2110
Silo 1
La sala de ejercicios del piso doce olía a sudor, como si la hubieran utilizado hacía poco. En una esquina, amontonadas, descansaban varias pesas, y alguien se había dejado olvidada una toalla en el banco, colgando de una barra con más de cincuenta kilos de peso.
Troy observó el desorden mientras sacaba el último tornillo del costado de la bicicleta de ejercicios. Al levantar la tapa, llovieron arandelas y tornillos desde distintos agujeros y rebotaron sobre el suelo. Troy los recogió y los dejó a un lado, en un ordenado montoncito. Examinó las entrañas de la bicicleta y vio un engranaje de gran tamaño, con los dientes acusadoramente vacíos.
La cadena que hacía todo el trabajo colgaba flácida alrededor del eje del engranaje. A Troy le sorprendió su presencia allí. Habría apostado a que el mecanismo utilizaba una cinta de plástico. Aquello parecía demasiado frágil. No era una buena opción para todo el tiempo que tendría que durar. De hecho, resultaba raro pensar que aquella máquina tenía ya cincuenta años… y debería poderse utilizar varios siglos más.
Se secó la frente. Aún estaba sudando por la caminata de varios kilómetros que se había dado. Hurgó en el interior de la caja de herramientas que le había prestado Jones hasta encontrar un destornillador de punta plana, con el que comenzó a colocar de nuevo la cadena en su sitio.
Cadenas y engranajes. «Cadenas y engranajes». Se rió por dentro. ¿Podía ser de otro modo?
—Perdone, señor.
Troy se volvió y vio que Jones, su jefe de mecánica hasta el final de la semana, se encontraba en la puerta del gimnasio.
—Ya casi he terminado —dijo—. ¿Necesitas las herramientas?
—No, señor. El doctor Henson lo está buscando. —Levantó una mano. Llevaba una de aquellas aparatosas radios.
Troy sacó un viejo trapo de la caja de herramientas y se limpió la grasa de los dedos. Era agradable trabajar con las manos, ensuciarse. Suponía una distracción grata, algo que hacer aparte de comprobar el estado de las llagas de su boca o perder el tiempo en su despacho o en su apartamento, esperando a que las lágrimas volviesen a empezar sin motivo.
Dejó la bicicleta y cogió la radio que Jones le ofrecía. Sintió un momento de envidia por el viejo. Le encantaría tener que levantarse por la mañana, ponerse aquel mono vaquero con rodilleras, agarrar la vieja caja de herramientas y enfrentarse a una lista de reparaciones. Cualquier cosa habría sido mejor que pasarse el día sentado, esperando a que se averiase algo mucho más grande.
Pulsó el botón que tenía la radio en un costado y se la acercó a la boca.
—Soy Troy —dijo.
El nombre le resultaba extraño. En las últimas semanas, cada vez le desagradaba más pronunciarlo u oírselo a los demás. Se preguntaba lo que habrían dicho al respecto el doctor Henson y los demás loqueros.
Una voz cargada de estática respondió:
—¿Señor? Detesto molestarlo…
—No, no pasa nada. ¿Qué sucede? —Troy volvió junto a la bicicleta de ejercicios y cogió la toalla de la barra de pesas. Se secó la frente y vio que Jones observaba con voracidad la bicicleta desmontada y las herramientas tiradas por el suelo. Al ver que le lanzaba una mirada interrogativa, Troy le dio permiso con un ademán.
—Tenemos a alguien aquí que no responde al tratamiento —dijo el doctor Henson—. Parece que tenemos otro candidato para la congelación profunda. Necesito su firma para la autorización.
Jones apartó la mirada de la bicicleta y frunció el ceño. Troy se frotó la nuca con la toalla. Recordaba que Merriman le había advertido que fuese cauto a la hora de conceder ese tipo de autorizaciones. Había multitud de hombres perfectamente capaces que preferirían pasar durmiendo todo aquello en lugar de cumplir con sus turnos.
—¿Están seguros? —preguntó.
—Lo hemos intentado todo. Está maniatado. Seguridad lo lleva en este mismo momento en el expreso. ¿Nos vemos allí abajo? Tiene que firmar para que podamos ingresarlo.
—Claro, claro. —Troy se frotó la cara con la toalla. El olor a detergente de la tela recién lavada se abrió paso entre la peste a sudor de la sala y la grasa de la bicicleta desmontada. Jones cogió uno de los pedales con su enorme mano y le dio una vuelta. La cadena volvía a estar metida en el engranaje y la máquina funcionaba de nuevo—. Nos veremos abajo —dijo antes de soltar el botón y devolverle la radio al mecánico. Algunas cosas eran agradables de reparar. Otras no.
