15

2049

Savannah, Georgia

Donald circulaba a toda velocidad por la 17. Una luz roja parpadeante en el salpicadero le advertía de que había excedido el límite de velocidad. Pero le daba igual que lo detuvieran, que le pusieran una multa o que el seguro se le pusiese por las nubes. Todo le parecía trivial. El hecho de que su coche tuviese circuitos que controlaban todo lo que hacía era una broma en comparación con la sospecha de que su torrente sanguíneo contenía unas máquinas que estaban haciendo exactamente lo mismo.

Los neumáticos chirriaron al salir de la autopista a demasiada velocidad. Se incorporó a Berwick Boulevard como un cohete y la luz de las farolas parpadeó en rápida sucesión sobre el cristal del parabrisas al pasar por debajo de ellas. Donald desvió un momento la mirada hacia su regazo y le pareció ver que el libro de letras doradas palpitaba al ritmo generado por el paso de las luces.

La Orden. La Orden. La Orden.

Había leído lo suficiente para empezar a preocuparse, para preguntarse dónde se había metido. Helen tenía razón al advertirlo, aunque se había equivocado al medir la magnitud del peligro.

Al entrar en su vecindario, Donald recordó una conversación que habían mantenido mucho antes. Ella le suplicó que no se presentara a las elecciones y le dijo que no podría arreglar nada allí arriba, pero en cambio corría el peligro de que se rompiera algo en casa.

Cuánta razón tenía.

Aparcó junto a la casa, en la calle. El Jeep de su mujer ocupaba la entrada. Un hábito adquirido en su ausencia, otro detalle que le recordaba que ya no vivía allí, que había dejado de tener un hogar de verdad.

Dejó el equipaje en el maletero y salió sólo con el libro y las llaves. El tomo ya pesaba bastante.

Al acercarse al porche, la célula fotoeléctrica activó las luces de la entrada. Vio una figura al otro lado de la ventana y oyó unos frenéticos arañazos detrás de la puerta. Helen abrió y Karma salió como una exhalación, sacudiendo la cola de un lado a otro y con la lengua fuera. En las pocas semanas que había estado fuera había crecido muchísimo.

Donald se agachó, le acarició la cabeza a la perra y dejó que le lamiese la mejilla.

—Buena chica —dijo. Intentaba parecer alegre. Pero su hogar intensificaba la fría vaciedad que sentía dentro del pecho. Las cosas que tendrían que haberlo reconfortado no conseguían sino hacerlo sentir peor.

—Hola, cielo —saludó mientras dirigía una mirada sonriente hacia su esposa.

—Llegas temprano.

Helen le echó los brazos al cuello al levantarse. Karma se sentó y gimoteó al tiempo que barría el asfalto con la cola. El beso de su esposa le supo a café.

—He podido coger un vuelo anterior.

Se volvió hacia las calles a oscuras del vecindario. Ya, como si alguien tuviera la necesidad de seguirlo…

—¿Dónde está el equipaje?

—Lo sacaré por la mañana. Venga, Karma, vamos a casa. —Condujo a la perra hacia la puerta.

—¿Va todo bien? —preguntó Helen.

Donald entró en la cocina. Dejó el libro sobre la repisa y buscó un vaso en una de las alacenas. Su mujer lo miró con preocupación al ver que sacaba también una botella de brandy.

—¿Qué sucede, cielo?

—Puede que nada —respondió él—. Están locos… —Se sirvió tres dedos de licor y luego se volvió hacia Helen y levantó la botella para ver si también quería. Ella negó con la cabeza—. Claro que —continuó—, puede que sí pase algo. —Se sirvió otro trago. Su otra mano no había soltado aún el cuello de la botella.

—Cielo, te comportas de una manera muy rara. Ven a sentarte. Quítate el abrigo.

Donald asintió y dejó que su mujer lo ayudase a quitárselo. Se aflojó la corbata, y al ver la expresión de preocupación de su esposa, comprendió que era un reflejo de la suya.

—¿Qué harías si creyeses que todo se va a ir al garete? —preguntó a su mujer—. ¿Qué harías?

—¿Si qué? ¿Hablas de nosotros? Oh, te refieres a la vida. ¿Es que ha muerto alguien, cariño? Cuéntame lo que pasa.

—No, alguien no. Todo el mundo. Entero.

Se metió la botella bajo el brazo y, con el libro y el vaso en las manos, se dirigió al salón. Helen y Karma lo siguieron. Karma ya estaba en el sofá, esperándolo, antes de que llegara. No entendía nada de lo que decía, simplemente se alegraba de que la manada volviese a estar reunida.

—Parece que ha sido un día muy largo —comentó Helen tratando de encontrar alguna excusa para su comportamiento.

Donald se sentó en el sofá y dejó la botella y el libro en la mesita de café. Apartó el vaso del hocico curioso de Karma.

—Tengo que contarte una cosa —dijo.

Helen se detuvo en medio del salón, con los brazos cruzados.

