28

Las luces de la gran escalera de caracol se atenuaban de noche para que el silo y sus habitantes pudieran dormir. A aquellas horas de la noche, mucho después de que se acallasen las nanas que arrullaban a los niños, sólo andaban de acá para allá quienes tenían algún propósito ilegítimo en mente. Mission se mantuvo totalmente inmóvil en la oscuridad y esperó. Desde algún lugar situado más allá le llegó el sonido de una cuerda que se deslizaba sobre el metal, el chasquido de las fibras pegadas al acero, tensas al soportar un gran peso.

Un grupo de porteadores aguardaba a su lado, agazapados en la escalera. Mission tenía la mejilla pegada al poste interior y sentía el frío del acero contra la piel. Controló su respiración mientras trataba de captar el sonido de la cuerda. Lo conocía a la perfección y casi podía sentir su quemadura contra el cuello, esa protuberancia de la carne provocada por infinitas abrasiones cicatrizadas a lo largo de los años, una marca que solía atraer las miradas de los demás pero que raras veces se mencionaba en voz alta. Entonces, en medio de la densa y grisácea penumbra de la noche, volvió a captar un chasquido reconocible, provocado por la gente del piso de arriba al descolgar poco a poco la carga.

Aguardó la señal. Pensó en la cuerda, en su propia vida… y en otras cosas prohibidas. Había un libro en Envíos, en el piso setenta y cuatro, donde se anotaban las cuentas. En la principal estación de paso para todos los porteadores se guardaba bajo llave un enorme libro de registros hecho de una fortuna en papel. Contenía un cuidadoso recuento de ciertos tipos de envíos, manuscrito para que la información no cayese en otras manos al transmitirla por cable.

Mission había oído que los porteadores más importantes anotaban los envíos de ciertos tipos de tuberías en aquel libro, pero desconocía la razón. Lo mismo pasaba con el cobre y con determinados fluidos y otras sustancias que salían de Química. Si pedías algo de eso —o demasiada cuerda— terminabas en la lista bajo control. Los porteadores eran los señores de los rumores. Sabían dónde acababa todo. Y sus susurros se congregaban como la condensación en la sala principal de Envíos, donde eran consignados por escrito.

Mission oyó el crujido de la cuerda en la oscuridad. Sabía lo que se sentía al tener un tramo entero enroscado y tenso alrededor del cuello. Le resultaba extraño que si pedías lo bastante para ahorcarte, a nadie le importaba. Pero si encargabas un tramo lo bastante largo como para atravesar varios pisos, saltaban las alarmas.

Se ajustó el pañuelo en la oscuridad mientras pensaba en ello. Un hombre podía quitarse la vida, reflexionó, pero no podía quitarle el trabajo a otro.

—Preparaos —los instó un susurro desde arriba.

Mission apretó la mano alrededor de la empuñadura y se concentró en lo que estaban haciendo. Sus ojos pugnaron por taladrar la penumbra. Podía oír las respiraciones regulares de los porteadores que lo rodeaban. A buen seguro, también ellos estarían aferrando sus cuchillos con impaciencia.

El cuchillo del porteador venía con el puesto. Servía para abrir las mercancías empaquetadas, para cortar la fruta que comían en los ascensos y para mantener la paz en su recorrido por las alturas y las profundidades del silo, con todos los peligros que residían en ellas. Mission aferró el suyo mientras esperaba a que llegara la orden.

Más arriba, al cabo de dos giros enteros de la escalera, en un rellano sumido en penumbra, un grupo de granjeros discutía en voz baja mientras manipulaban el otro extremo de aquella cuerda. Estaba realizando un trabajo que correspondía a los porteadores para ahorrarse un par de centenares de fichas. Más allá de la barandilla, la cuerda era invisible en la oscuridad. Tendría que estirar los brazos y buscarla a tientas. Sintió calor en el cuello y la mano sudorosa, incapaz de sujetar el cuchillo con firmeza.

—Aún no —susurró Morgan, y Mission notó la mano de su antiguo jefe sobre el hombro, apoyada en él para contenerlo. Esto lo ayudó a aclarar sus pensamientos. Con otro suave chasquido, emitido por una cuerda que sustentaba el peso de un enorme generador, una densa mancha de color gris pasó por delante de ellos en la oscuridad. Arriba, los hombres se comunicaban con susurros mientras la iban descolgando, mientras hacían, vestidos de verde, un trabajo que correspondía a los hombres de azul.

Al mismo tiempo que la mancha grisácea pasaba centímetro a centímetro por delante de sus ojos, Mission pensó en el peligro de aquella noche y se asombró por el miedo que experimentaba. Sentía un apego repentino por una vida a la que una vez se había esforzado por ponerle fin, una vida que nunca tendría que haber existido. Pensó en su madre y se preguntó cómo debió haber sido, más allá de la desobediencia que le había costado la vida. Eso era todo lo que sabía de ella, que el implante de sus caderas había fallado, como sucedía en un caso de cada diez mil. Y en lugar de informar sobre la avería —y el embarazo— lo había ocultado con ropa holgada hasta pasado el momento en que el Pacto permitía tratar a los niños como quistes.

—Preparaos —susurró Morgan.

La masa gris del generador siguió descendiendo hasta perderse de vista. Mission aferró el cuchillo con todas sus fuerzas mientras pensaba en que tendrían que habérselo arrancado de dentro y tirarlo. Pero pasada una fecha determinada, se pagaba una vida con la otra. Así lo establecía el Pacto. A Mission, nacido tras los barrotes, le habían otorgado la libertad mientras a su madre la enviaban al exterior a limpiar.

—Ahora —ordenó Morgan, y Mission dio un respingo. Unas botas blandas y desgastadas chirriaron sobre los escalones de arriba, el ruido de hombres que entraban en acción. Mission se concentró en su papel. Se pegó a la barandilla curva y alargó los brazos hacia el espacio que se abría más allá. Las palmas de sus manos encontraron una cuerda tan rígida como el acero. Acercó la hoja del puñal a la cuerda.

Hubo un chasquido sordo, como si se hubiera partido un ligamento, y la primera de las trenzas de fibra se rompió al suave roce de la afilada hoja.

Mission no tuvo sino un momento para pensar en quienes esperaban en el rellano inferior, los cómplices de los granjeros, dos pisos más abajo. Unos hombres ascendían precipitadamente por la escalera. Habría querido acompañarlos. Con un rápido movimiento de serrado, la cuerda terminó de cortarse y a Mission le pareció oír el silbido que hacía el pesado generador al acelerar en su caída. Un momento más tarde se produjo un tremendo estruendo y desde abajo subieron los gritos de alarma de unos hombres. Por encima había estallado la lucha.

Con una mano en la barandilla y otra en la empuñadura del cuchillo, Mission subió los peldaños de tres en tres. Corrió a unirse a la refriega, aquella lección sobre las consecuencias de quebrantar el Pacto, de hacer el trabajo de otros, impartida en mitad de la noche. El rellano se inundó de gruñidos, gemidos y golpes secos, y Mission se sumó a la pelea sin pensar en las consecuencias, sino sólo en aquella batalla.