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2049

Hospital RYT, centro médico Dwayne

Donald había visitado una vez el Pentágono, dos veces la Casa Blanca y entraba y salía del Capitolio una docena de veces por semana, pero nada de lo que había visto en la capital lo había preparado para la seguridad del Centro Médico Dwayne. Los larguísimos controles lograron que la reunión con el senador, por muy larga y aburrida que pudiera llegar a ser, pareciese una perspectiva deseable.

Cuando por fin pasó por los escáneres de cuerpo entero que había a la entrada del ala de nanobiotecnología, lo habían obligado a desvestirse, le habían dado un par de pijamas médicos de color verde, le habían tomado una muestra de sangre y habían utilizado toda clase de escáneres y luces brillantes para sondear sus ojos y grabar —según ellos— el patrón de capilaridad infrarroja de su cara.

Unas gruesas puertas y unos individuos fornidos bloqueaban todos los pasillos de la sala NBT. Al ver a los agentes del servicio secreto —a los que sí les habían permitido conservar los trajes y las gafas negras— supo que se estaba acercando. Una enfermera lo escaneó desde la última puerta de acero inoxidable. La cámara nanobiótica lo esperaba al otro lado.

Donald observó con cautela las enormes máquinas. Hasta entonces sólo las había visto en la televisión y en persona parecían todavía más grandes. Era como si hubiesen amarrado un pequeño submarino a los pisos superiores del RYT. De su curvado e inmaculado exterior de color blanco salían gruesos haces de cables. Tenían una serie de pequeñas ventanas de cristal a lo largo de toda su superficie que recordaban a los ojos de buey de los barcos.

—¿Seguro que puedo entrar sin peligro? —preguntó a la enfermera—. Porque siempre puedo esperar y verlo cuando salga.

La enfermera sonrió. No debía de tener ni treinta años y llevaba el cabello castaño recogido detrás de la cabeza, en un peinado bonito y sencillo.

—Es perfectamente seguro —le confirmó—. Los nanos no interactuarán con su cuerpo. Muchas veces tratamos a varios pacientes en una sola cámara.

Lo condujo hasta un extremo de la máquina y giró la rueda de cierre. La escotilla se abrió con el sonido de despegue de los sellos de goma y dejó escapar una leve exhalación de aire provocada por las diferencias de presión.

—Y si es tan seguro, ¿por qué tiene unas paredes tan gruesas?

La enfermera soltó una risilla.

—No le pasará nada —dijo mientras lo invitaba a entrar en la cámara—. Cuando cierre la puerta, oirá un leve zumbido y pasarán unos segundos antes de que se abra la escotilla. Sólo tiene que girar la rueda y empujarla para abrir.

—Sufro un poco de claustrofobia —admitió Donald.

«Dios, escúchate». Era un hombre adulto. ¿Por qué no podía decir que no quería pasar y punto? ¿Por qué dejaba que lo obligaran a hacer esto?

—Usted limítese a entrar, señor Keene.

La enfermera le apoyó una mano en la parte baja de la espalda. Por alguna razón, la presión de la mujer joven y bonita que lo estaba mirando fue más fuerte que el abyecto terror que le inspiraba aquella cápsula colosal, con sus máquinas invisibles. Se encogió y, casi sin darse cuenta, con la garganta agarrotada por el miedo, agachó la cabeza para cruzar la escotilla.

La puerta que había quedado atrás se cerró con estruendo y lo dejó encerrado en un espacio que a duras penas habría podido albergar a dos personas. Con un chasquido, los cierres penetraron en la jamba. A ambos lados había sendos bancos plateados que salían de las paredes curvas. Trató de quedarse en pie, pero su cabeza rozaba el techo.

Un intenso zumbido invadió la cámara. Donald sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y que la atmósfera se cargaba de electricidad. Buscó un intercomunicador, algún medio para hablar con el senador sin tener que seguir adelante. Empezó a sentir que no podía respirar. Necesitaba salir. En la compuerta exterior no había rueda de cierre. No tenía control alguno sobre la situación…

Los cierres de la escotilla interior emitieron un chasquido. Donald se abalanzó hacia la compuerta e intentó abrirla. Contuvo la respiración mientras salía de la pequeña esclusa y penetraba en la cámara más espaciosa que ocupaba el centro de la cápsula.

