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El año del gran levantamiento

Silo 18

La muerte de uno era el nacimiento de otro. Es lo que decían quienes quedaban atrás para aliviar su pena. Un anciano muere y alguien gana la lotería. Los hijos de uno lloran mientras padres esperanzados derraman lágrimas de alegría. La muerte de alguien era el nacimiento de otro y nadie lo sabía mejor que Mission Jones.

Al día siguiente era su decimoséptimo cumpleaños. Tendría un año más. Y también se cumplirían diecisiete años desde la muerte de su madre.

El ciclo de la vida estaba por todas partes —se enroscaba alrededor de las cosas como la gran escalera de caracol—, pero en ninguna parte con más claridad, en ningún sitio se hacía tan evidente que una vida nueva significaba una vida arrebatada, que en él. Así que Mission se acercaba a su cumpleaños sin alegría, sintiendo una pesada carga sobre su joven espalda, pensando en la muerte y sin celebrar nada.

Tres pasos por debajo, moviéndose a la misma velocidad que él, Mission oía la respiración entrecortada de su amigo Cam, sin resuello por el peso de su mitad de la carga. Cuando Envíos les asignó un tándem, los dos muchachos se lo jugaron a cara o cruz y Cam había perdido. Eso quería decir que Mission iba delante, desde donde disfrutaba de una visión clara de las escaleras. También significaba que marcaba el ritmo de su avance, y los pensamientos oscuros que había en su cabeza le hacían apretar el paso.

El tráfico era escaso en la escalera aquella mañana. Los niños aún no se habían levantado para ir al colegio… Los que todavía iban. Algunos tenderos ojerosos se dirigían encorvados a su trabajo. Había trabajadores de servicio, con manchas de grasa en la barriga y rodilleras cosidas, que salían a aquella hora de los últimos turnos. Un hombre bajaba, cargado con más peso de lo prudente para alguien que no era un porteador, pero Mission no estaba de humor para dejar su carga y correr a ayudarlo, así que se limitó a fulminarlo con la mirada para hacerle saber que lo habían visto.

—Sólo faltan tres —dijo a Cam con un resoplido cuando dejaron atrás el piso veinticuatro. Las correas de porteador se le clavaban en los hombros, porque la carga era realmente pesada. Más aún que su destino. Mission llevaba casi cuatro meses sin volver a las granjas y exactamente el mismo tiempo sin ver a su padre. A su hermano, claro está, lo veía en el Nido de vez en cuando, aunque habían pasado algunas semanas desde la última vez. Presentarse allí tan cerca de su cumpleaños sería embarazoso, pero no podía evitarlo. Confiaba en que su padre hiciese lo mismo que de costumbre e ignorase totalmente la ocasión, la manifestación concreta del hecho de que su hijo estaba haciéndose mayor.

Después del veinticuatro les tocó pasar por otro hueco entre pisos, repleto de pintadas. El nocivo olor de la pintura casera flotaba en el aire. Aquí y allá se veían regueros de pintura todavía reciente, inscripciones realizadas la noche pasada. Unas gruesas letras pintadas a lo largo del curvado muro de hormigón, mucho más allá de la escalera, que rezaban:

Éste es nuestro Lo.

La denominación en jerga de «silo» parecía anticuada cuando aún no se había secado la pintura. Nadie los llamaba así ya. Hacía años que no. Más arriba y mucho más antigua:

Limpia esto, mami…

El resto estaba escondido debajo de un chorro de pintura censora. Como si fuese posible que alguien lo leyese sin saber cómo terminaba. Y además, era en la primera parte donde estaba el pecado mortal.

¡Abajo con el tercio superior!

Éste hizo reír a Mission. Se lo mostró a Cam. Posiblemente fuese obra de algún chaval nacido por encima de los pisos intermedios, rebosante de aversión por su propia condición, alguien que no era capaz de soportar su buena suerte. Mission conocía a gente así. Gente como él. Estudió todas las pintadas que había, superpuestas a las del año pasado y éstas a las de muchos años anteriores. Era allí, entre los pisos, donde las vigas de acero unían la escalera y el cemento que había más allá, donde este tipo de eslóganes se remontaban varias generaciones en el pasado.

El fin se acerca…

Mission pasó por delante de este último sin encontrar una razón para disentir. El fin se acercaba. Podía sentirlo en los huesos. Podía oírlo en el resollante traqueteo que circulaba por el interior del silo, con sus remaches sueltos y sus oxidadas junturas, podía verlo en la manera en que andaba últimamente la gente, con los hombros casi pegados a las orejas y las pertenencias aferradas al pecho. El fin se acercaba para todos.

Su padre se reiría y se mostraría en desacuerdo, claro. Mission podía oír la voz de su padre desde varios pisos de distancia, diciéndole que la gente siempre había pensado lo mismo, mucho antes de que naciesen su hermano y él, que no era más que el insensato orgullo de cada generación lo que los llevaba a pensar otra vez lo mismo, a convencerse de que su época era especial, de que con ellos terminaría todo. Su padre decía que era la esperanza, y no el miedo, lo que los llevaba a pensar así. La gente hablaba del fin con sonrisas casi imposibles de disimular. Rezaban para que cuando llegase el momento de irse no tuvieran que hacerlo solos. Su esperanza era que nadie tuviese la buena fortuna de sobrevivirlos y llevar una vida feliz sin ellos.

