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Silo 1

Troy caminaba entre las cámaras criogénicas como si supiese adónde se dirigía. Era como lo que había hecho su mano al pulsar el botón que lo había llevado hasta aquel piso. Todos los paneles tenían nombres inventados. De algún modo, sabía que eran inventados. Incluso recordaba haberse inventado el suyo propio. Tenía algo que ver con su esposa; era un modo de honrarla o una especie de secreto o de vínculo prohibido, para poder recordarlo en su momento.

Todo esto yacía en el pasado, en lo profundo de la neblina, como un sueño olvidado. Antes de su turno había pasado por una orientación. Allí dispuso de libros familiares que tuvo que leer y releer. Y fue entonces cuando escogió su nombre.

Una explosión amarga en la lengua lo hizo detenerse de pronto. Era el sabor de la pastilla al disolverse. Troy sacó la lengua y se la frotó con los dedos, pero no había nada allí. Podía sentir las llagas de las encías contra los dientes, pero no recordaba cómo se las había hecho.

Siguió caminando. Algo no estaba yendo bien. En teoría, aquellos recuerdos no debían regresar. Se imaginó a sí mismo en una camilla, gritando mientras lo maniataban con correas y le clavaban agujas. Aquél no era él. Él era uno de los que habían sujetado al hombre por las botas.

Troy se detuvo en una de las cápsulas y comprobó el nombre. Helen. Las tripas se le encogieron como si estuvieran buscando la medicina. No quería recordar. Ése era el ingrediente secreto: el deseo de no recordar. Eso era lo que perdían, todo aquello que los fármacos podían atrapar con sus tentáculos para hundirlo bajo la superficie. Sólo que ahora había una pequeña parte de él que se moría de ganas de recordar. Era una duda que lo consumía por dentro, la sensación de que estaba dejando atrás una parte importante de sí mismo. Y estaba dispuesto a zambullirse, llevándose consigo todo lo demás, en busca de aquellas respuestas.

La escarcha que cubría el vidrio desapareció con un chirrido. No reconoció a la persona que había dentro y pasó a la siguiente cápsula. Mientras lo hacía, el recuerdo de una escena anterior a la orientación regresó a su cabeza.

Troy recordaba pasillos repletos de gente deshecha en lágrimas, hombres adultos que sollozaban, pastillas que les secaban los ojos. En una pantalla de video se levantaban nubes amenazadoras. A las mujeres las habían llevado a otro sitio, por su seguridad. Como en los botes salvavidas, las mujeres y los niños primero.

Troy se acordaba. No había sido un accidente. Se acordaba de una conversación que había mantenido en otra cápsula, una más grande, con un hombre que había allí dentro, una conversación sobre el fin del mundo, sobre hacer espacio, sobre acabar con todo antes de que todo decidiese acabar por sí mismo.

Una explosión controlada. A veces se utilizaban bombas para apagar fuegos.

Pasó la mano sobre otro cristal cubierto de escarcha. La forma durmiente de la siguiente cámara tenía las pestañas cubiertas por una titilante capa de hielo. Era una desconocida. Siguió adelante mientras regresaban todos los recuerdos. Le palpitaba el brazo. Los temblores habían desaparecido.

Troy recordaba una calamidad, pero era una farsa. La amenaza de verdad estaba en el aire, invisible. Las bombas eran para conseguir que la gente se pusiera en movimiento, para inspirarles miedo, para conseguir que se echasen a llorar y olvidasen. Habían caído como canicas por un cuenco. No, por un cuenco no, por un embudo. Alguien les explicó por qué los habían elegido para salvarlos. Se acordaba de una neblina, una neblina blanca que habían atravesado. La muerte ya estaba en ellos. Troy recordó el sabor en la lengua, metálico.

