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Silo 1
Troy habría tenido que ver a un médico. Se le habían formado llagas a ambos lados de la boca, en la mandíbula inferior, entre las encías y la cara interna de los carrillos. Las notaba como pequeñas bolitas de delicado algodón metidas en la carne. Por las mañanas se guardaba la pastilla en el lado izquierdo de la boca. A la hora de la cena, en el derecho. En los dos casos, el amargo mordisco de la medicina le quemaba y resecaba la boca, pero estaba dispuesto a soportarlo.
Raras veces utilizaba servilletas en las comidas, una mala costumbre que había adquirido hacía tiempo. Se limitaba a ponérselas en el regazo para no parecer un grosero y luego, al terminar, las dejaba sobre el plato. Ahora tenía una rutina distinta: tomaba un pequeño bocado de cualquier cosa, se llevaba la servilleta a la boca, escupía la ardiente cápsula azul, engullía un enorme trago de agua y se enjuagaba la boca con ella.
Lo más complicado era comprobar si alguien lo estaba vigilando mientras escupía. Permanecía sentado de espaldas a la pantalla, imaginando que unos ojos ajenos lo taladraban desde los dos lados de la cabeza, pero aun así mantenía la mirada orientada hacia adelante y seguía comiendo.
Como siempre desde entonces, procuró acordarse de usar la servilleta de vez en cuando, de cogerla con las dos manos —siempre con las dos manos—, de pasársela por los labios, de que pareciera algo habitual. Sonrió a la persona que tenía delante, con cuidado para que no se cayese la pastilla. La mirada del otro estaba fija en algo que había detrás de la cabeza de Troy, en la imagen del mundo exterior sobre la pantalla.
Troy no se volvió para mirar. Seguía sintiendo la misma atracción hacia el último piso del silo, la misma compulsión de estar lo más arriba posible, de escapar de sus asfixiantes profundidades, pero ya no quería ver el exterior. Algo había cambiado.
Vio a Hal dos mesas más allá: lo reconoció por el cráneo pelado y con manchas. El viejo estaba sentado de espaldas a Troy. Le habría gustado que se diese la vuelta y lo viese, pero no lo hizo.
Se terminó el maíz y continuó con la remolacha. Ya había pasado el tiempo suficiente desde que escupiese la píldora para arriesgarse a echar un vistazo a la fila de los nuevos comensales. Los tubos vomitaban la comida; los platos traqueteaban sobre las bandejas; uno de los médicos de la oficina de Victor se encontraba detrás del cristal, con los brazos cruzados y una sonrisa vacua en la cara. Observaba a los hombres de la fila y a los que ya estaban sentados. ¿Por qué? ¿Qué había allí que hubiese que vigilar? Troy quería saberlo. Tenía docenas de preguntas candentes como aquélla. A veces, las respuestas se presentaban solas, pero en cuanto trataba de enfocar la atención sobre ellas, se escabullían.
La remolacha estaba incomible.
Tragó los últimos bocados mientras el sujeto que había al otro lado de la mesa se levantaba. Alguien ocupó su puesto al poco tiempo. Troy observó las mesas cercanas. La inmensa mayoría de los trabajadores se sentaban al otro lado, para poder ver. Sólo unos pocos hacían como Hal y él. Era raro que nunca se hubiese fijado.
En las últimas semanas había empezado a darse cuenta de que le resultaba más fácil detectar patrones, al mismo tiempo que otras facultades parecían aletargarse. Al cortar un trozo de gomoso jamón enlatado, su cuchillo resbaló sobre el plato con un chirrido y Troy se preguntó cuándo lograría conciliar el sueño. No podía pedir ayuda a los médicos, porque habría tenido que enseñarles las encías. Podrían deducir que no estaba tomándose la medicación. El insomnio era espantoso. A veces lograba dormitar durante un minuto o dos, pero el sueño profundo lo eludía. Y en lugar de recordar cosas concretas, lo único que tenía eran esos anhelos sordos, esos accesos de terrible tristeza, la ineludible sensación de que algo marchaba terriblemente mal.
Se percató de que uno de los médicos lo vigilaba. Observó la mesa y comprobó que al otro lado, los hombres, pegados unos a otros, contemplaban la vista. No hacía tanto que también él había sentido el deseo de sentarse allí para contemplar fijamente las grisáceas colinas de la pantalla, hipnotizado. Pero ahora se sentía enfermo con sólo vislumbrarla. Su mera visión lo dejaba al borde de las lágrimas.
Se levantó con la bandeja, pero entonces lo asaltó el temor de estar siendo demasiado transparente. La servilleta se le cayó del regazo y algo rodó por el suelo desde su pie.
El corazón le dio un vuelco. Se agachó para recoger la servilleta y avanzó rápidamente por el pasillo en busca de la pastilla. Chocó contra una silla que estaba separada de la mesa correspondiente y sintió sobre sí todos los ojos de la sala.
La pastilla. Al localizarla se inclinó para recogerla con la servilleta, aunque la bandeja se inclinó peligrosamente. Se incorporó y volvió a recomponerse. Un reguero de sudor resbaló por su cuero cabelludo y comenzó a bajarle por la nuca. Todos lo sabían.
Se volvió y se dirigió hacia la fuente, sin atreverse a levantar los ojos en dirección a las cámaras o los médicos. Estaba perdiendo la cabeza. Volviéndose paranoico. Y a su turno apenas le quedaba poco más de un mes. Un mes que pondría a prueba hasta el último ápice de su fuerza de voluntad.
Caminar con naturalidad con tantos ojos clavados en él era imposible. Apoyó la bandeja en la fuente, pulsó el pedal con el pie y acercó el vaso. Por eso se había levantado: estaba sediento. Se sentía como si lo estuviese proclamando en voz alta.
Al volver a las mesas, se metió entre otros dos trabajadores, frente a la pantalla. Arrugó la servilleta, palpó la pastilla escondida entre sus pliegues y la sujetó entre los muslos. Permaneció allí, tomándose el agua a sorbitos, de cara a la pantalla como todos los demás, como se esperaba de él. Pero sin atreverse a mirar.