Troy llegó a los ascensores a tiempo de ver cómo se alejaba el techo del expreso en dirección a los pisos inferiores. Mientras pulsaba el botón de llamada para el siguiente ascensor, trató de imaginarse la triste escena que estaría desarrollándose allí. Quienquiera que fuese el protagonista, contaba con sus simpatías.
Un violento estremecimiento sacudió su cuerpo. Culpó de ello al frío aire del pasillo y a la humedad de su piel. En la sala recreativa que había al doblar la esquina, una pelota de ping-pong saltaba de lado a lado entre los chirridos de las zapatillas de los jugadores que iban tras ella. En la misma sala estaban proyectando una película en un aparato de televisión, del que salía una voz femenina.
Troy miró hacia abajo y reparó, un poco avergonzado, en que iba en camiseta y pantalones cortos. A sus ojos, lo único que le prestaba una cierta autoridad era el mono, pero no tenía tiempo de subir a ponérselo.
Con un pequeño campanilleo, la puerta del ascensor se abrió y la conversación que estaban manteniendo sus ocupantes cesó al momento. Troy saludó con la cabeza y los dos hombres de mono amarillo hicieron lo propio. Los tres permanecieron en silencio durante varios pisos, hasta el cuarenta y cuatro, un piso de alojamientos generales, donde se bajaron los dos de mono amarillo. Antes de que se cerraran las puertas, Troy vio que un balón de color brillante pasaba rodando por delante, seguido por dos individuos. Gritaban y reían a carcajadas, pero al reparar en la presencia de Troy dejaron de hacerlo. En sus rostros se dibujaron expresiones de culpabilidad.
Las puertas metálicas se cerraron con un chasquido sobre aquel breve atisbo de unas vidas más modestas y normales.
Con un estremecimiento, el ascensor continuó hacia las profundidades. Troy podía sentir cómo lo acogotaban la tierra y el hormigón desde todas direcciones y cómo se iban acumulando sobre su cabeza. La sudoración provocada por el nerviosismo se mezcló con la del ejercicio. «Estaba saliendo del estado generado por la medicación», pensó. Cada mañana sentía cómo regresaba una semblanza de su antiguo yo, y cada vez se prolongaba durante más tiempo.
Pasó por delante de los pisos que se extendían entre el cincuenta y el sesenta. Nadie paraba nunca en ellos. Los pasillos que había más allá estaban repletos de suministros de emergencia y Troy esperaba que nadie los necesitara nunca. Recordaba partes de las sesiones de orientación, cuando todavía estaban todos despiertos. Recordaba los nombres en clave de todos, la manera en que nublaban el pasado con etiquetas nuevas. Había allí algo que lo carcomía por dentro, pero no era capaz de recordarlo exactamente.
Luego estaban los departamentos mecánicos y los almacenes generales, seguidos por los dos pisos que albergaban el reactor. Y finalmente, el cargamento más importante de todos los que allí se almacenaban: el Legado, los hombres y las mujeres que dormían en sus brillantes ataúdes, los supervivientes del «antes».
El ascensor se detuvo con una sacudida y las puertas emitieron un pitido antes de abrirse. Troy oyó al instante el revuelo procedente de la oficina del doctor: Henson estaba gritándole órdenes a su ayudante. Corrió por el pasillo con la ropa del gimnasio mientras el sudor se enfriaba sobre su piel.
Cuando entró en la sala de preparación, vio un hombre maniatado en una camilla y sujeto por dos empleados de Seguridad. Era Hal. Lo recordaba de la cafetería, recordaba haber hablado con él el primer día de su turno y varias veces más desde entonces. El doctor y su ayudante buscaban precipitadamente instrumental médico en cajones y armaritos.
—¡Me llamo Carlton! —rugió Hal agitando los brazos, mientras las correas de sujeción de la camilla, sueltas, se balanceaban de un lado a otro a causa de la violencia de sus movimientos.
Troy supuso que lo habrían bajado maniatado en el ascensor y se preguntó si se habría soltado al llegar. Henson y su ayudante encontraron lo que necesitaban y se acercaron a la camilla. Los ojos de Hal se abrieron como platos al ver la aguja; el fluido que contenía era del color de un cielo despejado.
El doctor Henson desvió la mirada y vio a Troy allí de pie, con su ropa de deporte, paralizado mientras observaba la escena. Hal volvió a gritar que se llamaba Carlton y siguió sacudiendo violentamente las piernas. Sus pesadas botas golpearon la camilla. Los dos hombres de Seguridad tenían grandes dificultades para mantenerlo pegado a ella.
