2212
Silo 1
Las ruedas de la silla chirriaron al avanzar. Con cada vuelta se producía un agudo gemido de queja, seguido por un espacio de letal silencio. Donald se dejó adormecer por el rítmico sonido mientras lo empujaban. El vaho de su aliento formaba nubecillas en el aire, pues en la sala hacía tanto frío como el que llevaba en el tuétano de los huesos.
Las cápsulas se extendían en filas y más filas a ambos lados. Los nombres resplandecían en luz naranja sobre las diminutas pantallas, nombres inventados con el fin de segregar el pasado del presente. Donald los vio pasar mientras lo empujaban hacia la salida. Le pesaba la cabeza ahora que la gravidez de los recuerdos estaba reemplazando unos sueños que se alejaban y se esfumaban como volutas de humo.
Los hombres de los monos azul pálido traspasaron la puerta con él y lo llevaron al pasillo. Lo condujeron hasta una sala que le era conocida, con una mesa que le resultaba familiar. La silla de ruedas resbaló sobre el suelo cuando le bajaron los pies descalzos del punto de apoyo. Preguntó cuánto tiempo había pasado, cuánto había dormido.
—Cien años —dijo alguien. Lo que significaba ciento sesenta años desde la orientación. No era de extrañar que la silla de ruedas le pareciese inestable. Era más vieja que él. Se le habían aflojado los tornillos en las largas décadas que Donald había pasado dormido.
Lo ayudaron a ponerse en pie. Seguía teniendo las extremidades adormecidas a causa de la hibernación, pero el frío, al desaparecer poco a poco, empezaba a provocarle un doloroso hormigueo. Alguien corrió una cortina. Lo ayudaron a orinar en un vaso, lo que le provocó un glorioso alivio. La muestra era de color carbón, a causa de las máquinas muertas que expulsaba su organismo. El camisón de papel no bastaba para calentarlo, aunque sabía que el frío estaba en su carne, no en la sala. Le dieron otro trago de aquella bebida amarga.
—¿Cuánto tardará su cabeza en aclararse? —preguntó alguien.
—Un día —dijo el médico—. Mañana, como muy temprano.
Hicieron que permaneciese sentado mientras le tomaban una muestra de sangre. Un anciano de mono blanco y cabello igualmente prístino permanecía en el umbral de la puerta con expresión ceñuda.
—Ahorra fuerzas —le dijo el hombre de blanco. Indicó al médico que continuara trabajando con un gesto de la cabeza y desapareció antes de que Donald pudiera ubicarlo en su titubeante memoria. Se mareó mientras le extraían una sangre teñida de azul a causa del frío.
Lo llevaron en la silla hasta un ascensor que le resultaba familiar. Los hombres que lo rodeaban conversaban entre ellos, pero sus voces parecían distantes. Donald se sentía como si lo hubieran drogado, pero se acordaba de que había dejado de tomarse las pastillas. Se llevó la mano al labio inferior, con un hormigueo en los dedos y en la boca, y buscó la llaga que le habían provocado las pastillas que no se tragaba en el sitio donde solía ocultarlas.
Pero la llaga no estaba ahí. Se habría curado mientras dormía, décadas atrás. Las puertas del ascensor se abrieron y las sensaciones provocadas por el prolongado sueño continuaron remitiendo en el interior de Donald.
Lo llevaron por otro pasillo, cuyas paredes tenían marcas de roces a la altura de las ruedas, arcos de color negro donde la goma había rozado con la pintura. Sus ojos vagaron por las paredes, el techo, las baldosas. Todos ellos exhibían los indicios de siglos de desgaste. Tenía la sensación de que el día anterior estaban como nuevos. Pero ahora parecían rebosantes de maltrato, como si hubieran experimentado un proceso de ruinoso y repentino desmoronamiento. Donald recordaba haber diseñado unos pasillos idénticos a aquellos. Recordaba haber pensado que estaban creando algo que duraría siglos. Pero la verdad había estado ahí desde el principio. La verdad estaba en el diseño, devolviéndole la mirada, demasiado absurda como para tomarla en serio.
La silla de ruedas se detuvo.
