26

La oficina del forense estaba en el piso treinta y dos, justo debajo de las granjas de tierra, enterrada al final de uno de aquellos pasillos oscuros y húmedos que serpenteaban bajo las raíces. En aquel nivel intermedio, los techos eran muy bajos. Las tuberías, visibles por debajo de ellos, traqueteaban furiosamente por la acción de las bombas que trasladaban los nutrientes hasta las lejanas y hambrientas raíces. Docenas de fugas de agua goteaban sobre cubos y baldes. Uno de ellos, vaciado hacía poco, emitía un repiqueteo metálico al recibir cada impacto. Otro estaba lleno a rebosar. Los suelos eran resbaladizos y las paredes húmedas como una piel sudorosa.

En el despacho del forense, los muchachos levantaron el cadáver para depositarlo sobre una mesa de metal dentado y la forense firmó en el registro de Mission. Les dio una propina por entrega rápida y Cam, al ver las fichas, se olvidó al instante de la celeridad con la que lo habían obligado a subir. Nada más salir al pasillo le deseó a Mission un buen día y echó a correr hacia la salida.

Mission, al ver cómo se alejaba, se sintió mucho más viejo que él, a pesar de que en realidad sólo le sacaba un año. Nadie le había contado a Cam el plan, la reunión de los porteros a medianoche. Sintió envidia por la ignorancia del muchacho.

Como no quería llegar a las granjas sin nada que cargar —porque su padre le echaría un sermón sobre su pereza—, pasó por la sala de mantenimiento que había al final del pasillo para preguntar si alguien necesitaba que llevasen algo al piso de arriba. Winters, un hombre moreno de barba blanca que poseía un don innato para las bombas, estaba de guardia. Dirigió a Mission una mirada suspicaz y le aseguró que no disponía de presupuesto para porteadores. Mission le explicó que, ya que tenía que subir de todas formas, con gusto podía llevar cualquier cosa que necesitase.

—En ese caso… —dijo Winters. Levantó una enorme bomba de agua y la dejó sobre su mesa de trabajo.

—Justo lo que me hacía falta —respondió Mission con una sonrisa.

Winters lo miró con los ojos entornados, como si pensase que le faltaba un tornillo.

La bomba no cabía en su mochila de porteador, pero las correas de carga que llevaba por fuera le permitieron sujetarla agarrándola por las bocas de tubería y otros elementos sobresalientes. Winters lo ayudó a meter los brazos por debajo de las correas y cargarse la bomba a la espalda. Dio las gracias al anciano —que volvió a mirarlo con expresión suspicaz— y se puso en camino. En la escalera, el olor a moho de los húmedos pasillos se fue desvaneciendo, reemplazado por el aroma de la marga y la tierra recién arada, fragancias de su hogar que transportaron a Mission de vuelta al pasado.

El rellano del treinta y uno estaba abarrotado por la multitud que intentaba entrar en las granjas en busca de las raciones del día. A unos pasos de ellos, apartada, una mujer con el mono verde de los granjeros acunaba en brazos a un bebé que lloraba sin parar. Tenía en las rodillas las manchas propias de una recolectora y la expresión agitada de alguien a quien han obligado a abandonar los campos para calmar a un retoño inconsolable. Al pasar cerca de ella, Mission oyó que le cantaba al bebé una nana que conocía. Acunaba al bebé peligrosamente cerca de la barandilla y el niño miraba el vacío con los ojos abiertos de par en par y una expresión que a Mission se le antojaba de terror genuino.

Mientras se abría paso entre la multitud, el llanto del niño fue remitiendo en medio del estrépito general. Mission pensó en aquel momento en los pocos niños que se veían. No como cuando era joven. Tras el estallido de violencia de la última generación, la población había crecido de manera exponencial, pero en los últimos tiempos sólo lo hacía al ritmo reposado del goteo de muertes naturales y sorteos de lotería. Lo que significaba menos niños que lloraban y menos padres felices.

Finalmente logró llegar a las puertas y entrar en la sala principal. Se secó el sudor de los labios con el pañuelo. Se había olvidado de llenar la cantimplora en el piso de abajo y ahora tenía la boca seca. De repente, las razones para subir tan de prisa se le antojaban absurdas. Era como si su cumpleaños hubiera sido una fecha límite con la que debía cumplir y cuanto antes visitase a su padre y se marchase, tanto mejor. Pero ahora, envuelto en las imágenes y los sonidos de su infancia, sus sombríos y coléricos pensamientos se habían desvanecido. Estaba en casa y, por mucho que lo detestase, era agradable encontrarse allí.