—¿Nos echa una mano? —gruñó Henson con los dientes apretados mientras pugnaba con uno de los brazos de Hal.
Troy corrió a la camilla y alargó los brazos hacia una de las piernas de Hal. Se apoyó en la espalda de uno de los agentes y la agarró tratando de impedir que le diese una patada. Dentro del voluminoso mono, las piernas de Hal parecían las patitas de un ave, pero lanzaban coces con la fuerza de una mula. Uno de los agentes logró sujetarle una con una de las correas. Troy apoyó el peso de su cuerpo sobre su espinilla mientras le colocaban la otra.
—¿Qué le pasa? —preguntó. Sus preocupaciones con respecto a sí mismo se habían desvanecido en presencia de la locura auténtica. ¿Era ése el destino que le esperaba a él?
—La medicación está dejando de hacerle efecto —dijo Henson.
«O no se la está tomando», pensó Troy.
El ayudante del médico usó los dientes para quitarle el capuchón a la jeringuilla. Hal tenía la muñeca inmovilizada. La aguja desapareció en su brazo tembloroso y el émbolo introdujo el líquido azul claro en su carne pálida y cubierta de manchas.
Troy se encogió al ver cómo se hundía la aguja en el brazo tembloroso del anciano…, y las piernas de Hal perdieron la fuerza al instante. Todos suspiraron profundamente al ver que su cabeza se inclinaba hacia un lado, un último e inarticulado grito se iba apagando en su garganta hasta transformarse en un gemido y al fin, con una profunda y sonora exhalación, se sumía en un estado de inconsciencia.
—¿Qué coño…? —Troy se secó la frente con el antebrazo. Estaba cubierto de sudor, en parte por el esfuerzo que acababa de hacer, pero sobre todo por la escena que había presenciado, por sentir cómo se desvanecía un hombre bajo sus brazos, cómo perdían sus piernas las fuerzas y la voluntad al hundirse en un sueño forzado. Su propio cuerpo se estremeció, sacudido por un temblor repentino y violento que desapareció antes incluso de que supiese de dónde había salido. El médico mostraba una mirada ceñuda.
—Mis disculpas —dijo. Una mirada cargada de reproche, dirigida a los agentes, evidenciaba a quiénes culpaba por lo ocurrido.
—No nos había dado ningún problema —afirmó uno de ellos mientras se encogía de hombros.
Henson se volvió hacia Troy. La posición inclinada de la cabeza, en un gesto de decepción, hacía que se le hinchase la papada.
—Detesto tener que pedirle que firme esto, pero…
Troy se secó la cara con la camisa y asintió. Todos contaban con que hubiese pérdidas, tanto individuales como de silos enteros, pero eso no quería decir que no fuesen dolorosas.
—Claro —asintió. Era su trabajo, ¿no? Firmar aquello. Decir aquellas palabras. Seguir el guión. Era un chiste. Todos ellos estaban leyendo el texto de una obra que ninguno podía recordar. Pero él estaba empezando a hacerlo. Podía sentirlo.
Henson buscó en un cajón lleno de formularios mientras su ayudante le desabrochaba el mono a Hal. Los agentes de Seguridad preguntaron si los necesitaban, comprobaron las correas una última vez y luego se marcharon, obedeciendo los gestos del médico. Uno de ellos se rió en voz alta de algo que había dicho el otro mientras el sonido de sus botas se perdía en dirección al ascensor.
Troy, mientras tanto, estaba absorto contemplando el rostro lacio de Hal, el ascenso y descenso casi imperceptibles de su flaco pecho. «Ésa era la recompensa por recordar», pensó. Aquel hombre había despertado de la rutina del manicomio. No había enloquecido. Había sufrido un repentino acceso de lucidez. Había entreabierto los ojos y había visto a través de la niebla.
Cogieron un portapapeles de una pared y metieron el formulario adecuado entre sus fauces de metal. Le pasaron una pluma a Troy. Escribió su nombre, devolvió el portapapeles y observó el trabajo de los médicos; se preguntó si sentirían algo de lo que sentía él. ¿Y si todos estaban interpretando el mismo papel? ¿Y si todos y cada uno de ellos ocultaba las mismas dudas, sólo que ninguno lo decía porque todos se sentían completamente solos?
—¿Podría soltarla?
El ayudante del médico estaba de rodillas, desenroscando algo en la base de la camilla. Troy vio que tenía ruedas. El ayudante señaló con la cabeza en dirección a los pies de Troy.
—Claro. —Troy se agachó para soltar la rueda. Él formaba parte de todo aquello. La firma que figuraba en el formulario era la suya. Era él quien estaba soltando la rueda que permitiría llevarse la camilla por el pasillo.
