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2052

Condado de Fulton, Georgia

Una combinación de festival musical, reunión familiar y feria estatal se había aposentado sobre el rincón más meridional del condado de Fulton. Durante las dos pasadas semanas, y bajo la atenta mirada de Donald, había aflorado una infinita ciudad de tiendas de todos los colores sobre su flamante instalación de contención de residuos radiactivos. Las banderas de cincuenta estados ondeaban sobre otras tantas depresiones excavadas en la tierra. Habían erigido escenarios y un interminable desfile de suministros recorría las colinas, transportados en convoyes de carritos de golf y quads, tupperwares, cestas de verduras y frutas… Algunos incluso llevaban pequeños remolques cargados con ganado.

Se habían trazado mercados rurales de enrevesados pasillos con tenderetes y puestos, desde los que graznaban las gallinas, gruñían los cerdos y se dejaban acariciar los conejitos, entre perros sujetos con correas. Los dueños de estos últimos, de docenas de razas distintas, los guiaban entre la multitud. Sus colas ondeaban alegremente de un lado a otro mientras los hocicos húmedos olisqueaban el aire.

En el escenario principal del estado de Georgia, un grupo de rock estaba realizando una prueba de sonido. Cuando pararon de tocar para que los ingenieros pudieran ajustar los niveles, Donald oyó los acordes de una banda de bluegrass procedentes más o menos de la zona donde se encontraba la delegación de Carolina del Norte. En dirección contraria, alguien estaba pronunciando un discurso desde el escenario de Florida mientras los convoyes trasladaban provisiones sobre la colina y las familias tendían mantas y preparaban picnics en las laderas de aquellas amplísimas cuencas. Las colinas, comprobó Donald, se habían transformado en las gradas de un gigantesco estadio, como si las hubieran diseñado precisamente con este propósito.

Lo que no era capaz de determinar era dónde estaban guardando todas aquellas provisiones. Era como si los tenderetes las engullesen sin descanso y sin que se vislumbrase un final para ello. Los quads, con sus pequeños remolques, habían estado subiendo y bajando por las laderas las dos semanas que se llevaba preparando la Convención Nacional.

Mick, montado en uno de los ubicuos y ruidosos todoterreno, paró a su lado. Dirigió una sonrisa a Donald y pisó a fondo el acelerador sin soltar el freno. El Honda se encabritó y arañó la tierra con los neumáticos.

—¿Quieres dar un paseo hasta Carolina del Sur? —gritó para hacerse oír por encima del ruido del motor. Se inclinó hacia adelante para dejar pasar a su amigo.

—¿Tienes gasolina suficiente para llegar hasta allí? —Donald se agarró a los hombros de Mick y tomó impulso para sentarse detrás.

—Está al otro lado de la colina, memo.

Donald resistió el impulso de decirle a Mick que estaba de broma. Se agarró a la estructura metálica que tenía a su espalda mientras Mick metía la marcha. Su amigo avanzó por el camino de tierra que había entre las tiendas hasta llegar a la hierba y luego viró hacia la delegación de Carolina del Sur. Los rascacielos del centro de Atlanta asomaban la cabeza a un lado.

Mick volvió la cabeza mientras el Honda ascendía por la cuesta.

—¿Cuándo llega Helen? —gritó.

Donald inclinó el cuerpo hacia adelante. Le encantaba sentir el frescor del aire de octubre. Le recordaba a Savannah en aquella época del año, el frío de los amaneceres en la playa. Estaba justo pensando en Helen cuando Mick preguntó por ella.

—Mañana —exclamó—. Viene en autobús, con los delegados de Savannah.

Tras coronar la colina, Mick frenó y se desvió para continuar por la cima. Pasaron junto a un quad cargado que iba en sentido contrario. La red de lomas formaba un entrelazado laberinto de caminos sobre la cima de cada una de las depresiones que contenían las distintas instalaciones de contención.

En la distancia, Donald contempló el baile de pequeños vehículos todoterreno que recorrían el paisaje de un lado a otro. Un día, imaginó, los mismos caminos temblarían con el paso de los enormes camiones que llevarían residuos nucleares y señales de peligro radiactivo.

