Habría sido más sensato —y mejor para su espalda— que Mission hubiese dejado la bomba antes de ir a ver a su padre, pero precisamente había cargado con ella para que el viejo pudiera verlo. Así que se dirigió a las salas de plantación y el mismo puesto de cultivo en el que había trabajado su abuelo y, según decían, su bisabuelo antes que él. Más allá de las judías y los arándanos, de los calabacines y las patatas, en una pequeña parcela de maíz que parecía listo para la cosecha, se encontró a su viejo a cuatro patas, con el mismo aspecto que Mission siempre había asociado con él: trabajando el suelo con una paleta, arrancando las malas hierbas con la pericia de quien lo ha convertido en un hábito, como una niña que juguetea con su pelo sin darse cuenta.
—Padre.
El hombre volvió la cabeza hacia él. Su frente relucía de sudor bajo el calor de las luces de crecimiento. El destello de una sonrisa afloró a sus labios, pero se fundió al instante. El medio hermano de Mission, Riley, una copia idéntica de su padre de doce años de edad, apareció detrás de una de las hileras de maíz con las manos llenas de tierra. Más rápido que su padre, gritó «¡Mission!» mientras se ponía en pie de un salto.
—El maíz tiene buen aspecto —dijo Mission. Apoyó una mano en la barandilla, así como el peso de la bomba sobre su propia espalda, y alargó una mano para doblar una hoja con el pulgar. Húmeda. Aún le faltaban unas semanas para la cosecha y, por un momento, el olor lo devolvió al pasado. Vio que un mosquito rojo ascendía por el tallo y acabó con el parásito de un rápido movimiento.
—¿Qué me has traído? —exclamó su hermano pequeño.
Mission se echó a reír y le atusó la negra cabellera, regalo de la madre del muchacho.
—Lo siento, hermanito. Esta vez vengo cargado de trabajo. —Se volvió ligeramente para que Riley y su padre pudieran comprobarlo. Su hermano se subió a la parte baja de la barandilla y se inclinó para verlo mejor.
—¿Por qué no lo dejas un rato en el suelo? —sugirió su padre. Dio unas palmadas para que la preciada tierra cayese en el lado correcto de la verja y, hecho esto, alargó el brazo y le estrechó la mano a Mission—. Tienes buen aspecto.
—Y tú, papá. —Mission habría hinchado el pecho y enderezado la espalda todo lo posible si al hacerlo no se hubiera cargado sobre la columna todo el peso de la bomba—. ¿Qué es eso que me han contado de que en la cafetería han empezado a cultivar brotes?
Su padre rezongó y negó con la cabeza en un gesto de disgusto.
—Y maíz, si lo que dicen es cierto. Puñetera autosuficiencia… —Le clavó a Mission un dedo en el pecho—. Esto también os afecta a vosotros, ¿sabes?
Se refería a los porteadores y lo dijo con un tono que equivalía a un «Ya te lo había dicho». Como siempre.
Riley le tiró del mono y le pidió que le mostrase el cuchillo. Mission desenvainó la hoja y se la ofreció mientras estudiaba a su padre, sumidos ambos en un silencio repentino. Su padre parecía más viejo. Tenía la piel del color de la madera barnizada, un tono insalubre derivado del exceso de trabajo bajo las luces de crecimiento. Lo llamaban «el bronceado» y permitía identificar a un granjero desde lejos.
Las bombillas del techo irradiaban un intenso calor, y la rabia que había sentido Mission cuando estaba lejos de casa se fundió, transformada en una tristeza vacía. Se podía sentir el vacío que había dejado su madre. Esto volvió a recordarle lo que había costado su nacimiento. Pero aún mayor era la pena que sentía por su padre, con su piel dañada y la nariz cubierta de manchas oscuras por años de exposición a aquella luz. Eran las mismas señales que compartían todos los que trabajaban la tierra en sus monos verdes, afanándose entre los cadáveres del silo.
Por un instante, el primer recuerdo claro de la infancia de Mission reapareció en su mente: empuñaba una paleta que por aquel entonces se le antojaba una pala gigantesca. Había estado jugando entre las hileras del maíz, removiendo la tierra a imitación de su padre, cuando sin previo aviso el viejo lo agarró por la muñeca.
—No excaves aquí —le dijo con tono tenso. Eso había sido antes de que Mission asistiese a su primer funeral, antes de que viese con sus propios ojos lo que había bajo las semillas. Después de aquel día aprendió a reconocer los montículos donde la tierra era de un color más oscuro porque acababan de removerla.
—Por lo que veo te encargan los trabajos más duros —comentó su padre para romper el silencio. Daba por sentado que la carga de Mission se la habían asignado en Envíos. Su hijo no lo corrigió.
—Nos dejan llevar lo que somos capaces de cargar —afirmó—. Los porteadores más viejos llevan el correo; los demás, lo que podemos.