El hielo del panel siguiente ya había desaparecido, apartado por alguien hacía poco. Lo cubrían unas gotas de condensación que distorsionaban la luz. Al pasar la mano por allí supo lo que había sucedido. Vio a la mujer que contenía, la mujer de cabello castaño que a veces se lo recogía en un moño. No era su esposa. Era alguien que quería serlo, que lo quería a él de aquel modo.

—¿Hola?

Troy se volvió hacia la voz. El doctor del turno de noche se acercaba a él siguiendo una trayectoria sinuosa entre las cápsulas. Troy se tapó la herida del brazo con una mano. No quería que lo atraparan otra vez. No podían hacerlo olvidar.

—Señor, no debería estar aquí.

Troy no respondió. El médico llegó al pie de la cápsula. Dentro yacía dormida una mujer que no era la esposa de Troy. Que no lo era pero habría querido serlo.

—¿Por qué no viene conmigo? —preguntó el médico.

—Me gustaría quedarme —dijo Troy. Sentía una extraña tranquilidad. Era como si le hubiesen arrancado todo el dolor. Aquello era más fuerte que el olvido. Lo recordaba todo. Había cortado las ataduras de su alma.

—No puedo dejar que se quede aquí, señor. Venga conmigo. Se va a congelar.

Troy bajó la mirada. Se había olvidado de ponerse los zapatos. Flexionó los dedos de los pies para apartarlos del suelo… y luego dejó que volvieran a apoyarse en él.

—¿Señor? Por favor. —El joven médico señaló hacia el pasillo. Troy se zafó de su brazo y se dio cuenta de que la respuesta era proporcional a la necesidad. Si no había patadas, no había correas. Si no había temblores, no había agujas.

Oyó el chirrido de unas botas que corrían por el pasillo. Un hombretón de Seguridad apareció en la puerta de la cámara, visiblemente cansado. Troy vio por el rabillo del ojo que el médico le indicaba con gestos que se tranquilizase. No querían asustarlo. No se daban cuenta de que ya no era posible hacerlo.

—Me vais a encerrar —susurró Troy. Era algo que estaba a medio camino entre una afirmación y una pregunta. Era una constatación. Se preguntó si le pasaría como a Hal, como a Carlton, si las pastillas no volverían a hacer efecto. Dirigió la mirada hacia el otro extremo de la sala, donde estaban las cápsulas vacías. Allí lo enterrarían.

—Calma —dijo el médico.

Condujo a Troy hacia la salida. Lo embalsamaría con aquel cielo azul y brillante. Las cámaras iban quedando atrás mientras caminaban juntos en silencio.

El hombre de Seguridad respiraba entrecortadamente en la entrada. Su ancho pecho subía y bajaba por debajo del mono. El chirrido de otras botas anunció la llegada de un compañero. Troy comprendió que su turno había terminado. A dos semanas del final. Casi lo había conseguido.

El médico indicó con las manos a los dos hombretones que se apartaran de la entrada. Parecía tener la expectativa de no necesitarlos. Pero ellos se colocaron a ambos lados de la salida. Parecían pensar otra cosa. Llevaron a Troy por el pasillo, guiado por la esperanza y flanqueado por el miedo.

—Usted lo sabe, ¿no? —preguntó Troy al médico mientras se volvía para estudiarlo—. Lo recuerda todo.

El médico no lo miró. Se limitó a asentir.

Aquello parecía una traición. No era justo.

—¿Por qué a ustedes sí se les permite recordar? —preguntó Troy. Quería saber por qué los que dispensaban la medicina no tenían que tomarla.

El médico lo invitó a entrar en su despacho. Su ayudante estaba allí, con la camisa del pijama puesta y una bolsa de transfusiones llena de líquido azul.

—Algunos de nosotros recordamos —dijo el médico—, porque sabemos que lo que hemos hecho no es malo. —Frunció el ceño mientras ayudaba a Troy a subir a la camilla. Parecía realmente triste por el estado de su paciente—. Aquí hacemos un buen trabajo —continuó—. Estamos salvando el mundo, no destruyéndolo. Y la medicina sólo afecta a aquellas cosas que nos producen remordimientos. —Levantó la mirada—. Algunos de nosotros no tenemos nada de que arrepentirnos.

