2

2110

Silo 1

Troy contuvo el aliento y trató de guardar la calma mientras el médico bombeaba con la perilla de caucho. La banda hinchable se infló alrededor de su bíceps hasta pellizcarle la piel. No sabía si ralentizar la respiración y calmar el pulso afectaría a su presión sanguínea, pero sentía un fuerte deseo de impresionar al hombre de la bata blanca. Quería que sus constantes volviesen a la normalidad.

Su brazo palpitó un par de veces mientras la aguja brincaba arriba y abajo y el aire salía con un siseo.

—Algo más de ochenta y cinco. —La banda emitió un sonido de desgarro al soltarse. Troy se frotó el punto donde le había pellizcado la piel.

—¿Eso está bien?

El médico anotó algo en la hoja de su portapapeles.

—Un poco bajo, pero dentro de lo normal. —Tras él, el ayudante puso una etiqueta a un recipiente lleno de orina de color gris oscuro, antes de guardarlo en un pequeño frigorífico. Troy vislumbró por un instante un sándwich a medio comer entre las muestras; ni siquiera estaba envuelto.

Bajó la mirada hacia su rodilla desnuda, que sobresalía del camisón de papel azul. Tenía las piernas pálidas y más finas de lo que recordaba. Más huesudas.

—Aún no puedo cerrar los puños —le dijo al médico mientras abría y cerraba la mano.

—Eso es perfectamente normal. Recobrará las fuerzas. Mire hacia la luz, por favor.

Troy siguió el haz brillante tratando de no parpadear.

—¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto? —preguntó al doctor.

—Es usted mi tercer revivido. —Bajó la linterna y le sonrió—. Yo mismo sólo llevo despierto unas pocas semanas. Puedo asegurarle que recobrará las fuerzas.

Troy asintió. El ayudante del médico le dio otra pastilla y un vaso de agua. Troy titubeó. Se quedó mirando la pastillita azul que tenía en la palma de la mano.

—Esta mañana dosis doble —dijo el médico—, y luego una con el desayuno y otra con la cena. No se salte el tratamiento, por favor.

Troy levantó la mirada.

—¿Qué pasaría si no me las tomo?

El médico negó con la cabeza y frunció el ceño, pero no dijo nada.

Troy se metió la pastilla en la boca y la tragó con un poco de agua. Un sabor amargo le subió por la garganta.

—Uno de mis ayudantes le traerá ropa y una comida en forma líquida para ayudar a sus tripas a ponerse en movimiento. Si siente mareos o escalofríos, debe llamarme al instante. En cualquier otro caso, nos veremos dentro de seis meses. —Anotó algo más y rió para sí—. Bueno, alguien lo verá. Mi turno habrá terminado para entonces.

—De acuerdo —respondió Troy con un escalofrío.

El médico levantó la mirada del portapapeles.

—No tiene frío, ¿verdad? Aquí la temperatura se mantiene un poco más alta de lo normal.

Troy vaciló antes de responder.

—No, doctor. No tengo frío. Ya no.

Troy entró en el ascensor que había al final del pasillo, con las piernas todavía temblorosas, y estudió el panel de botones numerados. Las instrucciones que le habían dado incluían el camino hasta su oficina, pero apenas las recordaba. La orientación había sobrevivido prácticamente intacta a las décadas de sueño. Recordaba haber estudiado el mismo libro una vez tras otra, como miles de hombres asignados a distintos turnos, que recorrían las instalaciones antes de que los pusiesen a dormir, al igual que a las mujeres. Tenía la sensación de haber sido orientado el día antes. Eran los recuerdos más antiguos los que parecían estar esfumándose.

Las puertas del ascensor se cerraron automáticamente. Su apartamento estaba en el piso treinta y siete. De eso se acordaba. Su oficina en el treinta y cuatro. Alargó el brazo hacia un botón, con la intención de dirigirse lo antes posible a su mesa, pero su mano, casi sin que se diese cuenta, se deslizó hasta la parte más alta del panel. Aún disponía de algunos minutos antes de que tuviese que estar en alguna parte y sentía el extraño impulso, o la necesidad más bien, de subir todo lo posible, de elevarse a través de la tierra que se cernía sobre él desde todos lados.

El ascensor cobró vida con un zumbido y empezó a acelerar. Se produjo un estruendo al cruzarse con algo, otro ascensor o puede que el contrapeso. Los redondeados botones parpadeaban cuando pasaban por delante de un piso. Había muchísimos, setenta en total. El roce de infinitos dedos los había ido desgastando por el centro con el paso de los años. Le resultaba raro. En sus recuerdos era como si la víspera todavía estuvieran nuevos y relucientes. Y es que, en realidad, la víspera todo lo estaba.

