2052
Condado de Fulton, Georgia
La suave lluvia que cayó la mañana de la convención dejó empapadas las colinas artificiales y resbaladiza la hierba recién salida, pero no tuvo un gran efecto disuasorio sobre las festividades generales. Los vehículos de construcción y las camionetas manchadas de barro habían abandonado los aparcamientos. Éstos albergaban ahora centenares de autobuses y un par de esbeltas limusinas negras con manchas de lodo.
Habían reservado para el uso del personal, los voluntarios, los delegados y los dignatarios que habían trabajado durante semanas para convertir aquel día en realidad el aparcamiento donde habían estado las que fueron en su día oficinas y alojamientos de los equipos de construcción. La zona estaba salpicada de pabellones de bienvenida que hacían las veces de cuarteles generales para los coordinadores de los eventos. Las multitudes de recién llegados bajaban de los autobuses y formaban filas para pasar por los puestos de seguridad del INS-COE. Había unas enormes vallas erizadas de alambre de espino, un detalle que parecía fuera de lugar e incluso un poco ridículo en la convención, pero que tenía sentido para un depósito de residuos nucleares. Aquellas barreras y compuertas mantenían a raya una extraña congregación de manifestantes: los de la derecha, que desaprobaban el uso actual del complejo, y los de la izquierda, que temían su uso futuro.
Nunca había existido una Convención Nacional con tanta energía ni tantos visitantes. Atlanta se extendía más allá de las copas de los árboles, pero la ciudad parecía muy alejada del repentino bullicio de aquella parte del condado de Fulton.
Donald tiritaba bajo su paraguas, en lo alto de una loma, mientras contemplaba, más allá del mar de gente congregada sobre las colinas, el escenario sobre el que ondeaba la bandera de su estado. Un sinfín de paraguas que se movían de un lado a otro como insectos acuáticos lo cubría.
En alguna parte, una banda practicaba una canción con atronadora insistencia mientras pisoteaba otra colina hasta transformar su superficie en barro. Flotaba en el aire la sensación de que el mundo iba a cambiar. Por segunda vez en la vida de Donald, una mujer iba a conseguir la nominación a la presidencia. Y a juzgar por lo que decían las encuestas, esta vez tenía muchas probabilidades de conseguirlo. Salvo que la guerra en Irán diese un giro inesperado, alcanzarían un hito histórico, se haría trizas un último techo de cristal. Y todo empezaría allí, en aquellos inmensos agujeros excavados en la tierra.
Los autobuses seguían atravesando el aparcamiento para desembarcar nuevas oleadas de pasajeros. Donald sacó el teléfono y consultó la hora. Pero la demanda de conectividad era tan abrumadora que seguía mostrando un icono de error. Le sorprendía que, en medio de tantos y tan cuidadosos preparativos, a nadie se le hubiera ocurrido la posibilidad de levantar una o dos torres de telefonía provisionales.
—¿Congresista Keene?
Donald se sobresaltó y, al volverse, vio que Anna caminaba por la cima de la colina hacia él. Miró de reojo el escenario de Georgia pero no vio su coche. Lo sorprendió que hubiera subido hasta allí caminando. Sin embargo, siempre le había gustado hacer las cosas de manera difícil.
—No estaba segura de que fueses tú —le dijo ella con una sonrisa—. Todo el mundo lleva el mismo paraguas.
—Sí, soy yo. —Aspiró hondo, y al hacerlo se dio cuenta de que el nerviosismo aún le constreñía el pecho cada vez que la veía, como si temiese que bastara una conversación para meterlo en un lío.
Anna se paró a poca distancia, dando a entender que esperaba que él compartiese su paraguas. Donald se lo cambió de mano para cubrirla y la llovizna le salpicó el brazo expuesto. Dirigió una mirada hacia el aparcamiento y, sin demasiadas esperanzas, buscó algún indicio de la presencia de Helen. A esas horas ya debería de andar por allí.
—Menudo caos —dijo Anna.
—Se supone que luego se organiza todo.
En el escenario de Carolina del Norte, alguien provocó un chirrido espantoso al probar el micrófono.