El umbral de la puerta estaba repleto de hombres de Seguridad. Rebosante. El ayudante desabrochó el mono de Troy. Éste lo observaba como sumido en una especie de estupor.

—Se necesitaría un fármaco distinto para borrar lo que sabemos nosotros —le explicó el médico. Cogió un portapapeles de la pared y le introdujo una hoja entre las fauces. Tras una pausa, alguien le puso a Troy una pluma en la mano.

Troy se echó a reír mientras firmaba su propio confinamiento.

—¿Y por qué yo, entonces? —preguntó—. ¿Por qué estoy aquí? —Siempre había querido preguntárselo a alguien que lo supiera. Eran las plegarias de la juventud, sólo que con alguna posibilidad de obtener respuestas.

El médico sonrió mientras cogía el portapapeles. Tendría casi treinta años y su turno había comenzado hacía pocas semanas. Troy rayaba los cuarenta. Y sin embargo era el otro el que poseía toda la sabiduría, todas las respuestas.

—Es positivo tener gente como usted al mando —respondió el médico. Parecía creerlo de verdad. Devolvió el portapapeles al gancho de la pared. Uno de los hombres de Seguridad bostezó y se tapó la boca. Mientras Troy se limitaba a observar, le bajaron el mono hasta la cintura. Una uña hace un sonido muy característico al golpear una aguja.

—Me gustaría pensar un poco en esto —apuntó. Sintió que una oleada de pánico repentino se apoderaba de él. Sabía que lo que iba a pasar era inevitable, pero sólo quería unos minutos más a solas con sus pensamientos, para saborear aquel breve acceso de lucidez. Quería dormir, desde luego, pero todavía no.

Los hombres de la puerta se removieron al percibir las dudas de Troy. Podían ver el miedo en sus ojos.

—Ojalá hubiera otro modo —replicó el médico con tristeza. Apoyó una mano en el hombro de Troy y lo guió de nuevo hacia la camilla. Los agentes de Seguridad se aproximaron.

Troy sintió un pinchazo en el brazo, una profunda mordedura que llegó sin previo aviso. Al bajar la mirada, vio que la aguja plateada se introducía en su vena y comenzaba a bombear en su interior el líquido azulado.

—No quiero… —protestó.

Notó unas manos en las espinillas y en las rodillas y un peso en los hombros. El que sentía en el pecho provenía de otra parte.

Un torrente candente recorrió su cuerpo, seguido al instante por un entumecimiento. No estaban haciéndolo dormir. Estaban matándolo. Troy lo supo tan repentina y absolutamente como comprendió que su esposa estaba muerta y que otra había intentado ocupar su lugar. Esta vez acabaría en un ataúd para siempre. Y al menos la tierra que habría sobre su cabeza serviría por fin a un propósito.

La oscuridad fue estrechando su campo de visión. Cerró los ojos, trató de gritarle al médico que parara, pero no salió sonido alguno de sus labios. Quería dar patadas y pelear, pero ahora no eran sólo unas manos las que lo sujetaban. Estaba hundiéndose.

Sus últimos pensamientos fueron para su preciosa esposa, pero no tenían mucho sentido. Eran el fruto del mundo del sueño, que lo invadía ya.

«Está en Tennessee», pensó. No sabía cómo o por qué lo sabía. Pero ella estaba allí, esperando. Ya estaba muerta y había una fosa vacía a su lado, esperándolo a él.

Troy sólo tenía una pregunta más, un nombre que buscaba a tientas con la esperanza de atraparlo antes de hundirse del todo, una parte de sí mismo que quería llevarse consigo a las profundidades. Lo tenía en la punta de la lengua, como una de aquellas pastillas amargas, tan próximo que podía saborearlo…

Pero entonces olvidó.