa. Deslizó el nuevo monitor a un lado mientras Anna daba un rodeo se plantaba frente a él, con los brazos cruzados. Parecía totalmente relajada, como si se hubieran visto el día antes.
—Bueno —dijo él—. Así que estás en la ciudad.
—Desde la semana pasada. Iba a pasar a veros a Helen y a ti el domingo, pero he estado muy ocupada instalándome en mi apartamento. Deshaciendo cajas, ¿sabes?
—Ya. —Tocó accidentalmente el ratón y el monitor se iluminó. El ordenador estaba encendido. El terror que le inspiraba el hecho de estar en la misma habitación que una antigua novia remitió lo justo para que cayese en la cuenta de la sucesión de los acontecimientos de aquel día.
—Un momento. —Se volvió hacia Anna—. ¿Estabas aquí, instalando esto mientras tu padre me preguntaba si estaba interesado en el proyecto? ¿Y si lo hubiera rechazado?
Anna enarcó una ceja. Donald se dio cuenta de que no era algo que se pudiera aprender. Era un talento innato en aquella familia.
—Prácticamente te regaló la elección —respondió en tono monocorde.
Donald alargó la mano hacia la carpeta y hojeó los folios como si estuviera barajando unas cartas.
—Simplemente, me habría hecho ilusión la ficción de que tengo libre albedrío.
Anna se echó a reír. Estaba a punto de alborotarse el cabello, comprendió Donald. Apartó una mano de la carpeta y se palpó el bolsillo de la chaqueta en busca del teléfono. Era como si Helen estuviera allí con él. Sintió el impulso de llamarla.
—¿Al menos ha sido amable contigo?
Al levantar la mirada hacia ella, vio que no se había movido. Aún tenía los brazos cruzados y no se había revuelto el pelo. No había razón alguna para sentir pánico.
—¿Cómo? Oh, sí. Como en los viejos tiempo. De hecho, es como si no hubiera envejecido un solo día.
—La verdad es que no envejece, ¿sabes? —Cruzó la habitación, sacó de la caja unos bloques de gomaespuma moldeada de gran tamaño y volvió a dejarlos donde estaban, haciendo mucho ruido. Donald se dio cuenta de que sus ojos comenzaban a rondar las proximidades de su falda y se obligó a apartar la mirada.
—Se somete a sus nanotratamientos casi religiosamente. Empezó por lo de las rodillas. El Ejército se lo costeó durante algún tiempo. Ahora no puede pasar sin ellos.
—No lo sabía —mintió Donald. Había oído rumores, claro. Era el «bótox de cuerpo entero», decía la gente. Mejor que los suplementos de testosterona. Costaba una fortuna y no era la receta de la vida eterna, pero desde luego podía aliviar los problemas del envejecimiento.
Anna entornó los ojos.
—Te parece mal, ¿verdad?
—¿Qué? No. Supongo que está bien. Sólo que yo no lo… Un momento. ¿Por qué lo preguntas? No me digas que tú has estado…
Anna puso los brazos en jarras y ladeó la cabeza. Había algo extrañamente seductor en la postura que adoptaba cuando se ponía a la defensiva, algo que difuminaba todos los años que habían pasado desde la última vez que la vio.
—¿Crees que me hace falta? —preguntó.
—No, no. No es eso lo que quería… —Agitó las manos en el aire—. Lo que sucede es que yo nunca lo usaría, creo.
Una leve sonrisa afinó los labios de Anna. La madurez había endurecido un poco su belleza y refinado su esbelta figura, pero la ferocidad de su juventud seguía ahí.
—Eso dices ahora —respondió—, pero espera a que comiencen a dolerte las articulaciones o te dé una contractura en el cuello por algo tan sencillo como volver la cabeza rápidamente. Ya veremos entonces.
—Muy bien. Vale. —Donald juntó las manos dando una palmada—. Ha sido una mañana muy complicada y no creo que sea buen momento para ponernos al día.
—Sí, así es. ¿Cuándo te viene mejor? —Anna entrelazó las pestañas de la caja y la empujó con el pie hacia la puerta. Rodeó la mesa por el otro lado y se detuvo detrás de él, con una mano en su silla y la otra estirada hacia el ratón.
—¿Que cuándo…?
Mientras él la observaba, cambió unos parámetros de la configuración y el nuevo ordenador se encendió. Donald sintió una palpitación en la entrepierna al oler su familiar perfume. El aire que había desplazado al atravesar la habitación parecía moverse todavía a su alrededor. Se parecía tanto a una caricia, a un contacto físico, que se preguntó si no estaría engañando a Helen en aquel mismo momento, mientras Anna no hacía otra cosa que ajustar valores en el panel de control de su ordenador.
—Sabes cómo se usa esto, ¿no? —Deslizó el puntero del ratón de una pantalla a la otra, arrastrando una partida de solitario.
—Eh… sí —Donald se removió en el asiento—. Mmm… ¿Qué querías decir con lo de que cuándo me viene mejor?
Anna soltó el ratón. Fue como si hubiera levantado la mano de su muslo.
—Papá quiere que me encargue de la parte de mecánica de los planos. —Hizo un ademán hacia la carpeta, como si supiese exactamente lo que contenía—. Me voy a tomar un año sabático en el MIT hasta que el proyecto de Atlanta esté en marcha. He pensado que convendría que nos reuniésemos una vez a la semana para repasar las cosas.
—Oh, vaya. Bueno, ya te lo diré. Mi agenda es una verdadera locura. Cambia cada día.
Se imaginaba lo que le parecería a Helen que Anna y él se viesen una vez por semana.
—Podemos… ya sabes, organizar un espacio compartido en AutoCAD —sugirió—. Puedo vincularte a mi documento…
—Sí, podemos hacer eso.
—Y hablar por correo electrónico o por videoconferencia.
Anna frunció el ceño. Donald se dio cuenta de que estaba siendo demasiado transparente.
—Sí, algo así —asintió ella.
Hubo un destello de desilusión en su cara cuando se volvió para recoger la caja, y Donald sintió el impulso de disculparse, pero eso sería como exponer el problema a voces: «No me fío de mí mismo cuando tú estás cerca. No vamos a ser amigos. ¿Qué coño haces aquí?».
—En serio, tienes que hacer algo con el polvo. —Volvió la cabeza hacia su mesa—. De verdad, se te va a asfixiar el ordenador.
—Vale. Lo haré. —Se levantó y rodeó rápidamente la mesa para acompañarla a la salida. Anna se detuvo para recoger la caja—. Yo la cojo.
—No seas tonto. —Se incorporó con la gran caja apoyada entre un brazo y la cadera. Sonrió y volvió a remeterse el pelo tras la oreja. Y fue como cuando se marchaba de su dormitorio de la facultad. El mismo momento incómodo de cuando se despedía por la mañana, con la ropa arrugada de la noche anterior.
—Bueno, ¿tienes mi correo electrónico? —preguntó él.
—Ahora estás en las páginas azules —le recordó ella.
—Cierto.
—Estás estupendo, por cierto. —Y antes de que él pudiera retroceder un paso o hacer algo para defenderse, se revolvió el pelo con una sonrisa en los labios.
Donald se quedó petrificado. Cuando recuperó la movilidad, algún tiempo más tarde, Anna se había marchado y lo había dejado allí, empapado de culpabilidad.