Saludó a algunas personas que conocía de camino a las puertas. Algunos porteadores con los que trabajaba de vez en cuando estaban cargando sacos de frutas y verduras para la cafetería. Vio a su tía en uno de los puestos que había junto a la puerta de seguridad. Después de dejar el oficio, se había dedicado a la dudosa actividad de la venta, para lo que nunca se había formado como sombra y que no tenía derecho legal a desempeñar. Mission trató de no cruzar la mirada con ella. No quería que le echasen un sermón ni que le atusasen el pelo o le enderezasen el pañuelo.

Más allá de los tenderetes, un puñado de niños pequeños, reunidos en un rincón alejado y oscuro, participaba de algún negocio turbio —seguramente vender semillas de manera clandestina— con un aire mucho menos inocente del que les habría gustado. La atmósfera que reinaba en el vestíbulo era la de un mercado negro, donde los granjeros se dedicaban a vender directamente sus productos y la gente acudía en tropel desde pisos lejanos para comprar una comida que temían no llegara hasta sus tiendas y establecimientos. El miedo engendraba miedo, el gentío se transformaba en muchedumbre, y no había que ser muy listo para darse cuenta de que en poco tiempo se transformaría en turba.

De la puerta de seguridad principal se encargaba Frankie, un chaval alto y larguirucho con el que Mission había crecido. Mission se secó la frente con la parte delantera de la camiseta, que ya estaba fría y húmeda de sudor.

—Eh, Frankie —lo llamó.

—Mission. —Un asentimiento con la cabeza y una sonrisa. No podía haber malos sentimientos entre dos muchachos que habían sido compañeros de correrías mucho tiempo atrás. El padre de Frankie trabajaba como agente de seguridad varios pisos más abajo, en Informática. Frankie quería ser granjero, cosa que Mission nunca había entendido. Su maestra, la señorita Crowe, había aplaudido su decisión y había animado a Frankie a perseguir sus sueños. Y ahora Mission encontraba irónico que Frankie hubiera terminado trabajando en tareas de seguridad para las granjas. Era como si no pudieran escapar del sitio en el que habían crecido.

Mission sonrió y señaló con un gesto la cabellera de Frankie, que llevaba crecida hasta los hombros.

—¿Alguien te ha rociado con crecepelo?

Frankie se metió el pelo detrás de las orejas, un poco avergonzado.

—Ya lo sé, ¿vale? Mi madre siempre está amenazándome con subir para cortármelo mientras duermo.

—Dile que yo te sujeto mientras lo hace —respondió Mission con una carcajada—. ¿Me cuelas?

Había una compuerta ancha a un lado, para carretillas y carritos. Mission no creía que pudiera pasar por el torno con la enorme bomba sujeta a la espalda. Frankie pulsó un botón y la compuerta emitió un pitido. Mission la atravesó.

—¿Qué llevas? —preguntó Frankie.

—Una bomba de agua de Winters. ¿Cómo te va?

Frankie recorrió con la mirada la multitud que había al otro lado de la puerta.

—Un momento —dijo. Parecía estar buscando a alguien. Dos granjeros atravesaron los tornos y se alejaron. Frankie llamó con el brazo a alguien que iba de verde y le preguntó si podía cubrirlo un momento.

—Vamos —dijo a Mission—. Acompáñame.

Los dos viejos amigos se alejaron por la sala principal en dirección a la brillante aura de unas luces de crecimiento situadas lejos de allí. Los olores eran embriagadores y familiares. Mission se preguntó lo que significarían aquellos mismos olores para Frankie, que se había criado cerca de la fétida peste de la planta de aguas. Puede que a él le hiciese el mismo efecto que a Mission el hedor de la depuradora. Y puede que a Frankie éste le inspirase gratos recuerdos de su infancia.

—Las cosas se están descontrolando por aquí —susurró su amigo cuando estuvieron lejos de las puertas.

Mission asintió.