Ahora que Hal estaba sedado, le quitaron las correas y lo desvistieron con cuidado. Troy ayudó con las botas. Desató los cordones y luego las dejó a un lado. Esta vez, el camisón de papel no era necesario: el pudor del dormido ya no era un factor relevante. Le pusieron la aguja de una vía y la sujetaron con cinta adhesiva. Troy sabía que la utilizarían para conectarlo a la cámara criogénica. Sabía lo que se sentía cuando el hielo comenzaba a reptar por tus venas.
Se llevaron la camilla por el pasillo y traspasaron las puertas de acero reforzado de la cámara de congelación profunda. Troy estudió las puertas. Le resultaban familiares. Creía recordar que en una ocasión había elaborado una lista de especificaciones para un proyecto similar, pero en su caso se trataba de una sala llena de máquinas. No, de ordenadores.
El teclado de la pared emitió un trino en respuesta al código introducido por el médico. Con un sordo crujido, las hojas de la puerta se retiraron al interior de la gruesa jamba.
—Las vacías están al final —dijo Henson mientras señalaba con la cabeza en dirección al otro extremo de la sala.
Hileras y más hileras de cámaras selladas llenaban la cámara de congelación. Sus ojos recayeron sobre la pantalla que había en la base de cada una de ellas. Contenía unas luces verdes, sin parpadeos, sin espacio para pulsos o latidos, sólo los nombres de pila, sin modo alguno de relacionar aquellos desconocidos con sus vidas pasadas.
Cassie, Catherine, Gabriella, Gretchen.
Nombres inventados.
Gwynn. Halley. Heather.
Todo en orden. Para ellas no había turnos. De ese modo, los hombres no tendrían razones para pelear entre sí. Todo sucedería en un instante. Se habrían subido al bote salvavidas y, tras un momento de sueño, volverían a estar en tierra firme.
Otra Heather. Duplicados sin apellidos. Troy se preguntó cómo funcionaría aquello. Empujó la camilla entre las hileras mientras el médico y su ayudante charlaban sobre el procedimiento. Entonces, su vista periférica captó un nombre concreto y un feroz temblor recorrió sus miembros.
Helen. Y luego otra: Helen.
Troy soltó la camilla y estuvo a punto de caerse. Las ruedas se detuvieron con un chirrido.
—¿Señor?
Dos Helen. Y ante él, delante de una pantallita que mostraba los datos de un sueño profundo, otra:
Helena.
Troy se aparto tambaleándose de la camilla y del cuerpo desnudo de Hal. Volvió a oír el eco de los débiles gritos del anciano, asegurando que era alguien llamado Carlton. Pasó las manos sobre la tapa curvada de la cámara criogénica.
Ella estaba allí.
—¿Señor? En serio, tendríamos que seguir…
Troy ignoró al médico. Mientras acariciaba el escudo de cristal, el frío de su interior comenzó a filtrarse hasta su mano.
—Señor…
Una telaraña de escarcha cubría el cristal. Limpió la película de condensación para poder ver el interior.
—Tenemos que proceder con la instalación de este hombre…
Unos ojos cerrados yacían en el interior de aquel lugar frío y oscuro. La mujer tenía unas dagas de hielo prendidas de las pestañas. Era un rostro que le resultaba familiar, pero no era el de su esposa.
—¡Señor!
Troy trastabilló e intentó aferrarse al frío ataúd para no perder el equilibrio, mientras los recuerdos hacían aflorar un torrente de bilis a su garganta. Oyó el ruido de las arcadas al brotar de su pecho, sintió que le temblaban los miembros y se le doblaban las rodillas. Cayó al suelo entre dos de las cápsulas y se estremeció violentamente, con los labios cubiertos de saliva, mientras unos recuerdos intensos luchaban a brazo partido con los últimos residuos del fármaco que todavía circulaban por sus venas.
Los dos hombres de blanco gritaban. Unas zancadas levantaron la escarcha que cubría el acero del suelo y se alejaron en dirección a la distante y gruesa puerta. Un gorgoteo inhumano llegó hasta los oídos de Troy. Sonaba apagado, como si procediese de sí mismo.
¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué estaban haciendo todos ellos?
Aquélla no era Helen. Él no se llamaba Troy.
Unos pasos atronadores se precipitaron hacia él. Sintió que tenía el nombre en la punta de la lengua mientras la aguja le mordía la carne.
«Donny».
Pero tampoco era así.
Y entonces la oscuridad se apoderó de él y envolvió todas las cosas espantosas de su pasado que su mente era incapaz de soportar.