2051
Washington D. C.
Los goterones de lluvia que caían sobre el toldo del restaurante De’Angelo sonaban como el tamborileo arrítmico de unos dedos sobre un tambor. El tráfico en la calle L siseaba al pasar sobre los charcos que se formaban en la calzada, y el asfalto que asomaba por un instante entre coche y coche reflejaba la luz de las farolas en destellos brillantes y negros. Donald se echó en la palma de la mano dos pastillas de un frasco de plástico. Dos años con medicación. Dos años completamente libre de ansiedad, sumido en un glorioso aturdimiento.
Al ver la etiqueta se acordó de Charlotte, de la necesidad de cumplimentar la receta a nombre de su hermana, y entonces se metió las pastillas en la boca. Tragó. La lluvia lo ponía enfermo. Prefería la limpieza de la nieve. Una vez más, el invierno había sido demasiado cálido.
Para mantener a raya el ruido del tráfico que entraba por las puertas, se tapó la oreja con el auricular del teléfono y escuchó pacientemente los esfuerzos que hacía su esposa para conseguir que Karma hiciese pis.
—Puede que no tenga ganas —sugirió. Se guardó el frasco en el bolsillo de la chaqueta y protegió el teléfono con la mano mientras la señora que había a su lado esparcía gotitas de agua a su alrededor en su lucha con el paraguas.
Helen siguió tratando de engatusar a Karma con palabras que la pobre perra no comprendía. Era típico de las conversaciones que mantenían últimamente. No tenían nada interesante que decirse.
—Pero es que no lo ha hecho desde la hora de la comida —insistió Helen.
—No lo habrá hecho en algún sitio de la casa, ¿verdad?
—Tiene cuatro años.
Donald lo había olvidado. Últimamente, era como si el tiempo estuviese atrapado en una burbuja. Se preguntó si sería cosa de la medicación o del exceso de trabajo. Ahora, siempre que algo le parecía… diferente, lo achacaba a los fármacos.
Hubo unos gritos al otro lado de la calle. Dos mendigos se peleaban a voces bajo la lluvia por una bolsa llena de latas. Otras mujeres sacudieron sus paraguas y más vestidos elegantes entraron en el restaurante ondeando las faldas. Era una ciudad que tenía encomendado el gobierno de todas las demás y ni siquiera era capaz de gobernarse a sí misma. Antes, este tipo de reflexiones lo preocupaban más. Dio unas palmaditas al frasco de pastillas que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, un hábito reconfortante que había adquirido.
—No quiere —dijo su esposa, agotada.
—Cariño, siento tener que estar aquí y que tú tengas que ocuparte de todo eso. Pero escucha, tengo que entrar, en serio. Tenemos que dejar cerrada la última revisión de los planos esta noche.
—¿Qué tal marcha eso? ¿Has terminado?
Pasó una hilera de taxis en busca de clientes, con el siseo de serpiente de los neumáticos al pasar sobre los charcos. Mientras Donald observaba, uno de ellos frenó sobre el asfalto mojado haciendo chirriar las ruedas. No reconoció al hombre que salía, con la cabeza tapada por el abrigo. No era Mick.
—¿Eh? Ah, va de maravilla. Sí, básicamente ya hemos terminado. Sólo faltan los últimos detallitos. Las paredes exteriores ya están terminadas y los pisos inferiores están…
—Me refiero a si has terminado de trabajar con ella.
Donald se alejó del tráfico para oír mejor.
—¿Con quién, con Anna? Sí. Mira, ya te lo he dicho. Sólo hemos tenido un par de reuniones. La mayor parte de la comunicación es por vía electrónica.
—¿Y Mick está ahí?
—Claro.
Otro taxi aminoró al pasar por delante. Donald se volvió, pero el coche no se detuvo.
—Vale. Bueno, no trabajes hasta muy tarde. Y llámame mañana.
—Claro. Te quiero.
—Y yo a ti… ¡Oh! ¡Buena chica! Muy bien, Karma…
—Te llamo maña…
Pero la comunicación ya se había cortado. Donald miró el teléfono un instante antes de guardarlo y sintió un escalofrío provocado por el frío de la noche y la humedad del aire. Se abrió paso entre la gente que había al otro lado de la puerta y se acercó a la mesa.