—¡Donald! —El senador Turman levantó la vista del grueso libro que estaba leyendo. Estaba sentado sobre un alargado banco que recorría el cilindro de lado a lado. Sobre una pequeña mesa había un cuaderno y una pluma. Una bandeja de plástico contenía los restos de su cena.

—Hola, señor —dijo Donald sin apenas separar los labios.

—No te quedes ahí, pasa, que se escapan esos cabroncetes.

En contra de todos sus impulsos, Donald terminó de entrar en la cápsula y cerró la compuerta. El senador Turman se echó a reír.

—Puedes respirar, hijo. Si quisieran, también podrían metérsete a través de la piel.

Donald exhaló y se estremeció. Puede que fuese su imaginación, pero le parecía sentir pequeños alfilerazos por toda la piel, picaduras como las de los minúsculos mosquitos de Savannah en los días de verano.

—No puedes sentirlos —le aseguró el senador Turman—. Es tu imaginación. Nos distinguen perfectamente.

Donald bajó la mirada y vio que se estaba rascando el brazo.

—Siéntate —dijo Turman mientras señalaba el asiento que tenía enfrente. Llevaba el mismo pijama verde que Donald y tenía el rostro cubierto por una barba de varios días. Donald se fijó en que el otro extremo de la cápsula daba a un pequeño baño con una ducha de manguera flexible colgada de la pared. Turman bajó los pies descalzos del banco, cogió una botella de agua medio vacía y tomó un trago. Donald, obediente, se sentó. Tenía el cuerpo cubierto por una fina capa de sudor nervioso y le picaba. Al final del banco había un montón de mantas dobladas y unos cuantos almohadones. Vio que el banco podía convertirse en una pequeña cama, pero no consiguió imaginarse cómo podía dormir nadie en aquel sarcófago sellado.

—¿Quería verme, señor? —dijo tratando de impedir que se le quebrara la voz. El aire le sabía metálico, como si las máquinas que contenía estuviesen dejándole un regusto en la lengua.

—¿Quieres beber algo? —El senador abrió una pequeña nevera que había bajo el banco y sacó una botella de agua.

—Gracias. —Donald aceptó la botella, pero en lugar de abrirla, se limitó a disfrutar de la sensación de frescor en la palma de la mano—. Mick me ha dicho que lo ha puesto al día. —Sintió deseos de añadir que aquella reunión le parecía innecesaria.

Turman asintió.

—Así es. Nos vimos ayer. Es un muchacho muy fiable. —El senador sonrió y asintió con la cabeza—. Lo más irónico es que probablemente vuestra promoción sea la mejor que ha visto el Capitolio desde hace mucho tiempo.

—¿Y eso qué tiene de irónico?

Turman desechó la pregunta con un ademán.

—¿Sabes lo que más me gusta de este tratamiento?

«¿Que le permitirá vivir prácticamente para siempre?», estuvo a punto de soltar Donald.

—Que me da tiempo para pensar. Unos cuantos días aquí dentro, sin aparatos electrónicos ni otra cosa que libros para leer y algo para escribir… Te aclara la cabeza, en serio.

Donald optó por guardarse sus opiniones. No quería admitir lo incómodo que lo hacía sentir aquel procedimiento, lo aterrador que resultaba estar en aquella habitación en aquel momento. La idea de que unas máquinas microscópicas estaban recorriendo el cuerpo del senador, revisando sus células una a una y realizando reparaciones, lo repelía. Decían que la orina se volvía de color carbón cuando las máquinas se desactivaban. Se echó a temblar sólo de pensarlo.

—Es magnífico, ¿no te parece? —preguntó Turman. Aspiró hondo y soltó el aire poco a poco—. Este silencio.

Donald no respondió. Se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración otra vez.

Turman bajó la mirada hacia el libro que tenía en el regazo y luego la levantó para estudiar a Donald.

—¿Sabías que tu abuelo me enseñó a jugar al golf?

Donald se echó a reír.

—Sí. He visto las fotos de los dos. —En su cabeza apareció por un instante la imagen de su abuela hojeando los viejos álbumes de fotos. Tenía la anticuada costumbre de imprimir en papel las fotografías que guardaba en el ordenador, para ponerlas en álbumes de fotos. Decía que cuando las veía así le parecían más reales.

—Tu hermana y tú siempre habéis sido como de la familia para mí —dijo el senador.

Aquella repentina demostración de franqueza le resultaba incómoda. La cápsula tenía un pequeño respiradero en una esquina por el que entraba aire, pero aun así hacía calor.

