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2052

Condado de Fulton, Georgia

Cuando la lluvia cesó por fin, una batalla de anuncios y melodías se libraba en la atmósfera de las abarrotadas colinas. Donald pensó que, mientras preparaban el escenario principal para la gala de la noche, el ruido invitaba a pensar que la acción de verdad estaba teniendo lugar en los demás estados. Bajo el estruendo de las diferentes bandas que tocaban en los escenarios, el ruido de los todoterrenos remitió hasta casi desaparecer.

Estar en el fondo de la depresión donde se levantaba el escenario del estado de Georgia le provocaba una cierta sensación de claustrofobia. Donald sentía constantemente el impulso de buscar un punto situado a mayor altura, de encontrarse en la cima de la colina, desde donde podría divisar lo que estaba sucediendo. Se imaginaba que desde allí podría contemplar los miles de visitantes esparcidos por cada una de aquellas colinas y captar el fervor político que se olía en el aire, el entusiasmo de familias de ideología similar que celebraban la promesa de un cambio.

Por mucho que él pensase que deseaba sumarse a su celebración, lo que realmente quería era que terminase de una vez. Esperaba con impaciencia el final de la convención. Las últimas semanas estaban pasándole factura. Lo único que anhelaba era una cama de verdad, un poco de privacidad, su ordenador, un servicio de telefonía fiable, salir a cenar y, por encima de todo, tiempo para estar a solas con su esposa.

Sacó el teléfono del bolsillo y comprobó los mensajes por enésima vez. Faltaban pocos minutos para el himno nacional y el paso del escuadrón 141, que vendría después. También había oído decir algo sobre unos fuegos artificiales, para que la convención comenzase por todo lo alto.

Según el teléfono, la última media docena de mensajes no habían sido enviados aún. La red estaba colapsada y el móvil le mostraba un mensaje que nunca había visto. Pero al menos parecía que algunos de los anteriores sí se habían enviado. Buscó a su esposa entre las empapadas cuestas. Tenía la esperanza de verla bajar hacia él, con una sonrisa que habría podido divisar desde cualquier distancia.

Alguien se colocó a su lado en el escenario. Al apartar la mirada de las colinas, Donald vio que era Anna.

—Allá vamos —dijo ella en voz baja mientras recorría la multitud con los ojos.

Parecía nerviosa y hablaba como si lo estuviera. Puede que fuese por su padre, que no había escatimado esfuerzos para organizar el escenario principal y asegurarse de que todo el mundo estaba en el sitio correcto. Miró hacia atrás y vio que la gente estaba tomando asiento en las sillas remojadas por la llovizna. No eran tantos como le había parecido antes. O bien estaban trabajando en los pabellones o se habían ido a otros escenarios. Era la calma antes de la…

—Ahí la tenemos.

Anna agitó los brazos. Donald sintió que el corazón le daba un vuelco mientras se volvía y seguía la mirada de Anna. Su alivio se fundió con el pánico a que Helen lo viese allí con ella, los viese a los dos juntos.

Quien bajaba por la colina era alguien que conocía, desde luego. Una joven con un uniforme azul perfectamente planchado, una gorra bajo el brazo y la cabellera oscura recogida en un pulcro moño.

—¿Charlotte? —Donald levantó la mano para protegerse los ojos del sol de mediodía, cuyos rayos se colaban entre las finas nubes. Se la quedó mirando con expresión de incredulidad. Todo lo demás se borró de su mente al ver que su hermana los localizaba y agitaba los brazos para saludarlos.

—Le gusta apurar las cosas —murmuró Anna.

Donald corrió hasta su quad y giró las llaves. Apretó el botón del contacto, empujó un poco la palanca de aceleración y avanzó sobre la hierba mojada al encuentro de su hermana.

Charlotte tenía una sonrisa radiante en la cara cuando frenó a su lado, al pie de la colina. Donald apagó el motor.

—Eh, Donny.

Su hermana se le echó encima antes de que pudiera desmontar. Le rodeó el cuello con los brazos y apretó.

Él le devolvió el abrazo, a pesar de que le preocupaba arrugarle el impecable uniforme.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Charlotte lo soltó, retrocedió un paso y se alisó la parte delantera de la guerrera. La gorra de las fuerzas aéreas desapareció de nuevo bajo su brazo, con una sucesión de movimientos tan naturales y precisos como un hábito.

—¿No lo sabías? —preguntó—. Creía que el senador ya te lo habría contado a estas alturas.

—Pues la verdad es que no. Bueno, puede que dijese algo sobre una visitante, pero no sobre su identidad. Creía que estabas en Irán. ¿Lo ha organizado él?