—¿Todo bien? —preguntó Anna. Estaba sola en una mesa con tres cubiertos. Llevaba un jersey de cuello amplio que dejaba un hombro a la vista. Cogió su segunda copa de vino por el delicado tallo. El borde exhibía la media luna de color rosa que le había dejado su lápiz de labios. Tenía el cabello castaño recogido en un moño y las pecas que salpicaban los alrededores de su nariz resultaban casi invisibles bajo una fina capa de maquillaje. Aunque pareciese imposible, estaba aún más atractiva que en la universidad.
—Sí, todo bien. —Donald empezó a dar vueltas a su alianza con el pulgar. Otro hábito—. ¿Sabes algo de Mick? —Metió la mano en el bolsillo, sacó el teléfono y revisó los mensajes. Pensó en mandarle otro, pero había ya cuatro sin respuesta en la lista de enviados.
—No. ¿No llegaba de Texas esta mañana? Puede que su vuelo se haya retrasado.
Donald vio que su copa, que había dejado medio vacía al salir, estaba llena hasta el borde. Sabía que a Helen no le gustaría que estuviese allí, sentado a solas con Anna, a pesar de que no iba a pasar nada. Nunca.
—Siempre podemos dejarlo para otro momento —sugirió—. No quiero que Mick se lo pierda.
Anna dejó la copa y estudió la carta.
—Ya que estamos aquí, por lo menos vamos a cenar. Es un poco tarde para buscar otro sitio. Además, los temas logísticos que lleva Mick no tienen relación directa con nuestros diseños. Siempre podemos mandarle luego los informes de materiales.
Se inclinó a un lado para buscar algo dentro de su bolso y al hacerlo su jersey se abrió peligrosamente. Donald apartó la mirada al instante, con un repentino acaloramiento en la nuca. Anna sacó una tableta, y al dejarla encima de la carpeta manila de Donald, la pantalla se encendió.
—Creo que el tercio inferior del diseño es sólido. —Dio la vuelta al dispositivo para que Donald pudiera verlo—. Me gustaría dejarlo cerrado para que puedan empezar con los siguientes pisos.
—Bueno, esa parte es casi toda tuya —dijo él refiriéndose a las zonas de mecánica, en la parte inferior de la estructura—. Me fío de tu criterio.
Levantó la tableta, aliviado al comprobar que la conversación no se había desviado de los asuntos de trabajo. De pronto se sintió como un idiota por pensar que Anna podía tener otros propósitos en mente. Llevaban dos años intercambiando mensajes de correo electrónico y mutuas aportaciones a los planos del otro sin que hubiera habido el menor atisbo de algo inadecuado. Se dijo que no debía dejarse engañar por el ambiente, la música y la blanca mantelería del local.
—Hay un cambio de última hora que no te va a gustar —comentó ella—. Hay que modificar un poco el hueco central. Pero creo que podemos seguir utilizando el plano general. No afectará en nada a los pisos.
Donald examinó los planos hasta detectar la diferencia. Habían trasladado la escalera de emergencia de un lado del hueco central al mismo centro. A su vez, el hueco parecía más pequeño, aunque puede que esto se debiese a que todos los elementos con los que lo había llenado habían desaparecido. Ahora era sólo un espacio vacío y las plantas circulares de los pisos parecían dónuts. Al apartar la mirada de la tableta vio que su camarero se acercaba.
—Espera, ¿sin ascensor? —Quería asegurarse de que lo había entendido bien. Pidió agua al camarero y le dijo que necesitaban un poco más de tiempo para decidirse.
El camarero hizo un gesto de asentimiento y se marchó. Anna dejó la servilleta sobre la mesa y se pasó a la silla de al lado.
—La junta dice que tienen sus razones.
—¿La junta médica? —Donald resopló. Estaba más que harto de sus injerencias y sugerencias, pero ya había renunciado a luchar contra ellos. Nunca ganaba—. ¿No debería preocuparles más que la gente pueda caerse por esas barandillas y se rompa el cuello?
Anna se echó a reír.
—Ya sabes que ese campo de la medicina no es el suyo. Sólo piensan en lo que pueden tener que pasar los trabajadores desde el punto de vista emocional al estar atrapados allí durante semanas. Han dicho que querían algo más sencillo. Más… abierto.
—Más abierto. —Donald se rió entre dientes mientras alargaba la mano hacia la copa de vino—. ¿Y a qué se refieren con eso de atrapados durante semanas?
Anna se encogió de hombros.
—Tú eres el cargo electo. Imagino que conocerás mejor que yo la tendencia del gobierno al absurdo. Yo sólo soy una asesora técnica. A mí me pagan para poner las tuberías.