—Se lo agradezco, señor.

—Te quiero en el proyecto —dijo Turman—. Hasta el final.

Donald tragó saliva.

—Estoy plenamente comprometido, señor, se lo aseguro.

Turman levantó una mano y negó con la cabeza.

—No, no me refiero a… —Bajó la mano y lanzó una mirada de reojo hacia la puerta—. Antes pensaba que ya no se podía ocultar nada. En esta época, me refiero. Está todo ahí, ¿sabes? —Agitó los dedos en el aire—. Joder, te has presentado a un cargo y has pasado por todo eso. Ya sabes cómo va la cosa.

Donald asintió.

—Sí. He tenido que reconocer algunas cosas.

El senador juntó las manos formando un cuenco.

—Es como tratar de contener el agua sin que se escape ni una gota.

Donald asintió de nuevo.

—Ya ni le pueden hacer una mamada al presidente sin que se entere todo el mundo.

La expresión de confusión de Donald provocó un nuevo ademán de Turman.

—Una cosa de hace unos años. Pero la cuestión, lo que he aprendido tanto en Washington como en el extranjero, es ésta: lo que se filtra son sólo las tonterías. Los pecadillos. Las cosas vergonzosas, no los asuntos de vida o muerte. ¿Quieres invadir otro país? Mira el Día D. Coño, mira lo de Pearl Harbor. O el 11S. No es problema.

—Perdone, señor, no sé adónde…

Turman alargó bruscamente la mano y sus dedos pellizcaron el aire. Por un momento, Donald pensó que estaba diciéndole que guardase silencio, pero entonces el senador se inclinó hacia él y le acercó las yemas de los dedos en aquella posición, como si hubiera atrapado un mosquito.

—Mira —dijo.

Donald se acercó, pero no logró distinguir nada. Negó con la cabeza.

—No veo nada, señor…

—Exacto. Y tampoco lo verías venir. En eso han estado trabajando esas víboras.

El senador Turman separó los dedos y se miró el pulgar un instante. Sopló sobre él.

—Pueden deshacer cualquier cosa que puedan hacer estos cachorros.

Levantó la mirada hacia Donald.

—¿Sabes por qué entramos en Irán la primera vez? No por las armas nucleares, eso ya te lo digo yo. Me he arrastrado por todos los agujeros que se han abierto en esas dunas y te digo que esas ratas escondían un tesoro mucho más importante que las armas nucleares. Verás, habían averiguado cómo atacarnos sin que los viéramos, sin tener que volarse a sí mismos por los aires y sin ninguna repercusión.

Donald tenía la certeza de que no estaba autorizado a oír nada de aquello.

—Bueno, en realidad, más que descubrirlo por sí mismos, se lo robaron a los israelíes. —Le dirigió una sonrisa a Donald—. Así que, claro, tuvimos que empezar a jugar al escondite.

—No entiendo…

—Estos bichitos están programados para trabajar con mi ADN, Donny. Piensa en ello. ¿Alguna vez te han hecho un estudio de procedencia genética? —Miró a Donald de arriba abajo, como si fuese un chucho callejero—. ¿Qué eres, por cierto? ¿Escocés?

—Puede que irlandés, señor. Sinceramente, no sabría decirle. —No quería admitir que era algo que no le importaba. Parecía que a Turman sí, y mucho.

—Bueno, el caso es que estos cabroncetes sí lo sabrían. Si alguna vez consiguen perfeccionarlos, me refiero. Podrían decirte hasta de qué clan procedes. Y en eso estaban trabajando los iraníes; en una arma invisible e imparable, una arma que si decide que eres judío, o que tienes aunque sea una gota de sangre judía en el cuerpo… —Se pasó el pulgar por delante del cuello.

—Creía que nos habíamos equivocado en eso. No encontramos armas biológicas en Irán.

—Porque las destruyeron. Por control remoto. Puf. —El anciano abrió los ojos de par en par.

Donald se echó a reír.

—Habla usted como uno de esos teóricos de la conspiración…

El senador Turman se echó hacia atrás y apoyó la cabeza en la pared.

—Donny, los teóricos de la conspiración hablan como nosotros.

Donald esperó a que el senador se echara a reír. O sonriese. No hizo ninguna de las dos cosas.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó—. ¿O con el proyecto?

Turman cerró los ojos, con la cabeza aún inclinada hacia atrás.