Este tipo de pensamientos hacían que a Mission le picara el cuello. Agarró la correa con una mano mientras se ajustaba el pañuelo alrededor de la garganta con la otra. Era una costumbre nerviosa, taparse el cuello cuando pensaba en el fin de las cosas.

—¿Vas bien ahí arriba? —preguntó Cam.

—Perfectamente —respondió Mission, consciente de pronto de que había aminorado la velocidad. Agarró la correa con ambas manos y se concentró en el ritmo, en el trabajo. Tenía un metrónomo en la cabeza desde sus tiempos de sombra, un tictac para los trabajos en tándem. Las parejas de porteadores con buena coordinación eran capaces de acoplarse a un ritmo constante y subir o bajar una docena de pisos sin apenas sentir el peso de la carga. Mission y Cam aún no lo habían conseguido. En su caso, siempre había uno que, de vez en cuando, tenía que arrastrar los pies o alterar el ritmo para amoldarse al del otro. Si no, la carga podía balancearse peligrosamente.

La carga. Era más fácil pensar en esos términos. Mejor que pensar en que era un cuerpo, el cuerpo de un muerto.

Mission se acordó de su abuelo, al que nunca había conocido. Había muerto en el levantamiento del 78, dejando un hijo que se encargaría de la granja y una hija que se convertiría en pulidora. La tía de Mission había abandonado el trabajo años atrás. Ya no se dedicaba a quitar las manchas de óxido ni a pulir y pintar el acero. Nadie lo hacía. Nadie se molestaba en hacerlo. Pero su padre seguía trabajando el mismo terruño, el mismo que habían trabajado varias generaciones de jóvenes Jones, al tiempo que aseguraban que las cosas nunca cambiarían.

—Esa palabra también significa otra cosa —le había dicho su padre en una ocasión cuando Mission le habló de revolución—. También significa una vuelta. Un giro completo. Tras una revolución, vuelves al mismo sitio donde habías empezado.

Era la clase de cosas que le gustaba decir al padre de Mission cuando los sacerdotes venían para enterrar a un hombre bajo su maíz. Su padre compactaba la tierra con una pala, decía que así eran las cosas y plantaba una semilla en el interior de un pulcro agujero que abría con el pulgar.

Mission les había hablado a sus amigos de este otro sentido de revolución. Había fingido que era él quien lo había descubierto. Solían regalarse ese tipo de tonterías pseudointelectuales de noche, en los rellanos a oscuras, mientras inhalaban pegamento de patata de bolsas de plástico.

El único al que no había impresionado era su mejor amigo, Rodny.

—Las cosas no cambian hasta que no las hacemos cambiar —había respondido éste con expresión seria.

Mission se preguntaba qué estaría haciendo su amigo en aquel momento. Llevaba meses sin ver a Rodny. Sus responsabilidades como sombra en Informática, fueran las que fuesen, le impedían salir demasiado.

Recordaba tiempos mejores, mientras crecía en el Nido con un grupo de amigos tan unido como un puño cerrado. Recordaba haber pensado que se quedarían todos juntos y que envejecerían en el tercio superior. Vivirían en los mismos pasillos y verían jugar a los hijos que tuviesen llegado el día, como ellos lo habían hecho.

Pero se habían dispersado. Costaba recordar quién fue el primero, cuál de ellos había incumplido antes las expectativas de sus padres de que siguiesen sus pasos, pero al final, la mayoría de ellos lo había hecho: habían abandonado el hogar en busca de un nuevo destino. Los hijos de los fontaneros terminaban trabajando en las granjas. Las hijas de las camareras optaban por dedicarse a coser. Los hijos de los granjeros terminaban como porteadores.

Mission recordaba lo furioso que se sentía cuando abandonó su hogar. Recordaba haberse peleado con su padre, haberle arrojado la pala y haber jurado que no volvería a cavar un surco. En el Nido había aprendido que podía ser lo que quisiera, que era el dueño de su propio destino. Así que, al crecer, cuando comenzó a sentirse miserable, asumió que era la granja la que le inspiraba aquello; asumió que era cosa de su familia.

Cam y él se lo habían jugado en Envíos a cara o cruz y Mission había terminado con los hombros de un cadáver pegados a los suyos. Cuando levantaba la mirada para examinar los siguientes peldaños, su nuca entraba en contacto con la coronilla de un muerto a través de la bolsa de plástico: el muerto y el vivo al que otro como él había hecho posible, pegados el uno al otro, dos caras de la misma moneda. Mission los llevaba a ambos, transportaba aquella doble carga. Siguió subiendo los peldaños de dos en dos, a un ritmo brutal, en dirección a la granja de su juventud.