Apuró la copa mientras el camarero regresaba con el agua de Donald para tomar la comanda. Anna enarcó la ceja, un gesto familiar que significaba: «¿Estás listo?». Antes, en mucho más sentidos, pensó Donald mientras examinaba la carta de reojo.
—¿Y si eliges por mí? —dijo al fin, incapaz de decidirse.
Anna pidió por los dos y el camarero tomó nota.
—Así que ahora sólo quieren una escalera, ¿eh? —Pensó en la cantidad de hormigón que haría falta y luego en un diseño en espiral hecho de metal. Sería más resistente y barato—. Podemos mantener el montacargas, ¿no? ¿Por qué no podemos trasladar esto y ponerlo aquí?
Le mostró la tableta.
—No. Sin ascensores. Todo debe ser sencillo y abierto. Es lo que han dicho.
Aquello no le gustaba. Aunque la instalación no fuese a utilizarse nunca, había que diseñarla como si pensaran hacerlo. De lo contrario, ¿para qué molestarse? Había visto una lista parcial de los suministros que almacenarían en su interior. Meterlos por una escalera parecía imposible, salvo que planeasen hacerlo piso a piso antes de ir colocando las secciones prefabricadas. Eso correspondía al departamento de Mick. Era otra de las razones por las que le habría gustado que su amigo estuviese allí.
—¿Sabes?, por eso no me he dedicado a la arquitectura. —Fue pasando los planos y revisando todos los cambios que habían introducido en sus diseños—. Recuerdo la primera clase en la que tuvimos que tratar con clientes ficticios: siempre pedían cosas imposibles o directamente absurdas… o ambas cosas. En aquel momento supe que no estaba hecho para eso.
—Así que te metiste en política —dijo Anna con una carcajada.
—Sí, buen argumento. —Donald sonrió, consciente de la ironía—. Pero oye, a tu padre le funcionó.
—Papá se metió en política porque no sabía qué otra cosa hacer. Había dejado el ejército y derrochado demasiado dinero en proyectos empresariales fracasados, así que pensó que podía servir a su país de otro modo.
Lo estudió durante largo rato.
—Éste es su legado, ¿sabes? —Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos sobre la mesa y tocó la tableta con uno de sus finos dedos—. Es una de esas cosas que todos decían que nunca se podría hacer y él la está haciendo.
Donald dejó la tableta sobre la mesa y se retrepó en su silla.
—Es lo mismo que siempre me dice a mí: «Esto, el proyecto, es nuestro legado» —respondió—. Yo siempre replico que me siento demasiado joven para estar trabajando en la gran obra de mi vida.
Anna sonrió. Tomaron un sorbo de vino. Les dejaron una cesta de pan cerca, pero ninguno alargó la mano hacia ella.
—Hablando de legados y de dejar algo después de nosotros —dijo Anna—, ¿Helen y tú habéis decidido no tener hijos por alguna razón?
Donald dejó la copa en la mesa. Anna levantó la botella pero él la detuvo con un gesto.
—Bueno, no es que no queramos tener. Los dos nos pusimos a trabajar nada más salir de la universidad, ¿sabes? Pero seguimos pensando…
—Que hay tiempo, ¿no? Que todavía podéis. Que no hay prisa.
—No. No se trata de que… —Acarició el mantel con las yemas de los dedos y sintió que el suave y caro tejido resbalaba sobre el mantel que había debajo. Imaginaba que cuando terminasen de comer y saliesen por la puerta, los camareros doblarían el superior y se lo llevarían con sus migas, dejando el otro a la vista, como una segunda piel. U otra generación. Tomó un sorbito de vino y dejó que los taninos le adormeciesen los labios.
—Yo creo que es justamente eso —insistió Anna—. Cada generación espera más y más para apretar el gatillo. Mi madre tenía casi cuarenta años cuando me tuvo, y eso es cada vez más frecuente.
Se remetió un rizo rebelde detrás de la oreja.
—Puede que todos pensemos que podríamos ser la primera generación que, simplemente, no va a morir —continuó—. Que va a vivir eternamente. —Levantó las cejas—. Ahora lo normal es llegar a los ciento treinta años, e incluso más. Lo vemos como un derecho. Así que mi teoría es… —Se inclinó hacia adelante. Donald se sentía incómodo con el curso que estaba tomando la conversación—. Antes, nuestro legado eran los niños, ¿no? Eran nuestra manera de vencer a la muerte, de transmitir al futuro una pequeña parte de nosotros. Pero ahora creemos que podemos hacerlo nosotros mismos.