Y sin embargo, al ver las banderas que ondeaban sobre la delegación de Florida, a un lado, y el escenario de Georgia, al otro, y al pensar en que aquellas cuestas podrían albergar un número récord de participantes y ofrecerles una visión perfecta de cada uno de los escenarios, Donald no pudo sino preguntarse si aquella concatenación de felices casualidades serviría a un propósito mayor. Era como si se hubiera planeado desde el principio que las instalaciones estuviesen allí para la Convención Nacional de 2052, como si las hubieran construido con otro objetivo, aparte de su fin original.

Una gran bandera azul, con un árbol blanco y una luna creciente, ondeaba perezosamente sobre el escenario de Carolina del Sur. Mick aparcó el todoterreno delante de otros vehículos similares que rodeaban el gran pabellón de bienvenida.

Al seguir a Mick entre los vehículos aparcados, Donald vio que se dirigían a una tienda más pequeña, como muchas otras de las personas que caminaban por allí.

—¿Qué venimos a hacer aquí? —preguntó.

Tampoco es que importase demasiado. En los últimos días habían hecho un poco de todo: llevar bolsas de hielo a las sedes de distintos estados, reunirse con congresistas y senadores para ver si necesitaban algo, asegurarse de que los voluntarios y delegados eran debidamente alojados en los remolques correspondientes… Cualquier cosa que el senador necesitase.

—Oh, nada, dar un pequeño paseo —respondió Mick en tono críptico. Invitó a Donald a entrar en la pequeña tienda, donde por un lado entraban trabajadores cargados y por el otro salían con las manos vacías.

El interior del pequeño pabellón estaba iluminado con reflectores y el suelo de tierra y hierba aplastado y endurecido por el tráfico constante. Una rampa de hormigón se adentraba en la tierra. Por uno de los lados subía una fila de trabajadores con acreditaciones de voluntario. Mick se incorporó a la otra fila, la que bajaba.

Donald comprendió adónde se dirigían. Reconoció la rampa. Corrió para alcanzar a Mick.

—Es uno de los depósitos de barras. —Fue incapaz de disimular la emoción que teñía su voz. Es más, ni siquiera lo intentó. Se moría de ganas de ver cómo era el otro proyecto, en papel o en persona. Sólo conocía la parte que le había tocado diseñar, el búnker. El resto de las instalaciones permanecía envuelto en misterio para él—. ¿Podemos entrar así, sin más?

A modo de respuesta, Mick comenzó a bajar por la rampa junto a todos los demás.

—El otro día supliqué que me dejasen visitarlo —susurró Donald—, pero Turman me largó un sermón sobre la seguridad nacional…

Mick se echó a reír. A mitad de camino de la rampa, el techo de la tienda desapareció en la oscuridad, por encima de ellos, y aparecieron unas paredes de hormigón a ambos lados que canalizaban a los trabajadores hacia unas puertas de acero abiertas de par en par.

—No vas a ver el interior de una de las otras instalaciones —le dijo Mick. Le puso una mano en la espalda y lo invitó a atravesar la cámara de acceso, una zona de aspecto industrial que le resultaba familiar. Algo más adelante, el torrente de personas ralentizaba su avance para traspasar una pequeña escotilla de uno en uno. Donald se volvió.

—Espera. —Vislumbró parte de lo que había al otro lado de las escotillas—. ¿Qué coño es esto? Éste es mi diseño.

Avanzaron arrastrando los pies. Mick se apartó para dejar pasar a los que salían y apoyó una mano en el hombro de Donald para obligarlo a avanzar.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó éste. Habría jurado que el búnker que había diseñado estaba en la zona de Tennessee. Pero la verdad es que durante las últimas semanas habían hecho tantos cambios que era posible que se hubiera confundido.

—Anna me ha dicho que te entró el canguelo y no quisiste venir a la visita.

—Menuda estupidez. —Donald se detuvo al llegar a la escotilla ovalada. Reconocía hasta el último de los remaches—. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? Estuve aquí. Corté la puta cinta.

Mick lo empujó.

—Avanza. Estás retrasando la fila.

—No quiero entrar. —Indicó a la gente que esperaba para salir que podían pasar. Los trabajadores que había detrás de Mick, con pesados contenedores de plástico en las manos, se removieron en el sitio.