Ella asintió y Donald sintió un calambre en las mejillas de tanto sonreír. Cada vez que se veían y comprobaba que seguía siendo la misma persona, lo invadía una inmensa sensación de alivio. La barbilla fina y la salpicadura de pecas alrededor de la nariz, el brillo de los ojos que ni siquiera las cosas horribles que había presenciado habían logrado apagar, seguían estando ahí. Acababa de cumplir los treinta, había pasado su cumpleaños a medio mundo de distancia, sin ningún miembro de su familia cerca, pero seguía teniendo el mismo aspecto que la adolescente que había decidido alistarse.

—Creo que tengo que estar en el escenario para lo de esta noche.

—Claro que sí —asintió Donald con una sonrisa—. Seguro que quieren sacarte en televisión. Ya sabes, para mostrar nuestro apoyo a las tropas.

Charlotte frunció el ceño.

—Oh, Dios, así que voy a ser una de ésas, ¿no?

Su hermano se echó a reír.

—Seguro que también tienen a alguien del ejército, de la marina y de los marines allí arriba, contigo.

—Oh, Dios. Y yo voy a ser la chica.

Mientras se reían juntos, al otro lado de las colinas una de las bandas de música terminó de tocar. Donald dijo a su hermana que montase mientras él arrancaba. De repente no sentía la misma opresión en el pecho. El tiempo había cambiado, las nubes se habían abierto, el ruido procedente de los escenarios estaba remitiendo y ahora llegaba alguien de su familia.

Aceleró y atravesó velozmente el camino menos embarrado para volver al escenario, mientras su hermana lo abrazaba con fuerza desde atrás. Se detuvieron junto a Anna y su hermana se bajó de un salto y la cogió entre sus brazos. Mientras ellas hablaban, Donald paró el motor y comprobó los mensajes en el teléfono. Por fin había logrado llegarle uno.

«En Tennessee. ¿Y tú?».

Durante un momento estremecedor, su cerebro trató de asimilar el sentido del mensaje. Era de Helen. ¿Qué demonios estaba haciendo en Tennessee?

Otro escenario quedó en silencio. Donald tardó un par de segundos en comprender que su mujer no estaba a centenares de kilómetros. Se encontraba al otro lado de la colina. Ninguno de sus mensajes sobre el cambio de planes y el escenario de Georgia había llegado a su destino.

—Eh, ahora vuelvo.

Se subió al ATV. Anna lo agarró por la muñeca.

—¿Adónde vas? —preguntó.

Donald sonrió.

—A Tennessee. Helen acaba de mandarme un mensaje.

Anna levantó la mirada hacia las nubes. Su hermana estaba ocupada inspeccionándose la gorra. En el escenario estaban acompañando a una joven hasta el micrófono. La flanqueaban dos guardias de color y los asientos frente al escenario estaban empezando a llenarse. Las miradas comenzaban a dirigirse hacia allí acompañadas de gestos de expectación.

Antes de que Donald pudiera reaccionar o meter una marcha, Anna alargó el brazo, giró la llave del contacto y la sacó.

—Ahora no —dijo.

Donald sintió un destello de rabia. Intentó cogerle las manos, quitarle la llave, pero ella la ocultó detrás de la espalda.

—Espera —murmuró con un siseo.

Charlotte se había vuelto hacia el escenario. El senador Turman estaba allí, con un micrófono en la mano, junto a la jovencita, que tendría alrededor de dieciséis años. Sobre las colinas se había hecho un silencio mortal. Donald comprendió el escándalo que habría organizado su vehículo. La muchacha se disponía a cantar.

—Damas y caballeros, compañeros demócratas…

Hubo una pausa. Donald se bajó del vehículo, lanzó una última mirada hacia su teléfono y finalmente lo guardó.

—… y amigos independientes, los pocos que haya.

El público rompió a reír. Donald se alejó al trote por el fondo de la depresión. Sus zapatos resbalaban sobre la hierba mojada y la fina capa de barro que cubría el suelo. La voz del senador Turman seguía atronando por los altavoces:

—Hoy es el alba de una nueva era, de una nueva época.

Donald no estaba en forma y cada vez le pesaban más los zapatos por culpa del barro.

—Ahora que nos estamos reuniendo aquí, en este escenario de nuestra futura independencia…

Al llegar al pie de la cuesta, ya estaba casi sin aliento.

—… me acuerdo de las palabras de uno de nuestros adversarios. Un republicano.

Sonaron unas risas lejanas, pero Donald no les prestó atención. Estaba totalmente concentrado en la subida.

—Fue Ronald Reagan el que dijo en una ocasión que la libertad es algo por lo que hay que luchar, que la paz es algo que hay que ganarse. Mientras escuchamos el himno nacional, compuesto hace mucho tiempo, en una época en la que se forjaba un nuevo país en medio de los cañonazos, pensemos en el precio de nuestra libertad y preguntémonos qué no estaríamos dispuestos a dar para garantizar que nunca nos la arrebaten.