—Estará bien, para variar. —Sonrió para que él supiese que estaba de broma. Donald asintió.

—Lo sé, lo sé —admitió. Sus ojos recayeron sobre el libro—. No se trata del proyecto. Y, sinceramente, ¿crees que me gusta no poder contarte las cosas de mi vida?

Helen se acercó hasta la butaca reclinable que había junto al sofá y tomó asiento.

—¿De qué se trata? —preguntó.

—Me han dicho que puedo hablarte sobre… un ascenso. Bueno, un puesto, más que un ascenso. O ni siquiera un puesto; en realidad es algo así como pertenecer a la Guardia Nacional. Para una posible emergencia…

Helen alargó el brazo y le apretó suavemente la rodilla.

—Tranquilo —susurró. Tenía las cejas gachas, y una mezcla de confusión y preocupación acechaba en las sombras que se formaban debajo de ellas.

Donald aspiró hondo. Aún estaba acelerado por la conversación que había mantenido en su propia cabeza y por el exceso de velocidad. En las semanas que habían transcurrido tras la reunión con Turman había tenido tiempo para leer buena parte del libro… y para mantener esa conversación consigo mismo. No sabía si estaba juntando las piezas de algún rompecabezas… o simplemente perdiendo la cordura.

—¿Qué sabes sobre lo de Irán? —le preguntó a su mujer mientras se rascaba el brazo—. ¿Y sobre lo de Corea?

Helen se encogió de hombros.

—Lo que leo en internet.

—Mmm. —Tomó un ardiente trago de brandy, apretó los labios y trató de relajarse y disfrutar del escalofriante aturdimiento que le recorría el cuerpo—. Están trabajando en un plan para acabar con todo —dijo.

—¿Quiénes? ¿Nosotros? —preguntó Helen alzando la voz—. ¿Vamos a acabar con ellos?

—No, no…

—¿Estás seguro de que puedes contarme esto…?

—No, cielo, están diseñando armas para acabar con nosotros. Armas que no podríamos parar, contra las que no tendríamos defensa.

Helen se inclinó hacia adelante con las manos entrelazadas y los codos apoyados en las rodillas.

—¿Son cosas de las que te estás enterando en Washington? ¿Materia reservada?

Donald agitó una mano en el aire.

—Más que reservada. Mira, ya sabes para qué entramos en Irán…

—Sé para qué dicen que entramos…

—Pues no era mentira —la interrumpió—. O bueno, puede que sí. Puede que aún no hubieran averiguado cómo, no hubieran perfeccionado el sistema…

—Cariño, calma.

—Ya. —Volvió a inhalar con fuerza. En su cabeza flotaba la imagen de una enorme montaña situada al oeste, una carretera de asfalto que se adentraba en el interior de la roca y unas enormes puertas que permanecían abiertas mientras una fila de políticos se agolpaba allí dentro con sus familias.

—Me reuní con el senador hace unas semanas. —Se quedó mirando el licor de color pardo que contenía su vaso.

—En Boston —recordó Helen.

Su marido asintió.

—Exacto. Bueno, pues quiere que estemos en el grupo de alerta…

—Mick y tú.

Se volvió hacia su esposa.

—No…, nosotros.

—¿Nosotros? —Helen se puso una mano en el pecho—. ¿Qué quiere decir nosotros? ¿Tú y yo?

—Escúchame…

—Me has apuntado como voluntaria en uno de sus…

—Cielo, no tenía ni la menor idea de lo que pasaba. —Dejó el vaso sobre la mesa y cogió el libro—. Me dio esto para que lo leyese.

Helen frunció el ceño.

—¿Qué es?

—Es como un manual de instrucciones… para el día después. Creo.

Helen se levantó de la butaca y se colocó entre la mesa de café y él. Apartó a Karma, que rezongó ofendida. Se sentó junto a su marido y le puso una mano en la espalda, con un brillo de preocupación en la mirada.

—Donny, ¿has estado bebiendo en el avión?

—No. —Se apartó de ella—. Tú sólo escúchame. Lo de menos es quién los tenga. Lo que importa es cuándo. ¿No lo entiendes? Es la amenaza definitiva. Algo capaz de destruir el mundo. He estado leyendo sobre ello en una página web…

—Una página web —repitió ella con voz teñida de monocorde escepticismo.

—Sí. Escucha. ¿Te acuerdas de los tratamientos que le dan al senador? Esos nanos son como criaturas sintéticas. Imagínate que alguien los convirtiese en un virus al que no le importa su huésped, que no nos necesita para propagarse. Podrían estar ya aquí dentro. —Se dio una palmada en el pecho, recorrió la habitación con una mirada suspicaz y aspiró hondo—. Podrían estar dentro de todos nosotros ahora mismo, como pequeñas bombas de relojería, esperando a que llegue el momento…

—Cariño…

—Hay gente muy mala que está trabajando en esto, tratando de convertirlo en realidad. —Alargó la mano hacia el vaso—. No podemos sentarnos y dejar que ataquen primero. Así que vamos a hacerlo nosotros. —Había ondas en la superficie del licor. Le temblaba la mano—. Dios, nena, estoy convencido de que vamos a hacerlo nosotros antes de que ellos tengan la ocasión.