—¿Sabes por qué son tan bonitas las puestas de sol de Florida?

Donald sintió deseos de gritar. Sintió deseos de aporrear la puerta hasta que lo sacaran de allí con una camisa de fuerza. Lo que hizo fue tomar un trago de agua.

Turman entreabrió un ojo. Volvió a estudiarlo.

—Por la arena de África que arrastra el viento desde el otro lado del Atlántico.

Donald asintió. Ya entendía adónde quería ir a parar el senador. Había oído cosas muy similares en boca de los agoreros que aparecían en los canales de noticias de veinticuatro horas, diciendo que las toxinas y las máquinas microscópicas pueden dar la vuelta al mundo, como las semillas y el polen llevan milenios haciendo.

—Se está acercando, Donny. Lo sé. Tengo ojos y oídos por todas partes, incluso aquí dentro. Te he pedido que te reúnas conmigo aquí porque quiero que estés invitado a la fiesta de después.

—¿Señor?

—Tú y Helen, los dos.

Donald se rascó el brazo y miró la puerta de reojo.

—De momento sólo es un plan de emergencia, ¿comprendes? Hay planes previstos para todo. Montañas donde el presidente podrá esconderse llegado el caso. Pero necesitamos otra cosa.

Donald se acordó del congresista de Atlanta y sus tonterías sobre zombis y el CDC. Lo que estaba oyendo se parecía bastante a aquello.

—Con mucho gusto participaré en cualquier comité que usted considere importante…

—Bien. —El senador cogió el libro de su regazo y se lo ofreció a Donald—. Lee esto —dijo.

Donald examinó la tapa. Le resultaba familiar, sólo que éste no estaba en francés y decía: «La Orden». Abrió el grueso volumen por una página al azar y comenzó a hojearlo.

—A partir de ahora, ésa es tu biblia, hijo. Cuando estuve en la guerra, conocí a chicos que no te llegaban ni a la altura de las rodillas y que se sabían el Corán entero de memoria. Hasta el último versículo, joder. Pues no espero menos de ti.

—¿De memoria?

—Hasta donde te sea posible. No te preocupes. Tienes un par de años.

Donald enarcó las cejas con sorpresa y estudió el lomo del libro.

—Me alegro. Me van a hacer falta. —Quería saber si aquello supondría un ascenso y si tendría que participar en mil reuniones de algún comité. Parecía algo absurdo, pero no podía decirle que no al viejo teniendo en cuenta que tenía que presentarse a la reelección cada dos años.

—Muy bien. Bienvenido a bordo. —Turman se inclinó hacia adelante y le ofreció la mano. Donald trató de colocar la palma de la suya lo más adelante lo posible. De este modo, los apretones del anciano dolían bastante menos—. Ya puedes irte.

—Gracias, señor.

Se levantó y exhaló un suspiro de alivio. Con el libro entre los brazos, se encaminó hacia la puerta de la cámara.

—Ah, Donny, una cosa.

Se volvió.

—¿Sí, señor?

—La Convención Nacional es dentro de un par de años. Ponlo en tu agenda. Y asegúrate de que Helen también va.

Donald sintió que se le ponía la carne de gallina. ¿Significaba una posibilidad de ascenso real? ¿Tal vez incluso un discurso en el escenario principal?

—Desde luego, señor. —Se dio cuenta de que estaba sonriendo.

—Oh, y me temo que no he sido totalmente sincero contigo con respecto a los bichitos que hay aquí.

—¿Perdone? —Donald tragó saliva. Su sonrisa se esfumó. Tenía una mano apoyada en la rueda de cierre. Su mente volvió a jugarle malas pasadas: sintió de nuevo el regusto metálico en la lengua y los pinchazos por toda la piel.

—Algunos de estos cabroncetes sí que son para ti.

El senador Turman se lo quedó mirando un instante y luego se echó a reír a mandíbula batiente.

Donald se volvió y, con la frente perlada por una cristalina película de sudor, comenzó a girar la rueda con la mano que no tenía ocupada. Hasta que no hubo cerrado la escotilla y los sellos amortiguaron el ruido de las carcajadas del senador no pudo volver a respirar.

A su alrededor, el aire emitió un zumbido, una descarga de estática para acabar con cualquier nanomáquina que hubiera logrado escapar. Donald exhaló con más fuerza de la habitual y salió de allí con paso poco firme.