—Sí, ya he visto que han aparecido algunos tenderetes nuevos. Son más a cada día que pasa, ¿eh?

Frankie lo cogió del brazo y redujo el paso para que tuviesen más tiempo de hablar. De una de las oficinas salía olor a pan recién hecho. Estaban muy lejos de las panaderías del piso siete, pero así era como funcionaban ahora las cosas. Seguramente tuvieran la harina enterrada en algún rincón profundo de las granjas.

—Habrás visto lo que están haciendo en la cafetería, ¿no? —preguntó Frankie.

—Llevé un paquete allí arriba hace unas semanas —respondió Mission. Introdujo los pulgares bajo las correas de los hombros y subió un poco la carga para que se apoyase mejor sobre sus caderas—. Vi que están construyendo algo junto a las paredes de las pantallas. Pero no pude ver qué era.

—Están empezando a cultivar brotes —dijo Frankie—. Y también maíz, según dicen.

—Supongo que eso significará menos transportes —apuntó Mission, pensando como un porteador. Tocó la pared con la puntera de la bota—. Roker se va a cabrear cuando se entere.

Frankie se mordió el labio y entornó la mirada.

—Ya, pero ¿no fue Roker el que empezó a cultivar sus propias legumbres en Envíos?

Mission movió los hombros a uno y otro lado. Se le estaban entumeciendo los brazos. No estaba acostumbrado a permanecer en pie con una carga a la espalda. Lo suyo era moverse.

—Eso es distinto —argumentó—. Es comida para los viajes.

Frankie negó con la cabeza.

—Sí, pero es un poco hipercrítica, ¿no?

—¿No querrás decir hipócrita?

—Lo que sea, tío. Lo único que digo es que cada uno tiene sus propias excusas. «Lo hacemos porque lo hacen ellos y fueron otros los primeros. ¿Qué más da si hacemos un poco más que ellos?». Ésa es la actitud, macho. Pero entonces otro grupo va un poco más allá y la cosa se lía. Y así cada día vamos a peor.

Mission miró un momento el brillo de las luces distantes, al final de la sala.

—No sé —dijo—. Últimamente parece que al alcalde se le están yendo las cosas de las manos.

Frankie se echó a reír.

—¿De verdad crees que es el alcalde el que manda? El alcalde está acojonado, tío. Y además es un viejo. —Miró hacia atrás para asegurarse de que nadie se acercaba. El nerviosismo y la paranoia eran propios de él desde joven. Por aquel entonces resultaban graciosas. Ahora eran tristes e incluso un poco preocupantes—. ¿Te acuerdas de cuando hablábamos de mandar nosotros algún día? ¿De cómo cambiaríamos las cosas?

—Las cosas no van así —repuso Mission—. Para cuando llegáramos, seríamos viejos como ellos y ya no querríamos cambiar nada. Y entonces nuestros hijos nos aborrecerían a nosotros, por la misma mierda.

Frankie se echó a reír y la tensión de su enjuta figura pareció remitir.

—Supongo que tienes razón.

—Sí. Oye, tengo que irme antes de que se me caigan los brazos. —Mission sacudió los hombros hacia arriba para levantar la bomba.

Frankie le dio una palmada en la espalda.

—Ya. Me alegro de verte, tío.

—Lo mismo digo. —Mission asintió y se volvió para marcharse.

—Ah, oye, Mis…

Se detuvo y miró a Frankie.

—¿Vas a ver a la Corneja dentro de poco?

—Pasaré por allí de camino, mañana —afirmó. Suponiendo que sobreviviría a la noche.

Frankie sonrió.

—Salúdala de mi parte, ¿quieres?

—Claro —le prometió Mission.

Un nombre más que añadir a la lista. Si les hubiera cobrado a sus amigos por todos los mensajes que llevaba para ellos, tendría mucho más que las trescientos ochenta y cuatro fichas que ya había conseguido ahorrar. Con media ficha por cada saludo que le transmitía a la Corneja, a esas alturas ya tendría apartamento propio. No tendría que dormir en las estaciones de paso. Pero los mensajes de los amigos pesaban mucho menos que los pensamientos oscuros, así que a Mission no le importaba hacerles un hueco, por mucho que se amontonasen unos sobre otros. El Señor sabía que Mission acarreaba una considerable carga de aquellos, mucho más pesados.