—Siguiente —dijo una voz ronca algo más adelante, una voz que también conocía. Pasó por delante de una puerta cerrada antes de detenerse frente a otra idéntica. Uno de los auxiliares rodeó la silla de ruedas con un tintineo del llavero que llevaba colgado del cinturón. Eligió una de las llaves, la introdujo en la cerradura y la hizo girar con una serie de fuertes crujidos. Los goznes de la puerta chirriaron y la puerta se abrió hacia dentro. Las luces del interior se encendieron.
Era como una celda y flotaba en ella un intenso olor a desuso. Las luces del techo parpadearon varias veces antes de encenderse del todo. Había una litera con dos camastros en un rincón, una mesita lateral, un armario y un cuarto de baño.
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó con voz quebrada.
—Ésta va a ser tu habitación —respondió el auxiliar mientras guardaba las llaves. Sus jóvenes ojos saltaron al hombre que empujaba la silla de ruedas, como si buscase confirmación para sus palabras. Otro joven con mono azul pálido rodeó la silla, levantó los pies de Donald de los estribos y los colocó sobre una alfombra desgastada por el paso de los años.
Lo último que recordaba Donald era que lo perseguían unos perros rabiosos con alas de cuero y él ascendía corriendo por una montaña de huesos. Pero eso había sido un sueño. ¿Cuál era su último recuerdo real? Recordaba una aguja. Recordaba haber muerto. Eso parecía real.
—Lo que quiero decir es… —Tragó saliva dolorosamente—. ¿Por qué estoy… despierto?
Había estado a punto de decir «vivo». Los dos auxiliares intercambiaron una mirada mientras lo ayudaban a trasladarse de la silla al camastro inferior. La silla de ruedas chirrió una vez al llevarla de regreso al pasillo. El hombre que la empujaba se detuvo. Sus anchos hombros empequeñecían el umbral de la puerta.
Uno de los auxiliares cogió la muñeca de Donald, apoyó suavemente dos dedos sobre unas venas de color azul hielo y contó silenciosamente, moviendo los labios. El otro dejó dos pastillas en un vaso de plástico e hizo ademán de abrir una botella de agua.
—Eso no será necesario —dijo la silueta del umbral.
El auxiliar de las pastillas volvió la mirada hacia el anciano, que al entrar en la pequeña sala había desplazado parte del aire que contenía. La habitación pareció menguar al instante. Donald sintió que se le hacía más difícil respirar.
—Eres el hombre del… —susurró Donald.
El anciano del pelo blanco despidió a los dos auxiliares con un ademán.
—Dadnos un momento —les dijo.
El que había cogido la muñeca de Donald terminó de contar y dirigió un gesto de asentimiento al otro. Las pastillas que habían quedado sin tomar traquetearon en el vaso de papel cuando se las llevaron. Las facciones del anciano habían despertado algo en el interior de Donald, se habían abierto paso en medio del desorden de los recuerdos y los sueños.
—Me acuerdo de ti —dijo—. Eres el hombre del deshielo.
El hombre respondió con una sonrisa tan blanca como su cabello y se formaron unas arrugas alrededor de sus labios y sus ojos. Apartó la silla de ruedas, que se alejó con un chirrido. La puerta se cerró. A Donald le pareció oír que echaban la cerradura, pero le castañeteaban los dientes de vez en cuando y todavía no oía del todo bien.
—Soy Turman —anunció el hombre.
—Lo recuerdo —respondió Donald. Recordaba su despacho, lejos de allí, en algún lugar donde aún llovía, donde crecía la hierba y los cerezos florecían una vez al año. Aquel hombre había sido senador, una vez.
—Ése es un misterio que tenemos que resolver. —El hombre ladeó la cabeza—. Pero por ahora es una suerte que lo hagas. Necesitamos que recuerdes.
Turman se apoyó en el armario de metal. A juzgar por su aspecto, había pasado varios días sin dormir. Llevaba el pelo alborotado, no como Donald lo recordaba. Había unos círculos oscuros debajo de sus ojos. Parecía mucho más… viejo, de algún modo.
Donald se miró las palmas de las manos y al hacerlo los muelles de la cama chirriaron e hicieron que la habitación se moviese como si se balancease. Por un instante, volvió a presenciar la horrible escena de un hombre que recordaba su nombre y quería ser libre.