Cuando llevaba subida una tercera parte de la colina, tuvo que detenerse para recobrar el aliento. Sus gemelos iban a ceder antes incluso que sus pulmones. Lamentó haber utilizado el quad durante las pasadas semanas, mientras algunos de sus colegas iban a pie a todas partes. Se prometió que se pondría en forma.

Al mismo tiempo que reanudaba su ascenso, una voz tan nítida como el tintineo de un cristal inundó la depresión y ascendió en sincronía por las laderas de las colinas. Donald se volvió hacia el escenario, donde la más dulce de las voces juveniles estaba interpretando el himno nacional…

Y vio que Anna lo seguía corriendo con gesto de preocupación.

Al instante comprendió que tenía algún problema. Se preguntó si se consideraría que subir corriendo por la cuesta en medio del himno nacional era una falta de respeto. Habían asignado los sitios para aquel momento y él había hecho caso omiso. Dio la espalda a Anna y reanudó su ascenso con renovados bríos.

… over the ramparts we watched

Se rió, casi sin resuello, y se preguntó si aquellos terraplenes podrían considerarse baluartes defensivos. No costaba mucho ver en qué se habían convertido aquellas depresiones durante las últimas semanas, versiones en miniatura de cada uno de los estados, repletas de gente, mercancías y ganado, cincuenta ferias estatales celebradas a la vez, en todo su esplendor, para aquel día glorioso. Y todo desaparecería una vez que el complejo empezase a funcionar.

… and the rockets’ red glare, the bombs bursting in air

Al llegar a la cima se detuvo para inhalar el aire limpio y transparente a grandes bocanadas. En el escenario, allí abajo, una suave brisa mecía delicadamente las banderas. En una enorme pantalla de video se veía a una chica que cantaba sobre «superar pruebas» y «resistir».

Una mano lo atenazó por la muñeca.

—Vuelve —siseó Anna.

Estaba jadeando. También ella estaba sin aliento y tenía barro y manchas de hierba en las rodillas. Debía de haberse tropezado al subir.

—Helen no sabe dónde estoy —respondió él.

… bannerrr yet waaaaave

Los aplausos comenzaron antes de que terminase el himno, como gesto de reconocimiento. Los reactores que aparecieron en la distancia captaron la atención de Donald incluso antes de que oyese el rugido de sus motores. Volaban en una formación de rombos cuyas puntas prácticamente se tocaban.

—Vuelve ahí abajo ahora mismo, joder —gritó Anna. Le dio un fuerte tirón en el brazo.

Donald se zafó. Estaba hipnotizado por la imagen de los reactores que se aproximaban.

… over the laaand of the freeeeeee

La dulce y juvenil voz que se alzaba desde una cincuentena de agujeros en el suelo se estrelló contra el atronador rugido de los potentes reactores, gráciles y vertiginosos ángeles de la muerte.

—Suéltame —exigió Donald. Anna había vuelto a agarrarlo e intentaba llevárselo colina abajo a la fuerza.

… and the hooome of the… braaaaave

El estruendo de la maniobra perfectamente acompasada de los reactores estremeció la atmósfera. Con un agudo chillido de los motores, los reactores se separaron y remontaron el vuelo hacia las nubes blancas.

Anna le había rodeado los hombros con los brazos y pugnaba con él, prácticamente como si aquello fuese un combate de lucha libre. Donald salió de pronto del trance que le había provocado el paso de los reactores, la hermosa interpretación del himno nacional amplificada sobre la mitad de un condado y sus propios intentos por localizar a su esposa en la depresión siguiente.

—Joder, Donny, tenemos que bajar…

El primer destello se produjo antes de que ella pudiera taparle los ojos con las manos. Un punto brillante en un extremo de su campo de visión, en dirección al centro de Atlanta. Fue un relámpago que iluminó el cielo como si se hubiera hecho de día. Donald se volvió hacia allí, convencido de que el trueno lo seguiría en cualquier momento. El destello se había convertido en un resplandor cegador. Anna le había rodeado la cintura con los brazos y tiraba de él hacia atrás. Su hermana también estaba allí, jadeando, con los ojos tapados.

—¿Qué coño pasa? —gritó.

Otro destello, más estrellas en los ojos de todos los presentes. Los altavoces comenzaron a vomitar sirenas. Era el sonido grabado de las alarmas de ataque aéreo.

Donald estaba medio ciego. Incluso después de que las nubes en forma de hongo comenzaran a ascender desde el suelo —imposiblemente grandes para estar tan lejos— tardó un instante en comprender lo que estaba sucediendo.