—Ya vi el primer piso la última vez —dijo—. Y me basta con eso.

Su amigo lo agarró del cuello con una mano y de la muñeca con la otra. Donald sintió que lo empujaba hacia adelante y tuvo que avanzar para no caerse de bruces. Trató de agarrarse a la jamba de la escotilla interior, pero Mick lo tenía cogido por la muñeca.

—Quiero que veas el interior de lo que has construido —dijo.

Donald entró en la oficina de seguridad dando un traspié. Mick y él se hicieron a un lado para desbloquear el atasco que habían causado.

—Llevo viendo esta puta cosa todos los días de los tres últimos años —refunfuñó Donald. Se palpó el bolsillo para buscar las pastillas y se preguntó si sería demasiado pronto para tomarse otra. Lo que no le había contado a Mick era que durante todo el proyecto se había obligado a imaginar su diseño en el exterior, como un rascacielos y no como un silo enterrado. No podía decírselo a su mejor amigo, explicarle lo aterrado que se sentía en aquel momento, a pesar de que no tenía más de diez metros de tierra y hormigón sobre la cabeza. Dudaba mucho que Anna hubiese utilizado las palabras «te ha entrado el canguelo», pero eso era exactamente lo que le había pasado después de cortar la cinta. Mientras el senador llevaba a un grupo de dignatarios a recorrer el complejo, Donald corría en busca de un trecho de hierba en el que no tuviese encima nada más que cielo despejado.

—Esto es realmente importante, joder —recalcó Mick. Chasqueó los dedos frente al rostro de Donald. Dos filas de trabajadores pasaron por delante. Tras ellos había un hombre sentado en un pequeño cubículo, con una brocha en una mano y una lata de pintura en la otra. Estaba aplicando una mano de pintura gris a unos barrotes de acero. A su lado, un técnico estaba colgando de la pared una especie de pantalla gigantesca. No todo lo que había allí se estaba terminando conforme a las especificaciones de Donald.

»Donny, escúchame. Lo digo en serio. Hoy es el último día que podemos mantener esta conversación, ¿vale? Quiero que veas lo que has construido. —Su perpetua sonrisa de picardía había desaparecido y tenía las cejas enarcadas. Si acaso, parecía triste—. ¿Quieres entrar conmigo, por favor?

Donald respiró hondo, combatió el impulso de echar a correr en busca del aire fresco de las colinas, lejos de aquella multitud asfixiante, y casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, asintió. En la expresión de la cara de su amigo era mortalmente seria, como si estuviese a punto de contarle la muerte de uno de sus seres más queridos.

Mick le dio unas palmadas en el hombro en señal de gratitud.

—Por aquí.

Mick lo condujo hacia el hueco central. Atravesaron la cafetería, que estaba abierta. Había algunos trabajadores en las mesas, comiendo en bandejas de plástico mientras se tomaban un descanso. El olor de la comida llegaba flotando desde las cocinas, situadas más allá. Donald se echó a reír. Nunca había pensado que llegasen a utilizarla. Una vez más, tuvo la impresión de que la convención le había otorgado un propósito al lugar. Esto le hizo sentir un momento de felicidad. Se había imaginado el complejo entero desprovisto de vida. Los trabajadores se afanarían en el exterior, almacenando las barras de combustible nuclear agotado, mientras aquel edificio, que de haber estado sobre la tierra habría llegado a rozar las nubes, permanecía totalmente vacío.

Al final de un corto pasillo, el acero reemplazaba las baldosas en el suelo y un ancho cilindro se adentraba en el corazón de la instalación. Anna tenía razón. Era algo realmente digno de verse.

Al llegar a la barandilla, Donald se detuvo para asomarse. La inmensidad de la altura lo hizo olvidar por un momento que estaba bajo tierra. Al otro lado del rellano, una cinta transportadora, accionada por una ruidosa colección de engranajes, subía hasta allí una inagotable sucesión de bandejas de carga vacías. La imagen hizo pensar a Donald en los cubos de una rueda hidráulica. Las bandejas se daban la vuelta antes de volver a adentrarse en las entrañas del edificio.

Los hombres y mujeres provenientes del exterior depositaban los contenedores que traían sobre las bandejas vacías antes de salir. Donald buscó a Mick con la mirada y vio que se alejaba escaleras abajo.

