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Silo 1

Troy despertó con un sobresalto de una serie de sueños terribles. El mundo estaba ardiendo y la gente que habían enviado a apagarlo estaba dormida. Dormida y congelada, con cerillas humeantes aún en las manos, rodeados por las volutas y grisáceas espirales de sus malas obras.

Lo habían enterrado y, envuelto en oscuridad, podía sentir cómo se cernían sobre él las paredes de su estrecho sepulcro.

Unas formas oscuras se movían detrás del cristal y la capa de escarcha que lo cubría, hombres con palas que habían venido a liberarlo.

Al tratar de abrir los ojos, fue como si sus párpados se desgarrasen, surcados de grietas. Tenía una costra en los rabillos de los ojos y un reguero de escarcha medio fundida resbalaba por su mejilla. Trató de levantar una mano para quitársela, pero sus miembros apenas respondían. La vía que tenía clavada en la muñeca tiró de él al intentarlo. Por primera vez, notó la presencia del catéter. Un hormigueo comenzó a recorrer su cuerpo entero al pasar del adormecimiento al frío.

La tapa se abrió con un siseo. A un lado apareció una rendija de luz, que se fue ensanchando al mismo tiempo que retrocedían las sombras.

Un médico y sus ayudantes alargaron los brazos para ayudarlo. Troy trató de hablar, pero sólo pudo toser. Hasta tragar saliva le suponía un gran esfuerzo. Tenía las manos tan débiles y los brazos tan temblorosos que tuvieron que ayudarlo con el vaso. El regusto en la lengua era metálico. Sabía a muerte.

—Calma —le dijeron al ver que trataba de beber demasiado de prisa. Unas manos expertas retiraron las vías y los tubos. Sintió una presión sobre sí y alguien le pegó una gasa sobre la piel gélida. Vio un camisón de papel.

—¿En qué año estamos? —preguntó con un ronco susurro a modo de voz.

—Aún es pronto —dijo el médico, otro médico. Troy parpadeó bajo la hostilidad de las luces. No reconoció a ninguno de los hombres que se ocupaban de él. El mar de ataúdes que lo rodeaba seguía siendo una imagen borrosa, rodeada de neblina.

—Tómese su tiempo —le aconsejó el ayudante mientras inclinaba el vaso.

Troy logró tomar unos cuantos sorbos. Se sentía peor que la última vez. Había pasado más tiempo. El frío profundo seguía dentro de sus huesos. Recordaba que no se llamaba Troy. Teóricamente debía estar muerto. Parte de él lamentaba que lo hubieran despertado. Otra parte habría preferido pasar el trance durmiendo.

—Señor, sentimos despertarlo, pero necesitamos su ayuda.

—Su informe…

Dos hombres hablaban a la vez.

—Están teniendo problemas en otro silo, señor. El Dieciocho…

Le ofrecieron unas pastillas. Troy las rechazó con un gesto. Ya no quería tomarlas.

El médico vaciló. Las dos pastillas descansaban en la palma de su mano. Se volvió para hablar con alguien, un tercero. Troy parpadeó para enfocar de nuevo el mundo. Alguien dijo algo. Unos dedos se cerraron sobre las pastillas y al verlo sintió un enorme alivio.

Lo ayudaron a incorporarse. Una silla de ruedas lo esperaba. Había un hombre detrás de ella, con el pelo tan blanco como el mono. Su mandíbula cuadrada y su férrea figura le resultaban familiares. Troy lo reconoció. Era el hombre que despertaba a los durmientes congelados.

Tomó otro trago de agua apoyado en la cápsula, con las rodillas temblorosas por la debilidad y el frío.

—¿Qué pasa en el silo Dieciocho? —preguntó con un hilo de voz cuando apartaron el vaso.

El médico frunció el ceño y no dijo nada. El hombre que había detrás de la silla de ruedas lo estudiaba con detenimiento.

—Yo te conozco —declaró Troy.

El hombre de blanco asintió. La silla de ruedas estaba esperándolo a él. Sintió que se le encogía el estómago a medida que despertaban algunas partes de su cuerpo que seguían dormidas.

—Eres el hombre del deshielo —dijo, pero había algo en ello que no sonaba bien.

El camisón de papel estaba caliente. Crujió suavemente cuando Troy metió los brazos por las mangas con la ayuda de los otros. Los hombres estaban nerviosos. Hablaban de manera atropellada. Uno de ellos dijo que un silo estaba desmoronándose y el otro que necesitaban su ayuda. Troy sólo pensaba en el hombre de blanco. Le acercaron la silla.

—¿Ha terminado todo? —preguntó. Observó al hombre sin colores mientras su visión se iba aclarando y su voz sonaba cada vez más fuerte. La verdad es que habría preferido mil veces dormir hasta el final.

El hombre del deshielo negó con la cabeza con tristeza mientras ayudaban a Troy a sentarse en la silla de ruedas.

—Me temo, hijo —pronunció una voz que conocía—, que sólo acaba de empezar.