—Ya veremos —replicó Anna. Se cerró el abrigo para protegerse del frío de la mañana—. ¿No viene Helen?
—Sí. El senador Turman ha insistido. No le va a hacer mucha gracia cuando vea la de gente que hay. Detesta las multitudes. Y tampoco le va a hacer ninguna gracia el barro.
Anna se echó a reír.
—Yo no me preocuparía mucho por las condiciones del suelo después de esto.
Donald pensó en los cargamentos de residuos radiactivos que llegarían hasta allí en camión.
—Ya. —Entendía lo que quería decir.
Volvió a bajar la mirada por la colina en dirección al escenario de Georgia. Sería el escenario de la primera reunión de delegados nacionales aquel día, lo que quería decir que todas las personas realmente importantes estarían concentradas en un solo pabellón. Tras el escenario y entre los puestos de comida, el único indicio de la presencia del complejo subterráneo era una pequeña torre de hormigón que sobresalía del suelo, con la cúspide erizada de antenas. Donald pensó en todo el trabajo que habría que hacer para retirar las banderas y los banderines empapados antes de que pudieran empezar a traer las barras de combustible empobrecido.
—Resulta raro pensar en que varios miles de personas procedentes del estado de Tennessee van a estar pisoteando algo que hemos diseñado nosotros —dijo Anna. Su brazo rozó el de Donald. Él permaneció perfectamente inmóvil y se preguntó si habría sido un accidente—. Ojalá hubieras podido verlo mejor por dentro.
Donald se estremeció, no tanto por el frío y la humedad del aire como por el esfuerzo que estaba teniendo que hacer para no comentar nada. No le había hablado a nadie de la visita que había hecho con Mick el día antes. Le habría parecido una especie de sacrilegio. Probablemente sólo se lo contaría a Helen.
—Es increíble la de tiempo que hemos dedicado a construir algo que no se utilizará nunca —dijo.
Anna expresó su asentimiento con un murmullo. Su brazo seguía tocando el de él. Aún no había ni rastro de Helen. Donald tenía la irracional certeza de que, de algún modo, iba a localizarla entre la muchedumbre. Era algo que normalmente podía hacer. Se acordó del balcón del hotel de Hawái en el que habían pasado su luna de miel. Desde allí arriba podía verla cuando salía a primera hora de la mañana a dar sus paseos por la playa, caminando entre la espuma que rompía sobre la arena en busca de conchas. Siempre había varios cientos de personas en la playa, pero aun así sus ojos siempre se veían inevitablemente atraídos hacia ella.
—Supongo que la única manera de que nos dejasen construirlo era ofrecerles las seguridades que querían —comentó Donald. Era lo que el senador le había dicho antes a él, pero seguía pareciéndole raro.
—La gente quiere sentirse segura —asintió Anna—. Quieren saber que, si sucede lo peor, tendrán algo, lo que sea, para protegerse.
De nuevo, volvió a apoyarse en su brazo. Esta vez no podía ser un accidente. Donald se apartó ligeramente, a pesar de saber que ella lo notaría.
—Lo que sí me apetecería es ver uno de los otros búnkers —dijo cambiando de tema—. Sería interesante ver lo que han hecho los demás equipos. Pero según parece no estoy autorizado.
Anna se echó a reír.
—Yo también lo he intentado. Me muero de ganas de ver lo que ha hecho la competencia. Pero puedo entender sus reticencias. Ahora mismo hay muchos ojos clavados aquí. —Volvió a pegarse a él, ignorando lo que acababa de hacer Donald—. ¿No lo percibes? —preguntó—. ¿Como si el centro de una enorme diana estuviera encima de este sitio? Es decir, a pesar de las vallas y de los muros que hay ahí abajo, puedes estar seguro de que el mundo entero va a estar fijándose en lo que pasa aquí.
Donald asintió. Sabía que no se refería a la convención sino al uso que darían al lugar después de ella.
—Vaya, parece que tengo que volver a bajar ahí.
Donald se volvió para comprobar a qué se refería y vio que el senador Turman subía por la ladera a pie, protegido de la lluvia por un enorme paraguas negro. Parecía ajeno a la presencia del lodo y la suciedad, de un modo que no estaba al alcance de nadie más, igual que le sucedía con el paso del tiempo.