Corrió tras él, perseguido por su claustrofobia.

—¡Oye!

Sus zapatos golpetearon sobre los escalones recién pintados. Sólo el dibujo de rombos antideslizante impidió que resbalara en su precipitación. Alcanzó a Mick al completar una primera vuelta del enorme agujero. Los contenedores de plástico, llenos de suministros de emergencia —suministros que, sin que nadie los utilizase, acabarían por descomponerse—, seguían descendiendo de manera ominosa más allá de la barandilla.

—No quiero bajar más —decidió.

—Dos pisos solamente —respondió Mick sin volverse—. Vamos, tío, quiero que veas esto.

Donald obedeció, un poco aturdido. Habría sido peor volver a la superficie solo.

En el primer rellano al que llegaron había un trabajador junto a la cinta transportadora, con una especie de arma en las manos. Cuando pasó el siguiente contenedor, disparó contra su costado un destello rojizo, con un zumbido de su escáner. El trabajador se apoyó en la barandilla para esperar al siguiente mientras el contenedor continuaba su lento descenso.

—¿Me he perdido algo? —preguntó Donald—. ¿Aún no hemos cumplido con las fechas límite? ¿Qué son todos esos suministros?

Mick ladeó la cabeza.

—Fechas límite, tú lo has dicho… —respondió.

O al menos eso fue lo que le pareció oír a Donald. Su amigo parecía absorto en sus pensamientos.

Siguieron bajando en espiral hasta llegar al siguiente rellano, atravesando otros diez metros de hormigón reforzado, de espacio desaprovechado. Donald conocía el piso. Y no sólo por los planos. Mick y él habían recorrido uno idéntico en la fábrica donde los habían construido.

—Yo ya he estado aquí —le dijo a su amigo.

Mick asintió. Invitó a Donald a entrar en un pasillo. Luego escogió una de las puertas, al azar, y la abrió para su amigo. La mayoría de los pisos eran prefabricados y los habían acoplado en la posición que les correspondía ya terminados e incluso amueblados. Si aquél no era exactamente el piso que habían visitado, era uno de tantos idénticos.

Una vez que Donald estuvo dentro, Mick encendió las luces del apartamento y cerró la puerta. Donald vio con sorpresa que la cama estaba hecha. Sobre una silla habían dejado un montón de sábanas dobladas. Mick las depositó sobre el suelo. Se sentó y señaló los pies de la cama con la cabeza.

Donald, sin hacerle caso, entró en el minúsculo cuarto de baño.

—La verdad es que es agradable ver esto —confesó a su amigo. Alargó la mano hacia el grifo del lavabo y lo abrió sin esperar nada. Pero entonces, al ver que, con un gorgoteo, comenzaba a salir agua, se echó a reír sin poder contenerse.

—Ya me imaginaba que reaccionarías así —comentó Mick en voz baja.

Donald vio su reflejo en el espejo, con el rostro aún radiante de alegría. Solía olvidar cómo se le arrugaban los bordes de los ojos cuando sonreía. Se tocó el pelo, ya salpicado de gris a pesar de que aún le faltaban cinco años para llegar a los cuarenta. El trabajo lo estaba envejeciendo de manera prematura. Como se temía.

—Resulta increíble que esto lo hayamos construido nosotros, ¿eh? —preguntó Mick. Donald se volvió y se reunió con su amigo en el estrecho cubículo. Se preguntó si lo que los había envejecido a ambos habría sido su trabajo o aquel proyecto concreto, aquella obra agotadora.

—Te agradezco que me hayas obligado a bajar aquí. —Estuvo a punto de añadir que le encantaría ver el resto, pero se dio cuenta de que sería ir demasiado lejos. Además, seguramente ya los estarían buscando en el pabellón del estado de Georgia.

—Oye, Donny —empezó Mick—, quería decirte algo.