—Me estás asustando, cielo.

—Bien. —Otro trago ardiente. Sujetó el vaso con las dos manos para refrenar el temblor—. Hay razones para estar asustados.

—¿Quieres que llame al doctor Martin?

—¿A quién? —Se apartó pegándose al brazo del sofá—. ¿Al médico de mi hermana? ¿El loquero?

Helen asintió con expresión grave.

—Presta atención a lo que te estoy contando —dijo Donald levantando un dedo—. Esas máquinas microscópicas son de verdad. —Su mente corría a toda velocidad. Si seguía así iba a ponerse a desvariar y sólo lograría convencerla de que estaba paranoico—. A ver —continuó—, los usamos en el campo de la medicina, ¿verdad?

Helen asintió. Estaba dándole una oportunidad, por pequeña que fuese. Pero Donald se dio cuenta de que lo que realmente quería era llamar a alguien. A su madre, a un médico, a la madre de él…

—Es como cuando descubrimos la radiación, ¿sabes? Al principio pensamos que sería una cura, un descubrimiento médico, los rayos X. Pero entonces la gente empezó a tomarse el radio a gotas, como si fuese un elixir mágico…

—Se envenenaron —asintió Helen—, creyendo que estaban haciendo algo bueno. —Pareció relajarse un poco—. ¿Es eso lo que te da miedo? ¿Qué los nanos puedan mutar y se vuelvan contra nosotros? ¿Sigues alterado por haber estado dentro de esa máquina?

—No, no es eso. Lo que digo es que aunque empezamos buscando aplicaciones médicas, terminamos usándolo como arma. Pues en este caso es lo mismo. —Hizo una pausa para darle tiempo a su mujer a entenderlo—. Empiezo a creer que también nosotros las estamos fabricando. Máquinas diminutas, como las que se utilizan para curar heridas y lesiones de las articulaciones. Sólo que éstas matarían a la gente.

Helen no reaccionó. No dijo ni una palabra. Donald se dio cuenta de que parecía un loco, de que hasta la última de sus palabras estaba ya en la red y en programas de radio emitidos desde sótanos solitarios en solitarias ondas radioeléctricas. El senador tenía razón. Si mezclas la verdad con las mentiras, nadie podrá distinguirlas. El libro que había sobre su mesita de café y una guía de supervivencia contra zombis recibirían el mismo tratamiento.

—Te digo que son de verdad —exclamó, incapaz de contenerse—. Podrán reproducirse. Serán invisibles. Cuando los lancen, lo harán sin previo aviso. Llegarán como el polvo en la brisa, ¿entiendes? Se reproducirán y reproducirán y a nuestro alrededor se librará una guerra invisible mientras nosotros acabamos convertidos en polvo.

Helen siguió en silencio. Donald comprendió que estaba esperando a que terminase y que luego llamaría a su madre y le preguntaría qué debía hacer. O telefonearía al doctor Martin para pedirle consejo.

Se dispuso a protestar. Podía sentir cómo crecía la rabia en su interior y supo que cualquier cosa que dijera sólo serviría para confirmar los temores de su mujer, en lugar de convencerla de que los suyos estaban justificados.

—¿Algo más? —susurró ella. Estaba esperando que él acabara para levantarse y hacer sus llamadas, para hablar con alguien racional.

Donald se sentía aturdido. Impotente y solo.

—La Convención Nacional se celebrará en Atlanta. —Se secó la parte inferior de los ojos, tratando de aparentar que era sólo fatiga, el agotamiento del viaje—. El comité nacional no lo ha anunciado aún, pero Mick me lo dijo antes de que embarcara. —Se volvió hacia Helen—. El senador nos quiere allí, está preparando algo grande.

—Claro, cariño. —Apoyó una mano en su muslo y lo miró como si fuese su paciente.

—Y voy a pedir que me dejen pasar más tiempo aquí. Puedo hacer parte de mi trabajo desde casa los fines de semana, para mantenerme más cerca del proyecto.

—Eso sería estupendo. —Apoyó la otra mano sobre su brazo.

—Quiero que estemos juntos —dijo—. El tiempo que nos quede…

—Ssh, cariño, tranquilo. —Lo rodeó con un brazo y volvió a susurrarle palabras tranquilizadoras—. Te quiero.

Él volvió a secarse los ojos.

—Lo superaremos —declaró su mujer.

Donald ladeó la cabeza.

—Ya lo sé —asintió—. Lo sé.

La perra gimoteó y apoyó la cabeza en el regazo de Helen, consciente de que pasaba algo raro. Donald le rascó el cuello. Miró a su esposa con lágrimas en los ojos.

—Sé que lo superaremos —repitió tratando de serenarse—. Pero ¿qué pasará con todos los demás?