—Me llamo Donald Keene.
—Así que lo recuerdas. ¿Y sabes quién soy? —Sacó un papel doblado mientras esperaba una respuesta.
Donald asintió.
—Bien. —El hombre del deshielo se volvió y colocó el papel doblado sobre la mesita. Lo dejó de tal modo que los dos extremos quedaron apuntando hacia arriba, en dirección al techo—. Necesitamos que lo recuerdes todo —dijo—. Estudia este informe cuando se te aclare la cabeza, a ver si le encuentras sentido. Haré que te traigan una comida como Dios manda cuando se te asiente el estómago.
Donald se frotó las sienes.
—Has estado algún tiempo fuera —le explicó el hombre del deshielo. Tocó la puerta con los nudillos.
Donald movió los dedos de los pies sobre la alfombra. Estaba recuperando la sensibilidad. La puerta emitió un chasquido antes de abrirse y el senador volvió a bloquear la luz desde el umbral. Por un momento se transformó en una sombra.
—Descansa y buscaremos juntos las respuestas. Hay alguien que quiere verte.
La habitación volvió a quedar cerrada a cal y canto antes de que Donald pudiera preguntarle qué quería decir. Y por alguna razón, una vez cerrada la puerta y desaparecido el visitante, tuvo la sensación de que había más aire para respirar en el pequeño espacio. Aspiró hondo un par de veces. Se agarró al marco de la cama y, haciendo un esfuerzo, se puso en pie. Luego permaneció un momento en el sitio, inestable.
—Buscaremos las respuestas —repitió en voz alta. Alguien quería verlo.
Movió la cabeza con escepticismo, lo que hizo que el mundo empezase a dar vueltas a su alrededor. Como si él tuviera alguna respuesta… Lo único que tenía eran preguntas. Recordaba que los auxiliares que lo habían despertado habían dicho algo sobre un silo que se estaba viniendo abajo. No recordaba cuál. ¿Para qué iban a despertarlo por algo así?
Caminó con paso inseguro hasta la puerta, intentó girar el picaporte y confirmó lo que ya sabía. Luego se acercó a la mesita, sobre la que descansaba el papel.
—Descansa —dijo burlándose del consejo. Como si pudiera dormir… Se sentía como si llevase una eternidad dormido. Cogió el papel y lo desdobló.
Un informe. Lo recordaba. La copia de un informe. Un informe sobre un joven que había hecho cosas horribles. La habitación daba vueltas a su alrededor como si descansase sobre un enorme pivote. Recordaba la imagen de hombres y mujeres pisoteados y agonizantes, recordaba haber dado órdenes atroces, recordaba rostros que lo observaban desde un pasillo en algún momento del pasado.
Parpadeó para dejar salir una cortina de lágrimas y estudió el informe que temblaba entre sus manos. ¿No lo había escrito él? Lo había firmado, de eso se acordaba. Pero no era su nombre el que figuraba al pie. La letra era suya, pero el nombre no.
Tr o y.
Donald sintió que se le entumecían las piernas. Intentó llegar hasta la cama, pero se desplomó sobre el suelo, engullido por un torrente de recuerdos. Troy y Helen. Helen y Troy. Se acordaba de su esposa. Imaginó que desaparecía al otro lado de la colina, con los brazos alzados hacia un cielo del que llovían bombas, mientras su hermana y una sombra oscura y sin nombre se lo llevaban a él a rastras y las personas rodaban como canicas por una ladera hasta desembocar en un embudo y luego en un pozo oscuro lleno de neblina blanca.
Recordó. Recordó todo lo que le habían hecho al mundo con su ayuda. Había un muchacho atormentado en un silo lleno de muertos, una sombra entre los servidores. Aquel muchacho había precipitado el fin del silo Doce y Donald había escrito un informe. Pero Donald… ¿qué es lo que había hecho? Él no sólo había acabado con un silo lleno de gente. Trazó los planes que habían propiciado el fin del mundo. El informe que tenía en las manos empezó a temblar mientras recordaba. Las lágrimas que caían sobre el papel estaban teñidas de azul pálido.