Donald miró a su amigo, que parecía estar buscando las palabras exactas. Observó la puerta de reojo. Mick seguía en silencio. Finalmente, Donald decidió sentarse al pie de la cama, tal como le había sugerido antes.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Pero creía saberlo. El senador había incluido a Mick en su otro proyecto, el mismo que había obligado a Donald a buscar ayuda médica. Se acordó del grueso libro que había memorizado casi por completo. Su amigo no lo había llevado hasta allí para que pudiera ver lo que habían hecho, sino en busca de un sitio totalmente privado, de un lugar donde pudiera confiarle un secreto. Se palpó el bolsillo donde guardaba las pastillas, las mismas que impedían que sus pensamientos se extraviaran por sitios peligrosos.

—Oye —dijo—, no quiero que me cuentes nada que no deberías…

Mick levantó la mirada con expresión de sorpresa.

—No hace falta que digas nada, Mick. Asume que sé lo mismo que tú.

Mick negó con la cabeza con tristeza.

—No es así —respondió.

—Bueno, pues asúmelo de todos modos. No quiero saber nada.

—Necesito que lo sepas.

—Preferiría que no fuese así…

—No es ningún secreto, tío. Es que… Quiero que sepas que te quiero como a un hermano. Siempre te he querido.

Los dos permanecieron en silencio. Donald desvió la mirada hacia la puerta. Era una situación incómoda, pero de algún modo, oírle decir eso a Mick lo había conmovido.

—Mira… —empezó a decir.

—Sé que siempre me paso contigo —dijo Mick—. Joder, lo siento. De verdad me importas. Y Helen también. —Mick se volvió hacia un lado y se rascó la mejilla—. Me alegro mucho por los dos.

Donald cruzó el pequeño espacio que los separaba y le apretó a su amigo el brazo.

—Eres un buen amigo, Mick. Me alegro que hayamos pasado este tiempo juntos, estos últimos años, en la política y construyendo este…

Mick asintió.

—Sí. Y yo. Pero escucha, no te he traído hasta aquí para ponerme sentimental. —Se llevó una mano a la cara y Donald vio que se estaba secando los ojos—. Anoche tuve una charla con Turman. Me… Hace unos meses, me ofreció un puesto en el equipo, en el equipo principal, y anoche le dije que prefería que lo ocuparas tú.

—¿Cómo? ¿En un comité? —Donald no podía imaginarse a su amigo renunciando a un puesto, a ningún puesto—. ¿En cuál?

Mick negó con la cabeza.

—No, es otra cosa.

—¿Qué es? —preguntó Donald.

—Mira —continuó Mick—, cuando lo averigües y comprendas lo que está pasando, quiero que pienses en mí aquí. —Miró a su alrededor, por toda la habitación. Hubo un silencio que se prolongó por espacio de varios segundos, punteado por la caída de las gotas de agua en la pila del baño—. En los próximos años, si pudiera elegir un sitio para estar, el que fuese, elegiría estar aquí mismo, con el primer grupo…

—Vale. Oye, no entiendo muy bien lo que quieres decir…

—Ya lo entenderás. Tú recuerda todo esto, ¿quieres? Que te quiero como a un hermano y que todo sucede por alguna razón. No habría querido que las cosas fuesen de otro modo. Ni para ti ni para Helen.

—Vale. —Donald sonrió. No sabía si Mick estaba tomándole el pelo o si su amigo se había pasado con los bloody mary aquella mañana, en el pabellón de bienvenida.

—Venga. —Mick se levantó de pronto. Como mínimo, se movía como si estuviera sobrio—. Salgamos de aquí, joder. Este sitio me da escalofríos.

Abrió la puerta y apagó las luces.

—Canguelo, ¿eh? —exclamó Donald a su espalda.

Mick negó con la cabeza y los dos volvieron por el pasillo. Tras ellos quedó el pequeño apartamento escogido al azar, en la oscuridad, con el goteo de su pequeña pila. Donald intentó comprender cómo había podido confundirse, cómo era posible que el pabellón de Tennessee, en el que había cortado la cinta, se hubiera convertido en el de Carolina del Sur. Estuvo a punto de conseguirlo cuando su subconsciente le mostró por un momento una lista de suministros con cincuenta veces más fibra óptica de la que había pedido, pero al final perdió la conexión.

Entretanto, los contenedores cargados de suministros seguían descendiendo por el titánico hueco, entre el ruido de los motores de la cinta transportadora. Y al volver, las bandejas que los habían transportado lo hacían vacías.