—¿Hablas de la clonación? Precisamente por eso es ilegal.
—No me refiero a la clonación… Aparte de que, por muy ilegal que sea, tú y yo sabemos que hay gente que recurre a ella. —Tomó un trago de vino y señaló con la cabeza una familia sentada a una mesa lejana—. Mira. El chaval lo ha heredado todo de su padre.
Donald siguió su mirada y observó al muchacho durante un momento, hasta que se dio cuenta de que Anna sólo pretendía ilustrar un argumento.
—O mi padre —continuó ella—. Los nanobaños que se da, todas las vitaminas con células madre que se toma. Cree de verdad que va a vivir para siempre. ¿Sabías que, hace un montón de años, compró una gran cantidad de acciones de una de aquellas empresas de criogénica?
Donald se echó a reír.
—Algo he oído. Aunque creo que no le salió demasiado bien. Además, llevan años intentando cosas de ésas…
—Pues cada vez están más cerca —replicó ella—. Lo único que necesitaban era una manera de reparar los daños que sufren las células en la congelación, y ahora ya no parece un sueño tan absurdo, ¿verdad?
—Bueno, yo espero que la gente que sueña esas cosas consiga lo que quiere, pero en nuestro caso te equivocas. Helen y yo hablamos de tener niños constantemente. Sé de gente que ha tenido al primero a los cincuenta años. Aún tenemos tiempo.
—Mmm. —Apuró la copa y alargó la mano hacia la botella—. Eso piensas tú —dijo—. La gente piensa que tienen todo el tiempo del mundo. —Le lanzó una mirada directa con sus fríos y grises ojos—. Pero nunca se paran a preguntar cuánto tiempo le queda al mundo.
Tras la cena esperaron bajo el toldo del exterior a que llegase el coche de Anna. Donald declinó la oferta de compartirlo aduciendo que tenía que volver a la oficina y que prefería coger un taxi. La lluvia que caía sobre el toldo había cambiado, se había vuelto más oscura.
En el mismo momento en que llegaba el coche de Anna, un flamante Lincoln negro, el teléfono de Donald comenzó a vibrar. Metió la mano precipitadamente en el bolsillo de la chaqueta mientras ella se inclinaba para darle un abrazo y un beso en la mejilla. A pesar del fresco de la noche, sintió una nueva oleada de calor, pero entonces, al ver que era Mick el que llamaba, respondió.
—Vaya, ¿acabas de aterrizar o qué? —preguntó Donald.
Hubo una pausa.
—¿Aterrizar? —Mick parecía confundido. Se oía un ruido de fondo. El chófer rodeó corriendo el Lincoln para abrirle la puerta a Anna—. Cogí un vuelo nocturno —dijo Mick—. Llegamos a primera hora de la mañana. Acabo de salir del cine y he visto tus mensajes. ¿Qué pasa?
Anna se volvió y se despidió con la mano. Donald hizo lo propio.
—¿Del cine? Pero si acabamos de cenar en De’Angelo. Te lo has perdido. Anna dice que te mandó como mínimo tres mensajes de correo electrónico para avisarte.
Miró el coche de reojo al mismo tiempo que Anna introducía la pierna. Por un instante vislumbró sus tacones rojos y luego el conductor cerró la puerta. Las gotas de lluvia sobre los cristales resplandecían como piedras preciosas.
—Ah. Pues me los habré saltado. Lo más probable es que terminasen en la carpeta de correo basura. No pasa nada. Ya me pondréis al día. Además, acabo de ver una película rarísima. Si estuviéramos en los tiempos locos de la universidad, te obligaría a que vinieras para ver el pase de medianoche. Aún estoy alucinando…
Donald siguió con la mirada al chófer, que volvía corriendo al otro lado del coche para refugiarse de la lluvia. La ventanilla de Anna descendió unos centímetros. Mientras su mano asomaba un momento para despedirse, el coche se incorporó al escaso tráfico.
—Sí, bueno, esos días son cosa del pasado, amigo mío —replicó Donald, distraído. Un trueno rugió en la lejanía. Un paraguas se abrió con un crujido mientras, a su lado, alguien se preparaba para afrontar la tormenta—. Por no mencionar —continuó—, que hay cosas que es mejor que se queden ahí. Donde deben estar.