Anna alargó un brazo y dio un pequeño apretón a Donald en el hombro.
—Felicidades de nuevo. Ha sido muy divertido trabajar juntos en esto.
—Lo mismo digo —respondió él—. Formamos un buen equipo.
Anna sonrió. Por un instante, Donald se preguntó si iba a inclinarse hacia él para darle un beso en la mejilla. Parecía un gesto natural en aquel momento. Pero no lo hizo y el momento pasó. Sin quitarse el impermeable, Anna se dirigió hacia el senador.
Turman levantó el paraguas, besó a su hija en la mejilla y la siguió con la mirada un momento mientras ella se alejaba colina abajo. Luego continuó subiendo para reunirse con Donald.
Se quedaron el uno junto al otro en silencio, sin más sonido que el apagado golpeteo de la lluvia sobre sus paraguas.
—Señor —dijo Donald al fin. Sentía una comodidad nueva en presencia del anciano. Las dos últimas semanas habían sido como un campamento de verano, lo que le había permitido constatar que al compartir casi todas las horas del día con las mismas personas se generaba un nivel de familiaridad e intimidad inalcanzable para años de encuentros ocasionales. Había algo en el confinamiento forzoso que unía a las personas, más allá de la proximidad puramente física.
—Condenada lluvia —fue la respuesta de Turman.
—No se puede controlar todo —replicó Donald.
El senador refunfuñó, como si no estuviese de acuerdo.
—¿Helen no ha llegado aún?
—No, señor. —Donald metió la mano en el bolsillo y buscó su teléfono—. No sé si le llegan mis mensajes… Las redes están absolutamente colapsadas. Estoy seguro de que no hay precedentes de una reunión como ésta en este rincón del país.
—Desde luego, éste es un día sin precedentes —asintió Turman—. Nunca ha habido otro igual.
—Pues el mérito es casi todo suyo, señor. Es decir, no me refiero sólo a la construcción de este sitio, sino a la decisión de no presentarse. Este año, el país estaba maduro para caer en sus manos.
El senador se echó a reír.
—Eso se podría decir de la mayoría de los años, Donny. Pero siempre he tenido ambiciones más elevadas.
Donald volvió a estremecerse. No era capaz de recordar la última vez en que el senador lo había llamado así. ¿Tal vez en la última reunión en su oficina, más de dos años atrás? El viejo parecía extrañamente tenso.
—Cuando llegue Helen, quiero que vengáis al pabellón del estado a verme, ¿de acuerdo?
Donald sacó el teléfono y comprobó la hora.
—Sabe que me esperan en el de Tennessee dentro de una hora, ¿no?
—Ha habido un cambio de planes. Quiero que estés cerca de casa. Mick se encargará de cubrirte en ese tema, así que te quiero conmigo.
—¿Está seguro? Teóricamente tenía que reunirme con…
—Ya. Es por una buena causa, confía en mí. Os quiero a Helen y a ti cerca del estado de Georgia, conmigo. Y oye…
El senador se volvió hacia él. Donald apartó los ojos de los últimos autobuses que estaban desembarcando pasajeros. La lluvia había arreciado un poco.
—Has contribuido más de lo que crees a hacer posible este día —dijo Turman.
—¿Señor?
—Hoy va a cambiar el mundo, Donny.
Donald se preguntó si el senador se habría saltado su tratamiento de nanobaños. Tenía las pupilas dilatadas y los ojos perdidos en la distancia. De algún modo, parecía más viejo.
—No sé si lo entiendo…
—Ya lo harás. Ah, y tenemos una visitante sorpresa. Llegará en cualquier momento. —Sonrió—. El himno nacional es a mediodía. Después, el escuadrón 141 de las fuerzas aéreas sobrevolará la zona. Te quiero cerca en ese momento.
Donald asintió. Ya había aprendido cuándo debía dejar las preguntas y limitarse a hacer lo que le pedía el senador.
—Sí, señor —dijo tiritando de frío.
El senador Turman se marchó. Donald le dio la espalda y recorrió los últimos autobuses con la mirada mientras se preguntaba dónde demonios se había metido su esposa.