El ascensor empezó a detenerse. Troy se apoyó en las paredes, con las piernas todavía temblorosas.

La puerta emitió una pequeña advertencia y se abrió. Troy parpadeó bajo las brillantes luces del pasillo. Salió del ascensor y caminó un breve trecho en dirección a una sala de la que salían numerosas voces. Las botas nuevas aún estaban un poco rígidas y el mono estándar de color gris le provocaba picores. Trató de imaginarse despertando de aquel modo nueve veces más, así de débil y desorientado. Diez turnos a razón de seis meses. Diez turnos para los que no se había presentado voluntario. Se preguntó si cada vez le resultaría más fácil o todo lo contrario.

El bullicio de la cafetería remitió al entrar. Algunas cabezas se volvieron en su dirección. Lo primero en lo que se fijó fue en que su mono gris no era tan estándar. Había distintos colores en las mesas: muchos rojos, un buen número de amarillos y uno naranja. Gris, sólo el suyo.

La primera comida que le habían dado, una pasta pegajosa, volvió a revolverle el estómago. No le permitían comer otra cosa hasta dentro de seis horas, lo que hacía que el olor de la comida enlatada fuese casi irresistible. Recordaba haber comido aquello mismo durante la orientación. Semanas y semanas alimentándose de la misma pasta. Ahora serían meses. Serían cientos de años.

—Señor.

Un joven lo saludó con la cabeza al pasar a su lado, de camino a los ascensores. Troy creyó reconocerlo, pero no podía estar seguro. Desde luego, el joven parecía haberlo reconocido a él. ¿O sería el mono gris lo que había llamado su atención?

—¿Primer turno?

Un caballero de mayor edad, flaco y con una corona de pelo blanco y ensortijado alrededor de su calvicie, se acercó a él. Llevaba una bandeja en las manos y sonreía. Abrió un cubo de reciclaje, metió la bandeja entera dentro y la dejó caer con estrépito.

—¿Viene por las vistas? —preguntó el hombre.

Troy asintió. En la cafetería sólo había hombres. Sólo hombres. Le habían explicado las razones por las que era más seguro así. Trató de recordarlas mientras el hombre con las marcas de la edad en la piel cruzaba los brazos y se plantaba frente a él. No hubo presentaciones. Troy se preguntó si los nombres carecerían de significado en aquellos turnos de seis meses. Levantó la mirada por encima de las abarrotadas mesas hacia la enorme pantalla que cubría la pared opuesta.

Había una explanada repleta de escombros dispersos, cubierta por nubes de polvo y nubarrones bajos. El suelo estaba erizado de postes de metal abandonados, vestigios de tiendas y banderas que habían desaparecido hacía tiempo. Troy recordó algo pero fue incapaz de ponerle nombre. Sintió que el estómago se le encogía como un puño alrededor de la pasta y la amarga pastilla.

—Éste va a ser mi segundo turno —dijo el hombre.

Troy apenas lo oyó. Sus ojos humedecidos vagaban por las colinas carbonizadas, las grisáceas laderas que ascendían hacia las nubes sombrías y amenazantes. Los escombros que se veían por todas partes estaban carcomidos por el óxido. Al turno siguiente, o al otro, todo habría desaparecido.

—Desde el vestíbulo la vista llega más lejos. —El hombre se volvió y abarcó la pared con un ademán. Troy sabía bien a qué sala se refería. Aquella parte del edificio le resultaba familiar de tal manera que aquel hombre no podía ni sospechar.

—No, gracias —respondió con un balbuceo. Hizo un gesto para quitarse al hombre de encima—. Creo que ya he visto suficiente.

Los rostros curiosos se volvieron de nuevo hacia sus bandejas y el parloteo se reanudó, salpicado de tintineos emitidos por las cucharas y tenedores al entrar en contacto con los cuencos y bandejas de metal. Troy se volvió y salió sin decir una palabra más. Dejó tras de sí aquella visión espantosa, le dio la espalda a su tácito y sobrecogedor misterio. Se apresuró tembloroso hacia el ascensor, con las rodillas débiles por algo más que su prolongado descanso. Tenía que estar solo, no quería a nadie cerca esta vez, no quería que unas manos comprensivas lo reconfortaran mientras lloraba.