—Recuerdo cuando dejé de ser una sombra —dijo su padre. Entrecerró los ojos, se secó la frente y señaló el maíz con la cabeza—. Me tocó ponerme con las patatas mientras mi jefe volvía a los arándanos. Dos para la cesta y uno para él.
Otra vez no. Mientras Mission lo miraba, Riley probó la punta del cuchillo con la yema de un dedo. Alargó el brazo para quitárselo, pero su hermano se apartó.
—Los porteadores viejos se encargan del correo porque ellos mismos se ocupan de que sea así —le explicó su padre.
—Hablas sin saber —replicó Mission. La tristeza había desaparecido, reemplazada por la rabia—. Los porteadores viejos tienen problemas de rodillas y por eso nos encargamos nosotros de las cargas pesadas. Además, mi bonificación depende del peso que llevo y el tiempo que me lleva el transporte, así que tampoco me importa.
—Ah, ya. —Su padre hizo un ademán en dirección a las piernas de Mission—. Ellos te pagan con una bonificación y tú les pagas con tus rodillas.
Mission sintió que se le tensaban las mejillas y empezaba a arderle el cuello con un arrebato de rabia juvenil.
—Lo único que digo, hijo, es que cuando te haces mayor y adquieres más experiencia, aprendes a elegir lo que quieres cultivar. Eso es todo. Quiero que aprendas a arreglártelas por ti mismo.
—Ya lo hago, papá.
Riley se subió a la parte alta de la barandilla y le enseñó los dientes a su propio reflejo en la hoja del cuchillo. El muchacho tenía ya una hilera moteada de manchas en lo alto de la nariz, el primer indicio del bronceado del granjero. Carne dañada de carne dañada; de tal palo tal astilla. Y a Mission no le costó mucho imaginárselo al cabo de los años, al otro lado de aquella barandilla, ya adulto y con su propio hijo. La imagen hizo que se alegrase de haber escapado de las granjas para cambiarlas por un trabajo que uno no se llevaba cada noche a la cama enterrado bajo las uñas.
—¿Te quedas a comer? —preguntó su padre, consciente, quizá, de que estaba alejando a su hijo.
—Si no te importa… —respondió Mission. El hecho de que su padre se ofreciese a alimentarlo le provocó una punzada de culpa, pero se alegraba de no haber tenido que pedirlo. Además, su madrastra se ofendería si no pasaba a visitarla—. Pero luego me marcharé en seguida. Esta noche tengo… una entrega.
Su padre frunció el ceño.
—Pero tendrás tiempo de ver a Allie, ¿no? Siempre está preguntando por ti. Aquí los chicos empezarán a hacer cola para casarse con ella si sigues haciéndola esperar.
Mission se limpió la cara para ocultar su expresión. Allie era una gran amiga —su primer y brevísimo romance—, pero casarse con ella habría sido hacerlo con las granjas, regresar a casa para vivir entre cadáveres enterrados.
—Probablemente no pueda en esta ocasión —replicó. Se sintió mal al admitirlo.
—Bueno. Venga, ve a entregar eso. No derroches tu bonificación parloteando con nosotros. —La decepción en la voz del viejo era más candente que las luces y no era tan fácil protegerse de ella—. ¿Nos vemos en el comedor dentro de una hora? —Estiró el brazo, le estrechó la mano a su hijo nuevamente y apretó con fuerza—. Me alegro de verte, hijo.
—Lo mismo digo. —Le devolvió el apretón a su padre y luego dio unas palmadas sobre la zona de cultivo para soltar toda la tierra que se le hubiera podido quedar adherida. Riley le devolvió el cuchillo de mala gana y Mission lo introdujo de nuevo en la vaina. Mientras abrochaba la cincha alrededor de la empuñadura, pensó en que tal vez tuviese que usarlo aquella noche. Por un momento se preguntó si debía avisar a su padre, advertirle de que Riley y él debían quedarse en casa hasta la mañana siguiente, sin salir de casa bajo ningún concepto.
Pero no lo hizo. Dio unas palmaditas a su hermano en el hombro y se encaminó a la sala de bombas, al otro lado de la cámara principal. Mientras caminaba entre los plantadores y recolectores, pensó en los granjeros que vendían sus propias verduras en tenderetes improvisados y molían su propia harina. Pensó en la cafetería, que había empezado a cultivar sus propios brotes y su propio maíz. Y en los planes para trasladar cargas pesadas de un piso a otro, sin necesidad de recurrir a los porteadores, que sus compañeros acababan de descubrir.
Todo el mundo quería ser autosuficiente, por si regresaba la violencia. Mission podía sentir cómo germinaban las sospechas y la desconfianza y cómo se levantaban muros entre ellos. Todos intentaban reducir su dependencia con respecto a los demás, prepararse para lo inevitable, parapetarse.
Aflojó un poco las correas de la mochila al acercarse a la sala de bombas y mientras lo hacía se le ocurrió un pensamiento peligroso, una revelación: si todo el mundo estaba intentando llegar a un punto en el que no se necesitasen unos a otros, ¿cómo esperaban que los ayudase eso a seguir adelante?