Lo arrastraron colina abajo. Los aplausos se habían transformado en gritos que se elevaban por encima de la atronadora sirena. Donald apenas podía ver. Caminaba torpemente hacia atrás y estuvo a punto de caerse junto con las dos mujeres cuando alguno de ellos resbaló en la hierba mojada y se deslizó hacia abajo. La hinchada cúspide de las nubes ascendía más y más y siguieron viéndolas incluso después de que el resto de las colinas y los árboles se hubieran perdido de vista.

—¡Esperad! —gritó.

Algo se le olvidaba. No era capaz de recordar el qué. En su cabeza apareció una imagen de su vehículo todoterreno, parado en lo alto de la colina. Lo estaba dejando atrás. ¿Cómo había llegado allí arriba, si no? ¿Qué estaba pasando?

—Vamos, vamos, vamos —repetía Anna.

Su hermana maldecía entre dientes. Estaba aterrada y confusa, como él. Nunca la había visto así.

—¡Al pabellón principal!

Donald se revolvió y al hacerlo sus pies resbalaron sobre la hierba. Tenía las manos mojadas de lluvia y manchadas de césped y barro. ¿Cuándo se había caído?

Llegaron dando tumbos al pie de la cuesta al mismo tiempo que el rugido del trueno lejano los alcanzaba al fin. Las nubes que había sobre ellos parecían huir a la carrera de las explosiones, impulsadas por un viento antinatural. Su parte baja estaba recorrida por destellos y parpadeos, como si estuvieran cayendo más relámpagos o detonando más bombas. Junto al escenario, la gente no corría para escapar de la depresión del terreno, sino para entrar en los pabellones, guiada por voluntarios que agitaban los brazos. Los puestos y establecimientos de comida estaban vaciándose y las filas de sillas de madera estaban en completo desorden, volcadas y amontonadas. Un perro, atado a un poste, ladraba.

Algunas personas, dueñas aún de sus facultades, parecían comprender lo que estaba pasando. Anna era una de ellas. Donald vio al senador junto a una tienda más pequeña, coordinando el tráfico. ¿Adónde iba todo el mundo? Donald se sentía vacío mientras se dejaba conducir junto con todos los demás. Su cerebro tardó unos momentos en asimilar lo que había visto. Detonaciones nucleares. La contemplación en vivo y en directo de una cosa que siempre había estado confinada a las imágenes de escasa nitidez de las grabaciones militares. Bombas reales, que habían estallado en el aire real. A poca distancia. Las había visto. ¿Por qué no estaba totalmente ciego? ¿Realmente era eso lo que había sucedido?

El miedo a la muerte lo dominó. En un rincón apartado de su mente era consciente de que estaban muertos. De que había llegado el final. No había forma de escapar de aquello. No había dónde esconderse. Los párrafos de un libro que había leído afloraron a su mente, miles de párrafos memorizados. Buscó las pastillas en los bolsillos de sus pantalones, pero no las encontró. Volvió la cabeza y pugnó por recordar lo que se había dejado atrás…

Anna y su hermana lo llevaron a rastras más allá del senador, quien, con expresión de determinación en el rostro, frunció el ceño al ver a su hija. La puerta de la tienda rozó a Donald en la cara y penetró en una oscuridad interrumpida sólo por algunas luces colgadas del techo. En la negrura, los destellos de las explosiones volvieron a aparecer en sus ojos. Había mucha gente allí dentro, pero no tanta como él esperaba. ¿Dónde estaba toda aquella multitud? No lo comprendió hasta que se dio cuenta de que, lentamente y arrastrando los pies, comenzaba a avanzar hacia abajo.

Una rampa de hormigón, cuerpos por todos lados, hombros que competían por el espacio, gente sin resuello, gritos por doquier, brazos estirados para impedir que la marea humana se llevase lejos a los seres queridos, una mujer y su marido separados, personas que lloraban, unos pocos perfectamente dueños de sí…

Una mujer y su marido.

¡Helen!

Donald gritó su nombre por encima de la multitud. Se dio la vuelta e intentó nadar contra el torrente de la turba aterrorizada. Anna y su hermana tiraron de él. La gente que luchaba por llegar abajo empujaba desde arriba. Lo obligaron a seguir hacia abajo, hacia las profundidades. Él quería bajar con su esposa. Quería enterrarse con ella.

—¡Helen!

Oh, Dios, se acordaba.

Recordaba lo que había dejado atrás.

El pánico remitió y el miedo ocupó su lugar. Podía ver. Se le había aclarado la visión. Pero no podía resistir el empuje de lo inevitable.

Recordó una conversación que había mantenido con el senador sobre el fin de todo. Había electricidad en el aire y sentía en la lengua un regusto a metal muerto. Una neblina blanca lo rodeaba. Recordaba la mayor parte de un libro. Comprendió lo que era aquello, lo que estaba pasando.

Su mundo había desaparecido.

El nuevo se lo tragaba.